viernes 19 abril 2024

Los medios, el silencio y las elecciones

por Juan Manuel Alegría

Después de arrasar Azcapotzalco, una especie de censura, o mejor, de silenciar lo que otros publicaron, fue lo que hizo Itzcóatl (Itzcohuatl) al ordenar la destrucción de los códices tepaneca en 428. Los historiadores consideran que la acción del primer tlatoani mexica fue para destruir también su pasado, del cual los aztecas no podían enorgullecerse mucho (habían sido vasallos y subordinados); por ello la historia fue reescrita. Así, los tenochcas quedaron como herederos de la toltequidad. Luego los españoles harán lo propio con todo lo que pudieron quemar.

Por supuesto,  los mexicas no fueron los inventores de silenciar las historias de otros. El bibliotecólogo venezolano Fernando Báez señala en su libro Historia universal de la destrucción de libros (México. 2004), que también con el mismo fin se destruyeron tablillas sumerias, papiros egipcios, libros de griegos y romanos o rollos hebreos, no escaparon tampoco documentos de China o  Arabia.

Y así ha continuado en la evolución del mundo: “El comunismo en Rusia, el fascismo en Italia, el franquismo en España, la revolución cultural de Mao, las dictaduras en América Latina… Épocas de persecución de las ideas que se asocian indefectiblemente con el silencio”, señala Alex Grijelmo (La información del silencio. 2012) y cita a José L. Ramírez González: “todo régimen social, sea descaradamente despótico u oficialmente democrático, desarrolla sus propias técnicas para administrar la palabra, imponer el silencio y regular las relaciones entre significantes y significados”.

Normalmente un gobierno entrante no deja huellas sobre esos asuntos. Por eso causó un gran impacto hallar intactos miles de documentos de la época de la llamada “Guerra sucia” (que comprende los gobiernos de Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría y José López Portillo) que alguien “olvidó” destruir, y que hoy se guardan en el Archivo General de la Nación en el antiguo “Palacio Negro de Lecumberri”. Aunque siempre se supo de las relaciones ocultas entre el poder y los medios, nunca como ahora se tuvieron tantas pruebas de ello.

Antes de que la prensa diera a conocer algunos casos, los actores de aquellos turbios años temblaron: “La noticia derritió los nervios de hierro del viejo policía político, ¿cómo se les ocurría remover el pasado? ¿A dónde deseaba llegar el gobierno? ¿Por qué no se respetaban los antiguos pactos?”. Eso escribe Fritz Glockner en su novela Cementerio de papel (2007). El preocupado personaje, que en el libro mandará a robar documentos que lo incriminan, es “Miguel” (en clara alusión a Miguel Nazar Haro, el protagonista principal de la “guerra sucia” quien, como titular de la temible Dirección Federal de Seguridad, y creador de la “Brigada blanca”, perpetrara incontables crímenes).

El silencio en el periodismo es inevitable. No se puede decir todo en una nota; el reportero escoge qué silenciar y lo puede hacer intentando imparcialidad, neutralidad u honradez, o también para alterar la percepción de la audiencia: el sesgo informativo. Un medio silencia una parte de la realidad, sería imposible que cubriera todos los ámbitos, y si pudiera, nadie leería un periódico de tal envergadura.

Por eso los medios “construyen” la realidad. Así se guían por lo que se llama “Agenda setting” (fijación de la agenda: determina qué asuntos deberá conocer su audiencia y en qué importancia) que coordinan los “gatekeeper” (especialista que selecciona información y se adelanta a las presuntas necesidades de información antes de que sean percibidas).

Hace más de medio siglo Gilbert Cohen Seat lo sintetizó en una frase: “La prensa, en la mayoría de las ocasiones, no tiene éxito diciendo a la gente qué ha de pensar, pero continuamente tiene éxito diciendo a sus lectores sobre qué han de pensar”.

Durante el tiempo de campañas que culminó con el cambio de gobierno en nuestro país, pudimos observar cómo actuaban los medios de información según iban adquiriendo más o menos certeza del rumbo de las encuestas y estadísticas. Se pudo ver lo que la alemana Elisabeth Noelle-Neumann (alumna de Dovifat) desarrolló en La espiral del silencio.

En palabras de Alex Grijelmo:

Una espiral del silencio en la que desaparecen aquellas opiniones que no van empujadas por los medios. De ese modo, la opinión pública termina siendo el resultado de una presión ambiental. Y de ese modo, también, se produce una cierta represión de la libertad de pensamiento. El seguidismo hace que los individuos vayan incorporándose a las opiniones dominantes y que los disidentes se predispongan para abandonar el debate.

El periodista argentino Jorge Fernández Díaz critica la espiral del silencio “personal” con un ejemplo en un texto que leyó el 31 de marzo de 2005 en una mesa redonda organizada por la Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas (Adepa):

 Conozco a algunos amigos que entraron en la radio con una idea política y salieron de la radio con otra. Uno de ellos el primer día hizo un comentario y recibió cincuenta llamadas castigándolo. Al día siguiente, lo llamaron otros cien oyentes para recriminarle. Al tercer día, empezó a morigerar su posición: sólo recibió veinte mensajes en contra, y dos a favor. Lentamente fue virando su posición y siendo complaciente con su audiencia y hubo un momento en el que recibió cincuenta llamadas a favor. Y siguió ese
camino. Y se convirtió en un superperiodista, en un referente social y en un héroe de la democracia. Es decir, en un predicador electrónico y en un demagogo mediático. Estos ejemplos son muy peligrosos. Se supone que los periodistas tenemos acceso privilegiado y cierta formación para entender los hechos. Si no decimos lo que tenemos que decir, sino lo que el público quiere escuchar, estamos practicando una especie de clientelismo periodístico. El cliente, en periodismo, no siempre tiene la razón.

Durante las campañas pasadas, ciertos medios fueron cambiando paulatinamente su posición respecto de algún candidato; fue notorio cómo, sin aplaudir o alabar a uno, con la publicación de un escándalo que protagonizaba otro, ayudaba al primero. Ya casi en la recta final, la mayoría de medios se volcó a publicar (casi publicitar) sobre un video donde aparece uno de los hermanos Barreiro, quien relataba tratos con Ricardo Anaya, pero pocos prestaron atención (se silenció) a presuntos actos fraudulentos de los hijos de Andrés Manuel (donde se involucraba al hijo de Julio Scherer), por ejemplo; tampoco fue de la misma magnitud y no adquirió el nivel de escándalo lo que el Instituto Nacional Electoral resolvió sobre la ilegalidad del financiamiento paralelo para el fideicomiso que Morena prometió a los damnificados de los sismos.

Por supuesto, no son los medios los artífices totales del cambio. Ya los sociólogos, politólogos o antropólogos sociales lo están explicando. Y los comunicólogos observan el fundamental papel de las redes sociales, donde hallaron cobijo aquéllos que se han desilusionado de los medios tradicionales.

Cada cierto tiempo, alguien dice que el periodismo debe cambiar; que debe dejar su subordinación al poder político (o al económico); que no debe vivir de la publicidad oficial; que sirva de verdad como servicio público “indispensable para crear libertad” (como dice Javier Darío Restrepo), o como defensa de las audiencias (como señala Jeff Jarvis). Eso entra en el campo de la ética, pero hay asuntos que competen al gobierno.

Se debe insistir en regular la publicidad oficial (como ha exigido la revista etcétera). Aquel que reclamaba por la trasparencia panista y priista tiene la obligación de transparentar las relaciones de los medios con el gobierno; tiene que trabajar en la obligatoriedad de dar a conocer quiénes son los verdaderos dueños de los medios. Y, por supuesto, transparentar todo lo que realice como gobierno del cambio verdadero.

Porque, sostiene Jeff Jarvis: “me gustaría vernos formar al Gobierno en el valor del intercambio de información, de manera  que la transparencia no se utilice sólo como un medio para atrapar a los hijos de puta, sino también como una forma de trabajar conjuntamente” (El fin de los medios de comunicación de masas. 2015). Así también estaremos trabajando para eliminar el silencio.

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