viernes 19 abril 2024

Abajo de mi cama

por Vania Maldonado

Estoy sentada en la jardinera. Frente a mí juegan unos niños. Me recuerdo a su edad, vestida de muñeca, blanca palomita con voz estridente que gustaba del desastre, pero llena de miedos: a la oscuridad, a la muerte, a que mami no llegara del trabajo. Pero, ante todo, miedo al lugar más inhóspito de la casa: abajo de mi cama.

Cuando la luz se apagaba cada noche sabía que ahí había algo oculto. Con cualquier ruido tapaba mi cabeza bajo las sábanas, sudaba frío, respiraba rápido, cerraba muy fuerte los ojos hasta que me quedaba dormida. Pero un día me harté de los miedos y decidí tener un guardián oculto en aquella oscuridad.

La forma en que lo conseguí es una historia simple. Primero conocí a Daniel, quien me asombró a primera vista. ¡Teníamos tantas similitudes! La misma música, la misma visión de la vida, la misma propensión a ahogarse en un vaso de agua. Pero también había grandes diferencias, él poseía el talento de dibujar a los hombres y a las mujeres, de atraparlos en sus cuadros de adolescente. Yo no sabía hacer nada, o eso creía.

Quería la libertad que Daniel tenía, estaba harta de acatar reglas en mi casa. Así que decidí a conocer otros mundos subterráneos. Opté por vestirme de negro, no más colores, no más blanco, no más regresa a tal hora o esto y aquello.

Pero ese primer hombre me fastidiaba con preguntas.

-Oye, ¿por qué eres tan callada?

– ¿Por qué no hablas más?

– ¿Qué, eres muy tímida, verdad?

– ¿Cuándo te decidirás a hacer algo?

Comenzó a hacerme sentir invisible de nuevo con sus críticas, con esa necedad por descubrir para qué diablos servía yo. Hasta que un día lo planté en una esquina con sus preguntas, sus pinturas y sus poses de artista. Y lo dejé por un verdadero alacrán que logró arrullar cada uno de mis sentidos.

Recuerdo los días en que iba a su encuentro: caminaba de prisa, con la boca seca y el estómago encogido, nerviosa, invadida por su figura, su mirada, su aroma. Cuando lo veía salir con su sonrisa que se me encajaba por semanas, hasta el próximo encuentro, solo pensaba ¡por favor, que se detenga el tiempo!

Eran días de locura. Quería tocarlo, besarlo, quedarme a sus pies sin ninguna condición. Me conformaba con estar a su lado las veces que dispusiera, porque él era al mismo tiempo tormentas y días soleados, las calles solitarias que recorría cada que no podía verlo. Él era mi hogar. No sé si alguna vez han olido el peligro, yo sí, cuando me acercaba a besarlo cada poro de su cuerpo despedía ese aroma, pero decidí quedarme. Lo llamaré Ángel, su verdadero nombre ahora me pertenece.

Era un indolente que controló mi vida a pesar de todos sus errores. Él no tenía nada y terminé siendo su todo. A veces se desaparecía y me dejaba retorciéndome las manos pero el día menos pensado recibía una llamada. Y yo corría apresurada, me necesitaba ¿Qué importaba su ausencia? Yo era suya, él lo sabía y abusaba. Lo veía en sus ojos, lo notaba en su postura cuando me saludaba con indiferencia y alardeaba. Era un interminable bla, bla, bla, sus frases de yo-yo y nunca un nosotros. Pero bastaba con que me diera la mano para que el mundo se acomodara de nuevo.

-Oye bonita, tuve un problemón y me da pena preguntarte pero ¿no tienes algo de dinero que me prestes?

Muchas veces quise gritarle que era un abusivo, pero me callaba con tal de que se mantuviera a mi lado. Su plática interminable y ególatra me mantenía absorta en su belleza, en esos enormes ojos verdes, en su piel morena. Era un ser que presumía de compañías, de historias alrededor de muchos lugares, de haber visto, vivido y desechado sin ningún remordimiento.

A veces su semblante se tornaba cálido, eran minutos en los que yo abría la boca expectante, jalaba aire con fuerza. Parecía que por fin saldría de su garganta las dos palabras que necesitaba escuchar desesperadamente: te amo. Entonces me daba la espalda y apenas musitaba “mi amor”.

Entonces volvía a conformarme con su aroma cuando el viento iba en su contra. Después de todo, su presencia me permitía salir de mi mundo en blanco y negro, le daba un color que, según yo, me sentaba muy bien. Tiempo después comenzó a pedirme más favores. Me hizo muy feliz cuando por primera vez me dijo con voz de niño que si podía quedarse en mi casa. Claro que accedí. Era, además, todo un reto, porque estaba prohibidísimo meter a alguien a dormir, entre esas paredes construidas por mi madre.

Todo el día repasé una y otra vez los detalles para que nada fallara. Separé mi cama de la pared para hacer un hueco donde él cupiera cómodamente; coloqué cobijas y almohadas perfumadas. Dejé la puerta abierta y monté guardia en la sala para que nadie se diera cuenta de que rompía las reglas de seguridad. Ángel esperaba afuera, pacientemente y a la medianoche, cuando todos se fueron a dormir entró en silencio al santuario. Cerré la puerta de mi cuarto con seguro.

Recuerdo su cuerpo a mi lado, mientras mi corazón latía de emoción, de miedo. Podía ver por primera vez su vulnerabilidad ante la vida, pero lo que más me gustó fue su debilidad ante mí. Su soberbia, su indiferencia, ahora estaban atrapadas a en mi territorio. ¡Qué reconfortante era simplemente bajar mi mano y acariciarlo! Por primera vez me pertenecía, frágil, solo, con los ojos asustados.

Antes de acomodarme para soñar le dije desde arriba:

-¿Sabes que si en este momento decidiera matarte nadie sabría donde estas, y quizás tampoco preguntarían por ti? Nunca me presentaste con tu familia o amigos, nadie tiene la más mínima idea de quién soy. Pero no te preocupes, puedes estar seguro de que este es el único lugar donde estás a salvo y más te vale que pienses en que tu vida sin mí vale madres. Buenas noches.

Él me miró con una mezcla de terror y admiración y dijo: -A pesar de la amenaza debo confesarte que ya no tengo lugar a dónde escapar, a quién acudir- y se durmió tranquilamente, como nunca antes en la vida lo había hecho.

Transcurrió el tiempo mientras él seguía adueñándose de mis noches y yo de su sueño. Amaba a un extraño, dejé que ocupara el mundo oscuro, causa de mis terrores de niña. Sus respiraciones profundas alumbraron mi paso, ahora bajaba los pies de mi cama con la plena certeza de que los monstruos se habían ido. Un alacrán venenoso resguardaba la entrada, ahí, mío, arrullado por el único lugar al que podía llamar hogar.

Pero ese hombre seguía sin darme las gracias. Su frase -hoy me quedo muñeca-, se hizo frecuente. Nunca existió consideración de su parte. Siempre era el “Nena, dame dinero, princesa, necesito que me ayudes, muñeca, todo lo que haces por mi te lo pagaré ¿me crees o no?”. Su risa, su mirada burlona, comenzaron a llenarme de rencor.

Una noche escuché al viento tocar una marcha fúnebre. Me senté aturdida, iracunda, con la soledad golpeándome en la cabeza; quería sacarlo de mi vida. Ya era suficiente. Pero tuve un mejor plan. Todo lo que metes debajo de la cama son cosas que de alguna forma pertenecieron a tu vida, pero un día dejaron de ser útiles.

Caminé suavemente hacia la cocina y tomé un cuchillo, pasé el filo por mi boca y por último puse la punta en mi corazón. Conservé el arma entre mis manos, ya no quería aferrarme a la esperanza de que se quedara voluntariamente conmigo, para siempre. La historia de amor tantas veces imaginada ya no podía ser.

Regresé sin miedo a la habitación, con las luces apagadas. Ahí estaba, con su cara de ángel, con la respiración tibia y el desamparo reflejado en su postura fetal. Ahora terminarían mis miedos, ahora regresaría al monstruo a donde pertenece, ahora, mientras cierro la puerta, le diría un secreto.

Bajo la voz, no quiero despertarlo aún. Angelito de mi guarda, dulce compañía, ¿me dejas poner una canción? ¿Has oído “Girl you’ll be a woman soon” de Neil Diamond? Es perfecta para este momento. Ahora escucha, cada que aparezca algún monstruo en mi vida me refugiaré en el único lugar seguro que existe en el mundo. Abajo de mi cama.

También te puede interesar