viernes 19 abril 2024

por Miguel Carbonell

Una de las novedades más relevantes del gobierno de Enrique Peña Nieto, en comparación con el presidente Felipe Calderón, tiene que ver con el estilo de la comunicación política. Se puede estar en favor o en contra, pero lo cierto es que el discurso de Peña Nieto es muy distinto al de su antecesor.

Uno de los ámbitos en los que existe mayor diferencia entre Peña y Calderón es el de la seguridad. Mientras que con Calderón el tema aparecía en los pronunciamientos presidenciales un día sí y al otro también, la consigna del gobierno de Peña parece ser bajarle al ruido y no ofrecer el foro mediático para que los grupos delincuenciales ventilen sus diferencias y logros.

La ausencia de atención mediática a los hechos de violencia sin duda ha tenido un efecto inmediato en la percepción ciudadana. Pero un cambio en las percepciones no implica necesariamente que la realidad también haya cambiado. Y aunque un gobierno sea responsable de construir un discurso que haga ver bien al país (cosa en la que el gobierno de Calderón fracasó estrepitosamente), también es verdad que al final del día la evaluación sobre el éxito de un político debe hacerse tomando en cuenta la realidad y no las apariencias.

Una prueba de fuego en el tema de la inseguridad lo constituye la tasa de homicidios, ya que se trata de delitos que es casi imposible esconder. La tasa de registro de homicidio (sin ser exacta debido al alto número de desaparecidos y de personas que simplemente son enterradas en fosas clandestinas, sobre cuyo destino no se sabe nunca nada) es bastante más alta que la recabada para otros delitos como secuestro, extorsión o robo. Además, internacionalmente se acepta que la tasa de homicidio es un buen indicador general sobre el grado de inseguridad que afecta a un país. Por todo ello, tiene sentido preguntarse cómo vamos en el tema, a fin de contar con un termómetro más o menos útil que nos indique la eficacia de la lucha contra la criminalidad.

Pero además, el asunto sin duda es relevante si consideramos que el primer deber de cualquier Estado es proteger la vida de sus ciudadanos. Lo dijo Thomas Hobbes en su libro Leviathan, publicado en 1651.

Han pasado muchos siglos y el Estado mexicano sigue mostrándose impotente en ese rubro. Los datos permiten señalar que los homicidios siguen siendo una verdadera plaga en el país, aunque ahora se hable menos de ello que en los años recientes.

Según datos del INEGI, en 2013 hubo en México 22 mil 723 homicidios intencionales. Es cierto que se trata de una cifra levemente más baja que la peor que hemos tenido en las últimas décadas, que fueron los 27 mil 213 muertos de 2011, pero todavía es un dato que está muy por encima de lo que se podría considerar aceptable.

Nos ubicamos en una tasa de 19 homicidios por cada 100 mil habitantes, cuando en 2007 teníamos una tasa de 8 por cada 100 mil. Empeoramos severamente (en 2011 la tasa llegó a ser de 24 por cada 100 mil). Países como Uruguay tienen una tasa de 6 por cada 100 mil y Chile de 2 por cada 100 mil. España tiene 0.8 homicidios por cada 100 mil habitantes.

Es importante advertir que la medición del INEGI se hace sobre la base de las actas de defunción que quedan asentadas en los registros civiles del país. Eso le otorga a sus cifras una credibilidad mayor que la que podrían tener los datos de investigaciones iniciadas por las procuradurías de justicia o mucho mayor que la que arrojan los procesos penales por homicidio que conocen nuestros jueces penales. La fuente más creíble que tenemos hoy en día en materia de homicidios es el INEGI.Según sus datos y aunque el debate en los medios sobre la violencia ha disminuido sensiblemente, lo cierto es que la realidad sigue siendo horrible e incluso ha empeorado en los últimos meses.

Por ejemplo, en el estado de México hubo mil 238 homicidios en 2007 y para 2013 fueron 3 mil 280. No hay nada que celebrar y sí mucho por mejorar. Tampoco en el DF los datos son buenos, por cierto, ya que pasamos de mil 77 homicidios en 2010 a mil 108 en 2013.

Mucho peores son los datos de Jalisco, en donde pasaron de 445 homicidios en 2007 a mil 485 en 2013. Igualmente en Guerrero, que por muchas razones es el símbolo del desgobierno absoluto, pasaron de 766 homicidios en 2007 a 2 mil 203 en 2013.

De hecho, Guerrero tiene la peor tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes de todas las entidades federativas: 63. Le sigue Chihuahua con 59, debido sobre todo a la persistencia de ese foco rojo que sigue siendo Ciudad Juárez. Si Guerrero fuera un país, sería el segundo más peligroso de toda América Latina, que es la región con mayor tasa de homicidios del mundo.

Las entidades federativas que parecen ir ganando la batalla (aunque con mucho esfuerzo y con resultados todavía muy cuestionables) son Nuevo León y Sinaloa. En Nuevo León pasaron de 2 mil 174 homicidios en 2011 a 890 en 2013, lo que implica una baja bastante considerable. En Sinaloa pasaron de 2 mil 423 en 2010 a mil 200 en 2013 (lo que implica una reducción del 50% en apenas 3 años).

Obviamente, no todo son malas noticias en el tema de los homicidios. En México hay entidades federativas que son tanto o más seguras que muchos países del primer mundo. Es el caso de Yucatán, con una tasa de 2 homicidios por cada 100 mil habitantes, o el de Aguascalientes, con una tasa de 4.

En materia de homicidios, México es un país mucho más peligroso para los hombres que para las mujeres. En 2013 fueron asesinados 19 mil 981 varones (casi 55 diarios en promedio) y 2 mil 621 mujeres (7 al día). Aunque lo cierto es que las mujeres corren un riesgo proporcionalmente mayor de morir a manos de sus esposos, novios o compañeros sentimentales, por golpes, ahorcamiento u objetos punzocortantes. El drama de la violencia de género sigue produciendo una tasa alarmante (e indignante) de muertes de mujeres.

De hecho, la violencia de género también suele ser silenciada por los medios de comunicación y ocupa un lugar muy reducido en el debate público nacional. La Secretaría de Salud del gobierno federal estima que se producen 20 mil violaciones sexuales al año; en el 90% de los casos las víctimas son mujeres. Pero no se habla de ello, ni hay una estrategia para prevenirlas ni una campaña educativa denunciando su existencia y estigmatizando su práctica. Es como si no se produjeran. El silencio parece envolverlo todo.

En el 80% de las violaciones cometidas, el victimario es un familiar directo de la víctima o un conocido de la familia, lo que indica que no es cierta la leyenda de hombres solitarios que van buscando mujeres en mitad de la noche para violarlas. Claro que hay casos así, pero no son más que el 20%, mientras que en una enorme mayoría de violaciones el enemigo -por decirlo de alguna manera- “vive en casa”.

Estos datos muestran la realidad de una lucha que no se ha ganado todavía y que estamos muy lejos de ganar, pese a que en el discurso oficial el tema cada vez se mencione menos. Que no se hable de los homicidios y de otros hechos de violencia no significa que no haya muertos y personas violadas en nuestras calles. Los datos nos lo están diciendo a gritos.

En este contexto, cobra la mayor relevancia la reforma penal que se está instrumentando a nivel nacional (y de la que también se habla poco, por cierto), ya que es el intento más serio de la últimas décadas por modernizar un sistema de prevención e investigación de los delitos que es un profundo fracaso. La fecha para tener funcionando el nuevo sistema penal, que incluye a los famosos juicios orales, es el 18 de junio de 2016.1 Para el grado de cambio institucional requerido, lo cierto es que vamos bastante atrasados. Convendría, por tanto, saber que el tema de la inseguridad sigue siendo muy grave en México y que tenemos que hacer las reformas necesarias para que podamos salir tranquilos a trabajar o a pasear con nuestras familias. No se trata de un cambio de percepciones, sino de lograr un cambio de realidades.

Nota

  1. He explicado dicha reforma en: Carbonell, Miguel, Los juicios orales en México, 6ª edición, Porrúa, México, 2014.

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