martes 16 abril 2024

Trump pierde, pero trumpismo no ha muerto: es la economía y el bipartidismo, estúpido

por Óscar Constantino Gutierrez

Cuando Biden despertó, el trumpismo seguía ahí.


La noche democrática estadounidense no surgió con el trumpismo. Su versión actual se origina hace veinte años, con la inquisición republicana contra Bill Clinton.

Y el nativismo se fijó con el fracaso de la reconstrucción del sur, cuya agonía comienza con el gobierno de Andrew Johnson y definitivamente concluye con el compromiso para designar como presidente a Rutherford B. Hayes, en lugar de a Samuel J. Tilden.

No, el trumpismo no es otra cosa que la última degeneración de un absceso antiguo, cuyo acrecentamiento fue causado por factores de infección modernos: el más importante es el económico.

Aunque las crisis estadounidenses no son como las mexicanas, en el país de Jefferson hay, desde 1976, un proceso continuo de deterioro económico de las clases medias.

Al acabarse la burbuja expansiva resultante del final de la Segunda Guerra Mundial, fue evidente que la política de gasto extenso era insostenible, que no había recursos ilimitados y que el gobierno ya no podía decidir las cosas en solitario. Este golpe de realidad, durante la administración de Gerald Ford, implicó restricciones presupuestarias y económicas, así como impulsó el gobierno por políticas públicas y el liberalismo económico que se explicitó a partir de la presidencia de Reagan.

En otras palabras, con Ford viene el primer manazo de realidad y, después de Carter, la política económica viró definitivamente hacia una rumbo en el que el gobierno intervino menos en economía y dejó más asuntos en manos del mercado.

Como resulta claro, el cambio de sendero tenía perdedores directos: las familias norteamericanas de clase trabajadora, cuyo ingreso provenía de un padre proveedor con un salario muy remunerador en una industria o empresa asentada en el país.

Red Forman, el patriarca en That ’70s Show, es el estereotipo del empleado en ese modelo de subsistencia, en el que las armadoras automotrices pagaban a sus obreros un sueldo suficiente para mantener una familia, adquirir una casa, comprar autos y solventar la educación de los hijos… y que de repente vieron rotas todas sus expectativas de vida.

Con esta descripción no hago una defensa del keynesianismo, sólo señalo lo que sucedió y planteo qué pasaba en la cabeza de los obreros y empleados de Wisconsin, Ohio, Virginia Occidental, Michigan o Missouri: el sistema los había traicionado. Esa es la América que dejó de ser grande y que Trump prometió que regresaría.

Dado que Donald no es desarrollista, sino un libertario bastante peculiar —uno que incluso da vergüenza a los libertarios racionales—, su tierra prometida no podía recurrir a las herramientas de Keynes y optó por un localismo proteccionista. Su visión mentecata de la balanza comercial sólo confirma que su juego era para la tribuna, discursivo, para el gusto de los estados del cinturón de óxido, los nativistas, rednecks y la derecha alternativa.

En pocas palabras, son las crisis económicas sucesivas las que aportaron el caldo de cultivo para una sociedad más resentida, racista y supersticiosa que nunca. Los damnificados del liberalismo económico buscaban un salvador y vieron uno en Trump.

Al factor económico se agrega un modelo en el que es virtualmente imposible tener más de dos partidos políticos dominantes. La vieja ley de Duverger explica que los sistemas de mayoría relativa tienden al bipartidismo y Estados Unidos es la evidencia de la verdad de esa tesis.

AP

Pareciera que es una buena noticia que un país tenga pocos partidos —ese tema merece una columna aparte—, pero, en la práctica, la pluralidad de ideologías no desaparece cuando sólo hay dos partidos, sino que se cubre con un paraguas más grande: los radicales no dejan de existir porque únicamente hay dos institutos políticos importantes, sino que se ubican dentro de ellos.

Así, la membresía actual del partido republicano abarca desde la derecha evangélica hasta los grupos LGBT que se denominan republicanos, pasando por distintas formas de liberalismo económico y conservadurismo político.

En el otro club la heterogeneidad también campea: la izquierda socialista de Sanders usa el mismo membrete que el radicalismo progre, las corrientes woke, los socialdemócratas e incluso algunas versiones moderadas de liberalismo. En conclusión, entre un moderado republicano y un demócrata de centro hay más semejanzas que entre la gente de Clinton y la de Ocasio-Cortez.

Y ese bipartidismo es el otro factor que explica que el trumpismo alcanzara casi 74 millones de votos, 47.2 por ciento de los sufragios emitidos. La derecha alternativa, racistas montañeses y conservadores de cofradía, que en un sistema pluripartidista estarían condenados a ser parte de un instituto marginal, se vuelven componente indispensable de una organización donde, por esa circunstancia, a los moderados no les queda otra opción que respaldar al candidato que atrae a esos grupos radicales.

Sin la fauna trumpista, los republicanos sólo hubieran alcanzado 35 millones de votos, como lo evidencia que más de la mitad de los votantes republicanos se comen las mentiras de Trump sobre el fraude orquestado en su contra.

Después de Theodore Roosevelt, el progresismo se mudó del GOP y se acercó a los demócratas. Los del elefante viraron a la derecha, mientras  los del burro giraron a la izquierda, con lo que se invirtieron los papeles que desempeñaron durante la guerra civil y el resto del siglo XIX. En esa rotación, lo sucedido desde 1998 no es otra cosa que la repetición de actos de intolerancia por parte del mismo partido: inquisiciones puritanas contra Clinton; leyes contra libertades con G.W. Bush; asedio, bloqueo y fake news contra Obama; racismo, mentiras, proteccionismo, chauvinismo, racismo, aislacionismo y nativismo con Trump. El mismo ogro, pero con distintos cuentos.

Así que, acostumbrémonos: si Donald Trump no es enjuiciado y encarcelado, será un dolor de cabeza para Biden y Harris. Tiene 70 millones de electores para obstaculizar cualquier política de reforma que propongan los demócratas. Además, dos jueces de la Corte Suprema fueron promovidos por el neoyorquino y el tribunal máximo tiene una mayoría conservadora que pone en peligro libertades fundamentales que, hasta ahora, los republicanos no habían logrado dinamitar.

No hay de qué sorprenderse: la mitad del electorado es trumpista por las crisis económicas, el deterioro de las clases trabajadoras y un bipartidismo artificial en el que casi todo cabe, estúpido.

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