sábado 20 abril 2024

Todavía no los teníamos (19 de septiembre de 2017)

por Ricardo Becerra Laguna

La primera onda derribó los platos colocados mero arriba, en la repisa que está junto al horno, y el ruido no pudo ocultar el otro sonido, sordo y grave, que provenía del subsuelo (en estos años particularmente telúricos he aprendido a percibir el sonido de los sismos). Acto seguido la oscilación cobró todo su tamaño y a los diez segundos ya sabíamos que estábamos ante un terremoto de gran escala.

La vibración siguió con una combinación de movimientos oscilatorios y trepidatorios que hacían crujir las paredes, provocaban golpes entre los muros de los edificios contiguos. Todo esto resultaba especialmente claro desde un décimo piso con la teatralidad agravada de libreros que vomitaban volúmenes, revistas y papeles en una secuencia pausada como si fueran unas manos las que los sacasen. Toda la madera del piso tronaba, se comprimía y volvía a su lugar con un frenesí desordenado, que él sólo, causaba asombro sin necesidad del vuelo de los libros y los platos.

Luego los vidrios de las ventanas con sus propios sonidos y más diabólicamente los cajones de la cocina abriendo y cerrándose con un ritmo sincopado.

Cuando parecía que había terminado, el remezón cobró más fuerza y toda esta naturaleza muerta, súbitamente animada por las fuerzas del subsuelo volvieron a escenificar el espanto pero ahora agravado por el surgimiento de grietas en las paredes de la cocina, en las columnas de aquel elevador y por la súbita sacudida que casi tumba al piso la mole del refrigerador.

A partir de ese momento -y en los siguientes 30 segundos- la tarea más importante fue salvar a los electrodomésticos que ahora también bailaban de modo estelar en mi departamento, ya del todo perturbado.

FOTO: MARGARITO PÉREZ RETANA /CUARTOSCURO.COM

Un tercer remezón provocó el pánico pues al fuerte movimiento se agregaba ya la inquietante prolongación del evento, su duración que auguraba la certeza de un desastre.

La energía eléctrica nunca falló y aún antes de terminar el temblor, la alerta sísmica se encendió junto con otras sirenas que ya ululaban desde diversas partes de la Ciudad.

Al terminar el terremoto del 19 de septiembre sobrevienen las llamadas a mamá y a los niños. Una vez verificado lo esencial, la obligación era acudir al llamado del gobierno para atender aquella emergencia de la que yo todavía no era consciente, pues fuera de los platos y de las pequeñas fisuras, ni en mi casa, ni en sus alrededores parecía haber ocurrido nada grave. A primera vista sólo un gran susto que recordaba, con endiablada coincidencia el terremoto de 1985.

Pero como todos sabemos, cometía yo un grave error. A las cinco de la tarde ya tenían los reportes de los perímetros que habían sido arrasados por el sismo en la zona central, especialmente en la Colonia Del Valle a donde acudió la cuadrilla de la Secretaría de Desarrollo Económico en la que yo trabajaba. La clausura del Metrobús, los constantes sobrevuelos de helicópteros, las peticiones de auxilio en las redes sociales, la información noticiosa de la radio y la televisión y lo que podíamos ver cuadra tras cuadra, empezaba a ofrecer una fotografía más precisa de lo que en realidad nos había pasado: un desastre con todas sus letras.

Recuerdo que la noche del 19, nadie durmió, que la desesperación era la pulsión que dominaba el momento. Había vivos allí abajo y nosotros avanzábamos con exasperante lentitud. La hermana de una de las señoras que yacía entre aquel cúmulo de piedras y de fierros señalaba el posible lugar para su encuentro, pero necesitábamos más picos y más mazos… pero no los teníamos. Eran las 10 de la noche, tal vez estaban vivos y con azoro e impotencia… todavía no los teníamos.

También te puede interesar