jueves 28 marzo 2024

Terapia caníbal

por Juan Villoro

Tal vez porque mi amigo Cutberto se dedica a la arqueología hemos establecido una relación de trueque.

Me llamó hace unos días, muy alterado porque está en una terapia que no le produce efecto alguno. El tema obsesivo de sus sesiones es el siguiente: no soporta a su hijo Claudio, que se le parece mucho y que acaba de independizarse en forma radical (dejó de pagar Uber con la tarjeta de Cutberto).

“Desconfío de él”, informó en el tono que usa para hablar de las intrigas en el INAH. Le pedí que fuera más explícito y contestó con una pregunta: “¿Te acuerdas de mi llavero de obsidiana?”. “Claro”, respondí con fastidio. Ser amigo de Cutberto significa saber que hace cuarenta años encontró una flecha de obsidiana en Teotihuacán y que ese “objeto de poder” señala su destino.

Pues bien: Cutberto sospechaba que su hijo le había robado el talismán. “¿Qué pruebas tienes?”, pregunté. “Es fan de Tezcatlipoca”, dijo, como si se refiriera a un hampón reconocido.

Claudio estudia Arqueología. Es normal que mencione al Dios de la fatalidad mexica. Pero eso coincidió con la desaparición de la flecha de obsidiana y Tezcatlipoca se caracteriza por llevar un espejo humeante hecho con esa piedra. Hasta aquí, la historia era un simple enredo. Todo se complicó en forma más interesante cuando Cutberto fue a terapia y el analista le preguntó por sus sueños. Gran tragedia: mi amigo es un frustrado onírico; no recuerda las cosas que le suceden al dormir. “¿Es posible que no sueñe nada de nada?”, preguntó como si estuviera en bancarrota.

Cenamos en su casa y sirvió alarmantes raciones de carne tártara. “Esto da pesadillas”, comentó con la esperanza de soñar algo digno de su psicoanalista.

Esa noche soñé que era un maya del periodo clásico. Vivía en Toniná, en la Casa de los Soñadores, encargados de encontrar revelaciones y objetos perdidos. De pronto, el arqueólogo Juan Yadeun, responsable de la zona en el presente, llegaba a decirme: “Si una gallina se te escapa vas por ella”. La frase me parecía muy lógica porque en el sueño yo también era criador de gallinas. “Si la mente se te escapa, ¿vas por ella?”, agregaba Yadeun, convertido en oráculo. Esto me revelaba que debía soñar en busca de algo. A continuación me encontraba en la explanada de la zona arqueológica, donde Cutberto ejecutaba una danza. Mi amigo es de esos que creen que tienen un ritmazo porque se mueven mucho. No puedes verlo sin prever un ataque. Pero en el mundo maya sus contorsiones eran estupendas. Los jerarcas lo celebraban, arrojándole cuentas de jade. Intoxicado por el éxito, Cutberto subía y bajaba las delgadísimas escalinatas que apuntalan el delirio vertical de Toniná. En ese momento yo descubría su secreto: mi amigo bailaba con los pies de otra persona, mucho más pequeños que los suyos; sin dejar de danzar, recogía las piezas de jade que le habían lanzado (“son 23”, decía Yadeun, experto en numerología: “sumadas dan cinco”). Un sacerdote se acercaba a mí, pero sólo para criticarme: “Si no sueñas mejor, te degollamos”.

Desperté dispuesto a no volver a cenar carne cruda. Le hablé a Cutberto y le pregunté qué había soñado. “Nada”, respondió como un condenado: “¿y tú?”. Le conté el sueño en el que él era un magnífico bailarín maya. A su vez, mi amigo se lo contó a su psicoanalista, que descubrió lo siguiente: los pies con los que Cutberto bailaba eran los de su hijo; las cuentas que le arrojaban eran 23 porque es la edad de Claudio; los números sumaban cinco, las cuatro direcciones del mundo y el centro, “Lo Territorial”; Cutberto rivalizaba con Claudio porque se parecen demasiado y temía que lo sustituyera, pero la filiación es un camino de ida y vuelta: el padre puede heredar algo del hijo; de ahí los pies pequeños.

La explicación me pareció fantasiosa, por no decir esotérica, pero esa tarde lo que parecía mera superstición se convirtió en un hecho: Claudio le devolvió a Cutberto el llavero con la flecha de obsidiana. Lo había tomado para colocar ahí la llave del cuarto de azotea que acaba de rentar. “Me franquea la entrada a su vida”, dijo mi amigo, con voz rota por la emoción.

“Sigue cenando carne cruda”, agregó. No recuerda sus sueños, pero yo puedo soñar por él. Lo dicho: nuestra relación depende de trueques. Proponía que yo me alimentara para alimentar su terapia.

No me habla desde que me volví vegano.


Este artículo fue publicado en Reforma el 30 de agosto de 2019, agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.

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