martes 16 abril 2024

Silencios

por José Antonio Polo Oteyza

Existe el silencio vacío, pero no es lo usual; la mayoría de los silencios tienen significado, comunican, se interpretan. Muchos hablan fuerte; algunos son incómodos o pueden leerse como una afrenta. Quizá para contrarrestarlos, se dice que el que calla otorga pues, al no presentar una defensa o un punto de vista, supuestamente concede. Como es natural, de las circunstancias depende que un silencio se interprete como mensaje de repudio, de repliegue o prudencia, también como seña de complicidad. Los silencios pueden ser decisión libre o impuesta, y de hecho son especialmente importantes para la sobrevivencia de sistemas cerrados y especializados en cancelaciones: escuelas y familias castrantes, universidades “woke”, religiones o dictaduras, todas ellas dependen de un buen grado de asfixia. “El silencio” se llama todavía una cabaña donde torturaban los militares argentinos y quizá, entre los gritos, algún silencio valiente salvó vidas y dignidad. “El silencio” se llama también un barrio en las afueras de la ciudad argentina de Concordia; cuando se sabe que en ese lugar la gente pepena restos de comida entre la basura, ambos nombres, silencio y concordia, destilan y parodian un sistema político fraudulento y cruel.

Total, que cuanto más obtuso el sistema, más brutal y más frágil, apoyado, sí, por la parafernalia tradicional del poder, pero sostenido, sobre todo, por hilos invisibles de silencios y servidumbres voluntarias que se pueden romper al menor exabrupto o desacato. Mussolini comprimió bien la justificación fascista: “La democracia se habla a sí misma hasta morir”, y lo que procede entonces, se entiende, es el monólogo que supone el silencio de los demás y que fluye raudo en la inercia, la indiferencia y la resignación. Como dice un amigo de Pereira, el protagonista de la novela de Antonio Tabucchi: “… la opinión pública es un truco que han inventado los anglosajones, los ingleses y los americanos… Nosotros somos del Sur, Pereira, y obedecemos a quien grita más, a quien manda”.

Y no es que dichas sociedades “obedientes” tengan que ser pacíficas. Al contrario, algunas culturas cultivan el disimulo más que otras porque detrás de las cortinas de la cortesía se agazapan violencias apenas contenidas. No se trata de simple hipocresía, sino de evadir pretextos para un desbordamiento que está siempre a la vuelta de la esquina. En estos contextos conviven las atrocidades, las ceremonias y las caravanas al que manda, o cree que manda. Es notable, o no, que México, el país de los 90 asesinatos diarios, y donde los demás crímenes aberrantes son también morralla, sea además un territorio donde impera la humillación colectiva: de los empresarios que venden silencio y  compran boletos, a la vista de todos, para asegurar su lugar a la hora de la piñata; o de padres de familia y profesores ante el desastre educativo; o de médicos y pacientes ante la destrucción del sistema de salud; o de (casi) toda la nación ante el sabotaje contra la economía, la guadaña que destruye instituciones, el incremento de la pobreza, la violación cotidiana de la Constitución y la militarización que sólo sirve para apuntalar una ambición depredadora.

Y se escuchan, entre los egoísmos y las amenazas, los intereses y los miedos, el valemadrismo y la ignorancia, se escuchan, atronadores, los silencios cómplices que renuncian a los derechos y a la dignidad. Son los silencios que la arbitrariedad necesita para asegurar la impunidad. Son los silencios de un abismo.

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