jueves 28 marzo 2024

Seguidores S. A.

por Juan Villoro

La vida digital fomenta nuevos negocios. Uno de ellos es la compraventa de “seguidores”. El fenómeno promete ser lucrativo en una época en que la gente se define por el aura imaginaria que la rodea. Cuando dos actores participan en un casting con idéntica destreza, la compañía productora escoge al que tiene mayor repercusión en Instagram y Twitter.

Este criterio de popularidad merece ser analizado. Quienes se suman a una cuenta multitudinaria pueden hacerlo por morbo, para ver hasta dónde llega ese personaje. Hace años, un académico que luego sería presidente de un partido político comentó con una mezcla de sorpresa e ingenuidad: “Cada vez tengo más seguidores, pero también me insultan más”. La frase resumía la dinámica de las redes. Que te busquen no significa que te quieran. En sentido estricto, no se debería hablar de “seguidores” sino de “vigilantes” que observan y juzgan al otro.

Pero el entorno digital no está para análisis detallados. ¿Quién dispone de tres minutos para revisar a los presuntos followers de una cuenta? En la tiranía de lo instantáneo, una cifra vale más que mil palabras.

Desde hace tiempo, prosperan los bots que simulan ser usuarios. Ahora tenemos un peculiar comercio de identidades. Comparto un mensaje escrito con ese fin: “Hola qué tal excelente día! Te funcionarían 5,000 seguidores (se quedan por siempre en tu cuenta y no son cuentas de bots) por 1,990 mxn? Contamos con planes de más o menos seguidores. Bendiciones y mucho éxito!”.

No es extraño que la propuesta incluya “bendiciones”. El smartphone es el altar de la liturgia contemporánea: “El like es el amén digital”, señala el filósofo coreano Byung-Chul Han.

Al estudiar el comercio de seguidores sorprenden varias cosas. Casi todos abrieron su cuenta en fecha reciente, tienen escasa actividad y en su historial aparecen pocas fotos (con frecuencia se trata de chicas en bikini, lo cual sugiere que provienen de sitios de modelaje). A partir de una persona auténtica, muchas veces extranjera, se construye un destino espectral. Un rasgo esencial de estos seguidores “de oficio” es la desproporción entre quienes están pendientes de ellos (de 30 a 200 personas) y la inmensa cantidad de cuentas que siguen. La ingeniería es la siguiente: se plagia la imagen de alguien, se le asignan seguidores fantasma y se vende su adhesión a otras cuentas. La gente de la que se extrae la información (tan básica como una foto en la playa, el retrato de una mascota o la portada de un disco) no está enterada del asunto ni recibe comisión. Con datos usurpados se ofrece lealtad: “Son personas latinas reales que te siguen porque se los indicamos”, dice el empresario. En esta variante del sindicalismo corporativo, seres ilocalizables, definidos como “personas latinas reales”, hacen lo que se les indica.

En México, uno de cada tres indígenas carece de documentos de identidad. Mientras tanto, la red ofrece identidades al mejor postor.

La expansión digital creó las condiciones para que esto exista. Los seguidores son rentables. A partir de diez mil, es posible poner enlaces directos en Instagram, y Google hace que el buscador privilegie las cuentas con más consultas. Una empresa que apenas comienza puede simular que ya es un éxito por el aparente respaldo que tiene; del mismo modo, las celebridades y los “líderes de opinión” pueden presumir de su impacto masivo sin que se sospeche que han comprado respaldos a precios accesibles (con cien seguidores gratis de promoción).

El mercado de públicos digitales se integra a la fase más reciente del capitalismo, dominada por el branding las estrategias que no dependen de la calidad de los productos, sino de la forma de percibirlos. ¿Surgirá un negocio complementario de verificación, capaz de distinguir las voluntades reales de las robadas?

Esto último parece difícil. El progresivo alejamiento de la realidad obliga a preguntarnos si aún somos verificables, es decir, verdaderos. ¿Actuamos con libertad ante las aplicaciones? Los algoritmos conocen nuestros gustos y nos proponen ofertas que satisfacen necesidades que ya teníamos pero no habíamos formulado. Muchas veces, al elegir algo seguimos una conducta programada.

Lo más grave no es que alguien pueda secuestrar nuestras fotos para incluirlas en redes imaginarias, sino que ya estamos secuestrados por nuestro teléfono.


Este artículo fue publicado en Reforma el 15 de octubre de 2021. Agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.

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