viernes 29 marzo 2024

Santa Sabina

por Nicolás Alvarado

Conozco personalmente tanto a Sabina Berman como a John Ackerman, aunque con ninguno he tenido relación cercana. A ella la he entrevistado a propósito de algún proyecto teatral, la he invitado a algún foro, tenemos muchos amigos en común. Nunca ha habido oportunidad de contrastar nuestras ideas de mundo, a priori lejanas, pero infiero que la discusión resultante sería fértil, compleja y amable. Es persona inteligente y bien educada.

A Ackerman lo conocí en 2016, durante los meses en que fungí como director de TV UNAM. Hacia el final de mi gestión, fui instruido por la Rectoría de la UNAM a abrir en la televisora un espacio para él. Por lo que había yo leído de su pluma, y por las advertencias que recibí con la encomienda, la encaré con preocupación: empeñado en una cruzada por llevar a un hombre y un proyecto al poder, se antojaba poco propenso a las ideas complejas o al debate razonado, más militante y propagandista que intelectual o periodista. (Aclararé que tal no me parece el caso de otros opinadores cercanos a la idea de mundo de Morena: en esa lista caben, entre otros, Carmen Aristegui, Gibrán Ramírez o Julio Hernández López.)

Mis dos o tres reuniones con Ackerman no fueron fáciles. Llegó en personaje, obliterando nuestras diferencias –que él mismo había evidenciado al dedicarme duras palabras en su columna– con fingida convivialidad pero, sobre todo, con un discurso lleno de certezas sobre el “periodismo democrático” que inevitablemente suponía no sólo atacar todo aquello que se opusiera al proyecto de Morena y aplaudir todo cuanto coincidiera con él, sino presuponer que todos quienes participábamos de las reuniones de trabajo coincidíamos con su idea de mundo. Sabedor de que si trabajábamos un proyecto para él era por orden superior, se deleitaba en frenar toda iniciativa que pudiera equilibrar la línea editorial (“¿Pero no queremos esos invitados / esas encuestas / esas discusiones en el canal de una universidad progresista, ¿verdad?”), desafiándome a responderle que sí, que sí queríamos que acudiera alguien de Nexos o comentar una encuesta de Mitofsky o entrevistar a políticos de todos los partidos. Capoteé el asunto como mejor pude, siempre entre la espada y la pared: un camino me llevaba a incumplir las instrucciones de mi jefe y acarrearme el fuego político; otro a arriesgar el prestigio y la credibilidad de mi proyecto para TV UNAM, y los míos propios. A poco, una crisis en todo ajena a ese proyecto redundaría en mi despido, lo que –pienso ahora que por fortuna– me liberó.

Cuento esto para explicar que no me extraña que Sabina Berman no pudiera lidiar con el doublespeak de Ackerman, irritante para cualquiera que se expone a él como espectador pero enloquecedor para quien se enfrenta a él en un contexto profesional. Predicador de un evangelio, Ackerman rehúye toda avenida para el más mínimo cuestionamiento a sus certezas, obtura toda posibilidad de debate de ideas, culpabiliza en el discurso a todo el que piense distinto a él. Y así habría de hacerlo desde muy temprano en el desarrollo del programa de Canal Once John & Sabina, en el que ambos compartían créditos –y se supone que criterio editorial–, y en el que ya desde marzo descalificaba el movimiento feminista mexicano –del que el presidente se erigió en adversario político y que resulta aún más consustancial a la identidad política de Berman que el obradorismo– so pretexto de la fotografía de una de sus activistas con Felipe Calderón.

La cosa no podía acabar bien pero habría podido terminar menos mal si Canal Once hubiera exhibido un mínimo de gobernanza en su gestión de la crisis. Tampoco que fuera fácil: no cuando es un medio de gobierno y no de Estado, carente de autonomía, y no cuando el comunicador cuyas prácticas se objetan en que es el marido de la Secretaria de la Función Pública.

Las asignaturas quedan pendientes en la agenda de los medios públicos mexicanos. Mucho me temo que así seguirán.


Instagram: nicolasalvaradolector

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