viernes 19 abril 2024

Repensar la socialdemocracia

por Pedro Arturo Aguirre

Después de cuatro horribles y desconcertantes años, con la victoria de Joe Biden millones de habitantes de este planeta queremos creer que estamos a punto de iniciar un nuevo comienzo. La democracia estadounidense se sometió a una dura prueba y aunque, en general, salió avante, lo cierto es que quedan preocupaciones profundas sobre su viabilidad en el largo plazo. En cuanto al efecto de la derrota de Donald Trump en la moda populista, seríamos muy ingenuos si nos pusiéramos a cantar victoria. El giro autocrático de la política actual de Trump surgió de profundas fracturas sociales. Si queremos revertir tan infame tendencia urge identificar y abordar las causas. Las raíces del trumpismo no comienzan ni terminan con Trump.

El auge del populismo nos convoca a revaluar la viabilidad del modelo socialdemócrata, hoy electoralmente a la deriva. La importancia de la socialdemocracia como una de las grandes tendencias del pensamiento político universal es incuestionable. Mucho contribuyó el siglo pasado en la lucha por el bienestar de la humanidad al constituirse en una alternativa progresista empeñada en conciliar el respeto irrestricto a las libertades individuales y los derechos humanos con la justicia social y el equilibrio económico. Sin embargo, atraviesa en la actualidad por una ingente crisis. En lo que llevamos del siglo XXI se ha producido un creciente declive en las urnas de las alternativas socialdemócratas, y aunque aún no es un desastre total, sí se trata de una pronunciada pendiente.

La socialdemocracia terminó el siglo XX con pronósticos muy optimistas, pero ahora su proyecto ha perdido rumbo y no existen indicios sólidos de que sea capaz de enfrentar con lucidez los retos de los años por venir. La característica más grave de esta crisis es su casi completa “pérdida de identidad” como una opción política plausible, lo que ha llevado a algunos de los nuevos dirigentes de los partidos socialdemócratas del mundo a procurar un “regreso a los orígenes” y reinstaurar los programas, discursos e identidades que caracterizaron a la socialdemocracia durante los años setenta e incluso antes. Pero no han tenido éxito. Incluso buena parte del electorado socialdemócrata tradicional ha desertado para favorecer a opciones populistas de extrema derecha, como quedó claro en el voto del Brexit de 2016, las elecciones francesas y neerlandesas de 2017 e incluso en las presidenciales norteamericanas de 2016. En todos estos casos regiones industriales que tradicionalmente simpatizaban con la centroizquierda, pero que han sido particularmente castigadas por la globalización, optaron por cambiar su voto en favor del populismo de derecha. Y en América Latina estos sectores se han dejado seducir por los cantos de sirena de demagogos pretendidamente “de izquierda”.

El reto de la socialdemocracia actual es el mismo de siempre: asegurar que una proporción más alta y pertinente del crecimiento económico beneficie a la mayor parte posible de la gente y no sólo como una cuestión de justicia distributiva, sino también como la mejor esperanza de evitar el deslizamiento de la democracia liberal a la democracia “iliberal” y de ésta a una autocracia absoluta que barra con las garantías ciudadanas y los derechos humanos. El drama reside, lamentablemente, en que la visión, enfoque y proyecto de los socialdemócratas parece carecer hoy con un esquema sólido con el cual afrontar los retos de la presente centuria. El keynesianismo estatista (inversión pública exorbitante, déficits presupuestales, ampliación del Estado de bienestar, etcétera) que enarbolan tanto algunos socialdemócratas añorantes de viejo cuño como algunos populistas ha demostrado, en reiteradas ocasiones, su inviabilidad. No basta con señalar a los “excesos del neoliberalismo” como explicación de los problemas sociales y económicos del sistema capitalista. El viejo estatismo podrá, eventualmente, ganar algunas elecciones, pero terminará en el desastre, tal como lo atestigua la hecatombe venezolana o los fracasos de los gobiernos populistas. Se ha hecho evidente que crecimiento sostenido del Estado de bienestar es insostenible debido a las tensiones y paradigmas propios de la globalización y a las ingentes limitaciones de recursos económicos para garantizar más y mejores políticas sociales. El incremento progresivo del peso del Estado en la economía se ha convertido más en un pasivo que en un activo para el libre desarrollo de un modelo económico competitivo.

Asimismo, concurre a la crisis socialdemócrata en esta época de grandes cambios tecnológicos el gran auge de las redes sociales y la progresiva simplificación de todo mensaje político, lo cual redunda a favor de la banalización de la política y de la consiguiente manipulación burda de amplísimos sectores de la opinión pública. Los populistas –de izquierda y de derecha– encuentran en este escenario una eficaz vía de penetración.

El regreso al estatismo y recurrir a la simplificación del discurso no es el camino por el que pueda transitar la socialdemocracia del siglo XXI. Con este equipaje, el viaje es menos que imposible. Sólo a través de análisis precisos y soluciones actualizadas y audaces que estén a la altura del compromiso exigido por los nuevos tiempos es posible imaginar una democracia con vocación social y progresista. Urge la construcción de nuevas opciones ciudadanas, alejadas de los esquemas corporativos de la socialdemocracia tradicional, pero que manejen un discurso progresista en lo social y de irrestricta defensa de los valores de la democracia liberal, y que además sean capaces de emocionar al electorado y ponerse a tono con las formas y elementos de hacer política del siglo XXI. En México no basta con oponerse sin ton ni son al populismo. La oposición socialdemócrata debe construir, no solo criticar, articularse como una organización democrática, ciudadana, flexible, con postulados políticos orientados hacia el liberalismo progresista y la socialdemocracia moderna, pero sin incurrir en sectarismos o dogmatismos ideológicos, lo que significa edificar una alternativa con identitarios programáticos claros y una organización le permita cumplir con sus objetivos de forma eficaz.

Una genuina opción socialdemócrata deplora la trivialización de la política a la que ha dado lugar la excesiva influencia de los medios en las campañas y denunciar la extrema personalización de la política provocada por la antidemocrática proliferación de “caudillos” que se apropian del liderazgo político en las sociedades actuales. En suma, se trata de resucitar en la política mundial una forma de “socialdemocracia renovada” capaz de sostener aquella altura intelectual de los partidos que no asumen un “credo de cruzada”, sino una actitud profundamente crítica del entorno real y, como lo propuso ya en los años cincuenta el teórico Anthony Crosland, “con una filosofía escéptica pero no cínica; independiente, pero no neutral; racional, pero no dogmáticamente racionalista”.

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