martes 19 marzo 2024

Reivindicación de la cábula

por Pablo Majluf

Llevarse pesado con los cuates. No sólo con apodos sino con lo que se conoce como cábula, en su tercera acepción, según el Diccionario del Español de México del Colmex: “Que vacila o bromea”. Es el permiso definitivo de camaradería, un gesto de la verdadera amistad, donde se pasa la prueba de confianza para meterse sin temor con el otro, dejando atrás la manita sudada y la cortesía de las medias amistades.

La dinámica seguramente es parte de lo que la progresía llama masculinidad tóxica, que sin duda es tóxica, pero no por ello desdeñable – todo lo contrario. Si se trata de un consenso, tiene una clara función afectiva: te conozco tan bien, que sé dónde meterte el alfiler. Como dijo Oscar Wilde: un verdadero amigo te apuñala de frente. Además, hay grados de complejidad: el apellido y el aspecto físico son niveles apenas introductorios; uno eventualmente navega hasta las chichis de las mamás, y luego, mejor, hasta los Edipos. Hasta que, cumplidas las múltiples décadas, la cábula es tan profunda que se vuelve un paseo por la casa de los espejos, o un psicoanálisis.

Claro que fuera del consenso afectivo estaríamos en territorio del bullying, que, si bien tiene su función darwinista, no sé si admita una apología. Pero me entristeció mucho una charla de 2020 del profesor Jonathan Haidt, sobre comportamientos grupales de la Generación Z, también bautizada por la filósofa Montserrat Nebrera como “generación de cristal”, aquellos nacidos después del 2000, donde se infiere que esta forma de confraternidad ya valió madre.

Se trata en esencia de hijos sobreprotegidos y mimados que ya no salen a jugar, a socializar ni a embarrarse, sino que prefieren reposar la melanina para darse likes. Haidt dibuja la correlación entre esta generación y el espeluznante auge de depresión y suicidio adolescente de 2010 a 2020 en Estados Unidos: los niños que fueron enclaustrados no aguantan nada en el mundo real, porque no desarrollaron mecanismos apropiados de defensa. Luego se deduce la consecuente relación entre su delicadeza y los linchamientos digitales, el activismo persecutorio y la cultura de la cancelación.

¿Y qué tiene que ver todo esto con la democracia? Haidt está convencido que el internet y las redes sociales han transformado las dinámicas grupales que equilibraban el juego democrático; de uno que admitía la fricción del disenso, a uno donde las ideas desconocidas se perciben como amenazas letales. Si la democracia es deliberación, encuentro con lo distinto, pluralidad, debate, los antisociales no deben gobernarnos, porque su vulnerabilidad inhibe el intercambio. Y viceversa, la reclusión produce vulnerabilidad.

La prescripción de Haidt es muy intuitiva. Volver a mandar a los niños al arenero, bajarle un poquito al crack-Pad, que se den sus revolcones con palabras y su avalancha apache, que de esa humanidad nazcan amistades, como sucede en la democracia liberal, donde las tesis y antítesis producen síntesis.

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