viernes 19 abril 2024

La razón contra el fanatismo, y el sitio de la Marquesa de Châtelet en la historia

por Marco Levario Turcott

Si hay un registro histórico de la convicción humana en favor de la razón contra cualquier tipo de superstición o fanatismo, ese es el “Siglo de las Luces”; llamado también como el periodo de la Ilustración, implicó el triunfo cultural que hizo de la libertad de pensamiento el motor más importante de hombres y mujeres.

Por supuesto, aludo al movimiento cultural europeo que, a mediados del siglo XVIII, detonó en Inglaterra y Francia, y desembocó en el análisis sobre las mejores formas de organizar al pensamiento y las herramientas más adecuadas para entender al universo y la naturaleza del hombre, y el disfrute de su entorno a través de la creatividad, por eso es también la era de Mozart o Beethoven y, claro, la ópera y el teatro.

Estoy seguro, no exagero al decir que el “Cinquecento” es al arte lo que el “Siglo de la luces” es al pensamiento razonado, sobre todo en las ciencias y las humanidades; el tiempo en que asombra (y escandaliza) la Ley de la Gravitación Universal de Isaac Newton, que coloca en declive la influencia de Renato Descartes; es el tiempo de las matemáticas, la geografía y la física, y entre ello, el cálculo diferencial e integral, el estudio del origen y la propagación del fuego; ah, y a propósito de las pasiones, el amor como centro de la felicidad, las fiestas de la aristocracia y los acalorados debates que llegaron a concluir en duelos. Es el tiempo y esto hay que decirlo claro, de Gabrielle Émille de Breteuil, marquesa de Chátelet, un nombre y una vida que la historia aún no registra con el ímpetu que debiera junto a otras mujeres como Madame de la Fayette, quien escribió la primera novela histórica francesa, o Mary Montagu, un emblema feminista de aquel entonces.

Gabrielle Émille de Breteuil

Tengo conmigo una copia de la correspondencia que sostuvo la marquesa de Chátelet con el abate Merteuil, quien le insistía en sostener una entrevista con ella a efecto de saber su más preciado secreto dado que, si de lo que ella se sabe es “loco y sabroso”, lo que de ella se ignora ha de ser mucho más “turbador y picante”. La marquesa jugó con el inquisidor, le hizo saber que la franqueza de sus cartas le hizo comprender lo mismo a Voltaire que a Rousseau la transparencia de su humanidad, además de que no sentía necesidad de situarse ante una especie de sacerdote que le pide penitencia, menos aún al perder la fe religiosa cuando todavía no cumplía los 14 años. Su prosa es un reposo para el ánimo y un acicate para la inteligencia, es la necesidad de saber como el ethos de la condición humana:

“Yo, ahora, sólo anhelo la paz, el saboreo de mis recuerdos gratos, la lectura de mis dilectos y discretos amigos los libros, la interpretación en mi clavecín de los preludios, fugas, suites y partitas de mi adorado Juan Sebastian, el cuidado de las flores de mi jardín, para conservar la serenidad de mi espíritu no hablo sino conmigo misma; y paseo sola por los senderillos y caminos que rodean mi casita de Luneville: y coloco a diario en los jarrones las rosas más encendidas, y escucho con delectación las voces de las aves, del viento y de la lluvia, y hago fecunda mi soledad con los estudios científicos. Me causa una gran emoción que no me sobresalte alguna voz amiga llamándome, y que la naturaleza parezca haberse atemperando a mi anhelo único: la paz. Mi alma ha conseguido esa tranquilidad luminosa de los estanques escondidos”.

El abate fue perseverante, él presumía un “rinconcito misterioso y hermético” en la vida de la marquesa quien lo negó con indulgente paciencia hasta incluso conceder: “Más aún cuando fuera cierto que existiese, ¿para qué abrirlo a la curiosidad cuando la Historia no ha creído necesario conocerlo para concederme un lugar, siquiera modesto, entre las mujeres con historia?”, y alude a su estampa biográfica: nació en París, en 1706; su padre el barón de Breteuil, perteneció a una noble estirpe de Francia y fue muy amigo de Luis XIV: “A mi nobleza uní la de mi esposo, el marqués del Chátelet-Lemond, teniente general de los reales ejércitos, con quien me casé -sin amor por mi parte-, y fui nombrada camarera de la reina. Mi educación había sido exquisita. Aprendí griego, latín, italiano, leyendo a los clásicos en dichas tres lenguas y en dichas tres lenguas comentándolos con agudeza, en opinión de mis contemporáneos. He dejado a la posteridad varias obras muy elogiadas”. En efecto: Gabrielle Émille tradujo las teorías de Newton, divulgó los conceptos de cálculo diferencial e integral, (lo hizo, sobre todo, para que los aprendiera uno de sus dos hijos, Louis Marie Florent du Chatelet) y publicó Las instituciones de la física que consta de tres volúmenes, entre otras obras.

Y enseguida, la marquesa evita los rodeos:

“¿Creeís, señor abate, que tales noticias, rigurosamente ciertas, no bastan para lograr mi gloria? Y si estas noticias, por su honestidad, no consiguieran acallar la curiosidad de los suspicaces como vos, también he protagonizado otros hechos amenos y sabrosos para la maledicencia. Mi matrimonio de conveniencia -pues la fortuna de mis padres había quebrado- con un marqués cuya edad doblaba la mía, melancólico y poco sensible a los goces intelectuales. El que poco después concertáramos uno de aquellos semidivorcios, tan frecuentes en la época y en Francia, quedando una y otro en libertad plena respecto nuestras conductas íntimas y sociales. Mi unión amorosa, durante diez años, con Voltaire, a quien adoré y por quien fui adorada públicamente, sin mermas y aun con excesos durante tan largo plazo. Mi último capricho amoroso con el capitán de caballería y poeta Saint-Lambert. Y le llamo capricho pues que yo no busqué en este fogoso joven el amor -que para mí siempre fue Voltaire-, sino la satisfacción de una apremiante necesidad fisiológica que ya no encontraba en la naturaleza canija y en los prematuros achaques de mi amado Francois. Como nunca fui timorata, ni me importó la opinión ajena, me despreocupé alegremente de ocultar los pecados de mi vida. ¿Que escandalicé con ellos? Lo comprendo. Pero en ocasiones, creo yo, se hace menos daño moral con la exhibición de una culpa que con la insinuación hipócrita de que esa culpa pueda existir. ¿No pensáis vos lo mismo, señor abate?”

También sin rodeos el abate replicó: preguntó si era cierto que lo que “hoy reputamos como obras de vuestra inteligencia, colaboró decisivamente vuestro amante Voltaire, por no decir que las escribió él, dándolas a la imprenta con vuestro nombre como ofrenda a la mujer que fue la gran pasión de su vida? Porque no creáis, mi respetada marquesa y señora, que semejante homenaje sea el primero que la Historia señala. En la antigüedad helénica, Sócrates y Platón, Antístenes y Pericles contribuyeron a la gloria intelectual de Aspasia de Mileto, de quien estuvieron prendados”.

Ese era el “rinconcito misterioso y hermético” al que se refería el abate, y por ello logró que la marquesa develara su secreto. Lo hizo de este modo:

“¿Que cuál es ese gran secreto de mi vida que la historia, en colaboración con los mejores de mis amigos, no supo descubrir? Éste: que fui yo quien primero tuve la idea de la publicación de una Enciclopedia, resumen de todos los conocimientos humanos basados exclusivamente en la razón.

“Cierto día de 1740 conocí en nuestro retiro de Cirey, donde le llevó su gran amigo Voltaire, al gran editor Le Breton. Quien nos confió, con gran entusiasmo, que pensaba traducir al francés la famosa Cyclopaeia de Efraím Chamber, publicada en Londres en 1728: y que había confiado la dirección literaria y artística de la empresa al erudito inglés Mills y al erudito alemán Sellius. Al oír estos nombres mi amado Francois soltó una de sus famosas carcajadas volterianas. Y como Le Breton, muy extrañado, le preguntase la causa de aquella súbita jocosidad, Francois lanzó furibundos insultos contra Sellius y Mills, calificándoles de asnos eruditos. Quedó muy disgustado Le Breton. Y compadecida yo de su ilusión rota, le aconsejé que, pues contaba con los medios económicos precisos para tan gran empresa, desistiese de traducir la obra inglesa y acordase realizar una monumental obra de inspiración y recursos franceses, cuyo modelo bien pudiera ser el Dictionnaire Historique et Critique de Bayle aparecido en París el año 1697. Para más entusiasmarle hícele historia de las obras semejantes que en el mundo habían alcanzado gloria y provecho, mencionando particularmente las tituladas: Luctoe Philologice et Mercurii, del africano Minneo, en el año 470; los Etymologiarum, libri XX de Isidoro de Sevilla, del 600 al 630; De Universitate, de Rabano Mauro, en el siglo IX; la Didascalia pandape, de Prellus, en el siglo XI; la Bibliotheca mundi, de Vicente Beauvais, en el siglo XIII; y algunas otras menos curiosas. A continuación le advertí que el nombre de enciclopedia apareció por vez primera en 1541, como título de las obras de Fortius Ringelbergius: Absolutissima Kyclopaedae. Escucháronme muy atentos Francois -con claro orgullo en su expresión- y Le Breton. Y cuando terminé mi pedante lección erudita, me rogó el editor le declarase brevemente la que debia ser idea primordial de la posible enciclopedia. Animada por las sutiles miradas de Francois, decidí declarar así; el espíritu que presidiría la composición de la obra sería el de independencia absoluta respecto de la autoridad, la tradición y la fe religiosa; confianza absoluta en la razón y creencia en el progreso; aspiraciones liberales y tendencias humanitarias. La libertad quedaría definida como el derecho que tienen todos los hombres para disponer de sus personas y de sus bienes sin otras limitaciones de las impuestas por el derecho natural, ya que por la naturaleza todos los hombres son iguales y participan de la libertad civil al someterse voluntariamente a la sociedad política. La enciclopedia debería marcar la transición entre el poder absoluto de los reyes y la nueva era de la libertad encarnada en el triunfo de la república democrática. La enciclopedia sustituiría la moral católica por una moral laica, y limitaría el papel de la revelación a cuanto nos es imprescindible conocer, quedando el resto hermético para siempre. La enciclopedia estimularía la lucha de la cultura y de la ilustración, contra la tradición y los prejuicios.

“Cuando acabé de hablar Francois y Le Breton me ofrecieron sus aplausos y parabienes. Y el editor marchó muy entusiasmado. Un mes después regresó a Cirey con Diderot y D’alembert, a quienes había encargado la dirección de la enciclopedia, para que éstos escucharan de mis labios mis anteriores razones y otras que pudiera añadir.

“Señor abate: os he revelado el gran secreto de mi vida, Desearía que lo reservaseis para vos, aun cuando no os pido juramento de ello. Quiero creer que ya no tendréis por qué importunarme más. Os deseo acierto en vuestra obra. Deseadme que jamás una mano indiscreta arroje una piedra al estanque inmóvil y limpio de mi serenidad”.

Tengo frente a mí la biografía de Voltaire, escrita por David Federico Strauss, es uno de los trabajos más precisos que conozco sobre la vida del autor de Mahoma. El periodo más feliz de la vida de Francois-Marie Arouet terminó el 10 de septiembre de 1749, cuando aún viviría casi 30 años. Aquel día en Cirey, el gran amor y el amante de la marquesa salieron juntos del lecho en el que la marquesa de 43 años sufría de una fiebre puerperal y padecía de un gran debilitamiento porque había sido madre de una niña apenas tres días antes. Nunca creyeron que al regresar encontrarían un cadáver. Así lo describe Strauss:

“Voltaire y Saint-Lambert fueron los últimos que se separaron del lecho mortuorio. Cuando aquel, transido por el dolor, abandonó la alcoba de la muerta, al bajar la escalera del castillo cayó desvanecido sobre el suelo, junto a la garita del centinela”

¿Cómo saben los historiadores y biógrafos que eso ocurrió el 10 de septiembre de 1749? Es sencillo, porque aquel día, al saber que la vida se le estaba escapando, terminó la traducción de Philosophiae naturalis principia methematica, de Newton, y escribió esa fecha. Gabrielle Émille de Breteuil fue consecuente hasta el último instante de su existencia. Ignoro si eligió la ausencia del hombre al que adoró o la de quien dedicó los últimos desfogues de sus besos, pero de lo que sí estoy seguro es que al terminar su traducción, su alma, como ella quiso, consiguió “esa tranquilidad luminosa de los estanques escondidos”.

(Ojalá hubiera querido la fortuna que, en esos momentos, no sé, llegaran a sus oídos los conciertos de Brandenburgo de su querido Juan Sebastian.)

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