viernes 19 abril 2024

Los “prodigios” del liderazgo carismático

por Pedro Arturo Aguirre

Estados Unidos vive una etapa crítica de su historia. Donald Trump, el “presidente bebé”, hace tremendo berrinche por haber perdido las elecciones, pero eso no es lo más grave. A final de cuentas, todo el mundo conoce la abominable personalidad del presidente. Lo verdaderamente temible es la actitud del Partido Republicano en su aparente condescendencia ante los caprichos del señor. Sin esta complacencia los frívolos intentos de Trump de robar “de alguna manera” la elección se hubiesen venido abajo desde el primer momento y no pasarían de ser un desahogo útil solo para que el gran megalómano pueda racionalizar su derrota. Eventualmente, eso es lo que va a pasar. Los republicanos no “quemarán la casa” (todavía) y tarde o temprano orientaran a su atrabiliario presidente a resignarse al resultado arrojado por las urnas. Pero, por mientras, hacen el juego a la antidemocracia y ponen en grave peligro a las instituciones e incluso a la seguridad nacional de Estados Unidos.

Ilustración de Doug Chayka; fotografías de Erin Schaff/The New York Times

Algunos republicanos, como el impresentable senador por Carolina del Sur, Lindsey Graham, han respaldado de todo corazón las mentiras de Trump. Sin embargo, los de más peso, como el vicepresidente Mike Pence y el líder senatorial Mitch McConnell, han manifestado “solidaridad” con el presidente sin apoyar del todo sus teorías conspirativas, de alguna manera preparando el terreno para cuando tengan que hacer entrar en razón al jefe. Sin embargo, no haber actuado de forma decidida en defensa del régimen democrático desde el primer momento es un síntoma (uno más) del creciente abandono a la democracia liberal por parte del Partido Republicano. La periodista Anne Applebaum, en su libro de reciente aparición Twilight of Democracy: The Seductive Lure of Authoritarianism (El Crepúsculo de la Democracia: El seductor señuelo del autoritarismo) habla de cómo algunos partidos de tradición democrática han terminado por convertirse a lo largo de todo el mundo durante este tiempo de nuevos autoritarismos en instrumentos de líderes autoritarios y populistas. En el caso de Estados Unidos, la forma como Trump doblegó al Partido Republicano es fascinante. Al comenzar la extravagante campaña presidencial de 2016 nadie apostaba un céntimo por el éxito del magnate, pero éste fue creciendo imparable en las encuestas y se llevó la nominación muy a pesar del propio establishment del Partido Republicano. Desde entonces, narciso se ha devorado al partido y lo empieza a hacer a su imagen y semejanza. A fin de cuentas, Trump es un Frankenstein creado por los propios republicanos, quienes optaron durante la presidencia de Obama por incidir en una oposición radical, intransigente y militante, por completo ajena a cualquier posibilidad de negociación o compromiso con “el enemigo”. También llevaban ya muchos años prohijando las posturas extremas de los fundamentalistas cristianos, de los defensores a ultranza del derecho a usar armas y de los anti-inmigracionistas, entre otros fanáticos. Ahora los republicanos son rehenes de la narrativa de fraude electoral de Trump, la cual ha reforzado la radical y maniquea visión del mundo de buena parte de su base electoral.

Ante los ojos de millones de votantes de Trump el gobierno de Biden será ilegítimo. La del fraude electoral será una más de las absurdas teorías de conspiración que alimentan su imaginario colectivo, las cuales tanto contribuyen a minar la confianza y la buena fe en las relaciones políticas de Estados Unidos. Los republicanos “de a pie” terminarán tras todo este proceso aún más furiosos y engañados de lo que estaban. Nada les quitará la idea de que la elección fue robada y de que el Partido Demócrata es malvado per se, y, por supuesto, no será Trump quien pretenda sacarlos del error, al contrario, narcisista irresponsable, insuflará todavía más los ánimos para fortalecer sus objetivos personales a futuro. Sólo piénsese en lo que ello significa. Millones de estadounidenses considerarán a los demócratas la encarnación del mal, dejarán de creer en su gobierno y sus instituciones e incluso en los medios de comunicación tradicionales, ahora incluida la mismísima cadena Fox, la cual se ha negado a secundar con ahínco al presidente en sus alegatos de fraude. Pensarán que todo esto es parte de una conspiración deliberadamente construida para robar la presidencia. Y ese tipo de sentimiento, esa convicción de que los adversarios políticos no solo están equivocados sino que son malvados y traidores siempre es útil para crear una masa muy aprovechable políticamente, hoy y en cualquier momento en el futuro, por parte de líderes inescrupulosos del tipo de Donald Trump.

A nivel global, la derrota de Trump podría generar la esperanza de un “principio del fin” de la moda populista que hoy atosiga al planeta, pero más bien se corre el peligro de que ésta actitud de “mal perdedor” envalentone aún más a los autoritarios de todos lados para sostenerse en el poder por encima de las reglas del juego democrático y “a nombre de la voluntad del pueblo” en contra de elites “misteriosas y perversas”.

No hay populismo sin “Pueblo”, sin electores manipulados por la propaganda simplificadora y el discurso maniqueo diseñado para conectar con los sentimientos y las pasiones. No hay populismo sin una masa ávida de proyectar sus frustraciones en un caudillo, de identificar autoridad con “mano dura”, de equiparar proyecto con revancha, desarrollo con asistencialismo y patriotismo con militancia. Millones de estadounidenses creen a pie juntillas las mentiras de un megalómano vulgar y mitómano y cosas muy parecidas suceden en una creciente cantidad de países, incluido México.

Tal preferencia de las masas de las verdades alternativas ante la realidad objetiva nos obliga a formularnos preguntas:

¿Realmente tenemos vocación por la legalidad y la democracia, o nuestras inclinaciones van por un gobierno vertical y suponen un íntimo fervor por el autoritarismo?

¿Somos racionales o preferimos la comodidad de creer en los “prodigios” del liderazgo carismático?

¿Somos ciudadanos plenos, cuidadosos de nuestras libertades y  responsabilidades, o tras la apariencia de “ciudadanía” ocultamos rezagos de viejas servidumbres?

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