lunes 15 abril 2024

Pastorela

por Juan Villoro

En 1980 manejé un Vocho a Tepoztlán con una piñata llena de cohetes. Iba a participar en una pastorela y mi misión consistía en aportar el coche, preparar tortas de pavo y encender fuegos artificiales cuando el Niño Dios llegara al pesebre.

Para ser aceptado en la excluyente Célula Teatral Caléndula aseguré que conocía la receta de la torta especial de pavo de Los Guajolotes. “Hay mejores torterías”, dijo el actor que representaba a San José y se untó pachulí para subrayar su indiferencia. Sólo me aceptaron cuando saqué una bolsa que ninguno de ellos conocía y que requiere de explicación. Un año antes, Francisco Hinojosa y yo habíamos ido a Nueva York, donde peregrinamos de tienda en tienda hasta conseguir un pedido de su abuela: roast-in bags para hornear pavos. Por extraño fetichismo me había quedado con una de esas bolsas en espera de que el destino justificara mi decisión. En 1980 la Providencia se presentó con el nombre de Sandra, actriz de la pastorela.

La conocí en una fiesta en la que alguien de la Célula dijo que necesitaban un chofer-cocinero. Encendí un Camel para generar una pausa (sin darle el golpe porque no sabía fumar) y hablé de pavos. La bolsa de horneado adquirió en mi mente el rango de Cosa Única y decidí sacrificarla por la chica a la que atribuía el papel de Ángel.

Fui sometido a un casting riguroso, como si mi papel fuera el más difícil de representar. San José criticó en tal forma mi Vocho que supe que también él estaba interesado en Sandra. El Diablo zanjó el tema, sugiriendo que además de manejar y hacer tortas me hiciera cargo de los cohetes (lo cual implicaba comprarlos).

Total que llegué a Tepoztlán con una piñata explosiva, un pavo que se había descongelado en el camino, condimentos de todo tipo y una bolsa llena de teleras compradas en la panadería de la colonia Nápoles que abastecía a Los Guajolotes.

La Célula había llegado antes para ensayar. La Virgen y el Arcángel me llevaron a un cuarto de piedra bastante oscuro. Supe que era la “cocina” porque había cáscaras de naranja y platos de cartón en el piso. En vano busqué algo que representara un horno. Me dispuse a aceptar mi derrota con el argumento de la selección nacional: “No se dieron las condiciones”, pero el Diablo llegó en mi auxilio. Había acampado con los Amigos del Bosque y en unos minutos improvisó una fogata. Comeríamos “pavo a la leña”. Mi bolsa de importación resultó innecesaria y durante una hora me dediqué a soplar. Cuando alcé la vista, encontré al elenco vestido para la pastorela. “¿Qué crees?”, dijo el Arcángel: “¡No era en Tepoztlán, sino en Tepotzotlán!”.

En forma involuntaria yo también estaba disfrazado. Tenía la cara llena de tizne y no tuve tiempo de lavarla. Abordamos los tres coches en los que haríamos la travesía. “Falta Sandrita”, dije antes de arrancar el mío. “Va en el Valiant”, fue la respuesta. Entonces supe que ella no actuaba de Ángel, sino de Ermitaño, con unas barbas postizas que le llegaban hasta el ombligo.

Mi Vocho llevaba a tres Pastores en el asiento trasero y la piñata en el delantero. Volver de Tepoztlán al DF y recorrer el Anillo Periférico fue demasiado para un motor que ya había vivido sus mejores días. Diez kilómetros antes de llegar al delirio barroco de Tepotzotlán una nube de humo blanco anunció la defunción de mi vehículo.

No había manera de avisarle a los otros que estábamos varados. Ellos llegaron a la meta, esperaron media hora y en vez de hacer la representación sin Pastores, tomaron una decisión que no ha dejado de intrigarme: volvieron por nosotros.

Sandra me encontró junto a mi incomprensible motor, con el rostro ahora tiznado de humo blanco, y se abrazó al Diablo. Él le acarició la espalda con lenta familiaridad.

San José escupió un hueso de tejocote y dijo algo que no quiero repetir.

Me vieron como lo que era: el Colado que impide el triunfo del Bien. Saqué los cigarros con los que aparentaba seguridad, encendí un Camel y logré un efecto inmediato, aunque no el que quería. Mi cerillo fue a dar a la piñata de los cohetes. Todos corrieron, menos el Diablo. Con insólita presencia de ánimo abrió la puerta, tomó la piñata por el mecate y la llevó hasta una zanja donde el desagüe creaba un riachuelo.

Sandrita se quitó las barbas y lo besó apasionadamente, concluyendo la pastorela en la que fuimos vencidos y rescatados por el Diablo.


Este artículo fue publicado en Reforma el 21 de diciembre de 2018, agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.

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