viernes 19 abril 2024

Pasquineros, Jesús y otros fanáticos

por Óscar Constantino Gutierrez

Pasquino era el nombre de una estatua de Roma, en la que solían fijarse libelos o escritos satíricos. De ahí proviene el término pasquín, para referirse a dos objetos muy distintos entre sí: a un “escrito anónimo, de carácter satírico y contenido político, que se fija en sitio público”; y a una publicación “con artículos e ilustraciones de mala calidad y de carácter sensacionalista y calumnioso”.

Así, un pasquinero es un articulista que publica una calumnia mediante un texto sensacionalista, de mala calidad. A esa mala obra se le denomina libelo, es decir, un “escrito en que se denigra o infama a alguien o algo”. En síntesis: un pasquinero calumnia mediante la publicación de libelos.

¿Y por qué suele calumniar el pasquinero? Por la misma razón por la que las moscas se posan vorazmente en el excremento: por hambre. No se puede descartar que el tramposo disemine falsedades porque tiene su propia agenda de odio, pero lo usual es que el pasquinero sea una pluma a sueldo, un mero sicario de la mentira, un mercenario de la infamia.

Y lo único que nos salva de los pasquineros es que suelen ser vulgarmente burdos, toscos en sus embustes. Sus inexactitudes telegrafían sus motivos y mandantes. Pero, cuando el insidioso mendaz tiene algo de sofisticación, su veneno es como el arsénico administrado a Napoleón en Santa Elena: mata sin que la víctima se percate de la intoxicación escalonada que padece. Carlos Denegri es el prototipo del perjuro elegante, una especie de Fantomas de la mentira y la injuria. No publicaba sus farsas en un medio sensacionalista y calumnioso, con artículos e ilustraciones de mala calidad, sino en Excélsior, el diario más prestigioso de México. El insidioso disfrazado de periodista decente es el más nocivo, no el esbirro de poca monta, al que en México se solía llamar chayotero, hasta que la 4T deformó el término para utilizarlo como descalificativo de cualquier opositor del régimen de López.

Los pasquineros son como los delincuentes de pandilla, pero en lugar de una navaja blanden una pluma: amenazan y extorsionan con textos, a veces publicados —que anuncian algo peor—, a veces con borradores —como los personajes de Eco en Número cero— o con un ataque directo —que busca una conducta, “para parar el asunto”—. Hay pasquineros que son meros ejecutores —no negocian con sus víctimas— y hay otros que son operarios del chantaje. En cualquier caso, el autor intelectual de la calumnia usa a la prensa como herramienta de ataque: informar verazmente jamás está entre los objetivos del pasquinero o sus patrones, busca anular a un adversario, acallar una opinión incómoda, ejercer presión para que alguien actúe en determinada forma o presionar a quien investiga.

Un buen calumniador está bien informado: el “sistema” de Denegri, en una época en que las computadoras aún no eran herramientas usuales, es el ejemplo típico de que el dato sirve con cualquier tipo de tecnología, incluso la más rudimentaria. Los pasquineros suelen ser más corrientes, dependen del pitazo, la delación, el rumor o el chisme. Muchas veces publican libelos difusos, no porque oculten datos “para después”, sino porque el escritor no tiene más que aire en las manos: la destreza del pasquinero radica en que los lectores no sepan si le está haciendo al misterioso, carece de mayor información o si sólo se parece a los “investigadores chinos” del chiste mexicano del siglo pasado.

La Cuarta Transformación, mediante la cancelación formal de publicidad oficial, ha propiciado el crecimiento del negocio de la calumnia pagada. No sólo a través de las redes sociales (con troles, sockpuppets, youtubers de baja ralea y granjas de bots), sino mediante los medios tradicionales, en los que viejos artesanos de la difamación reviven, ante la necesidad de los políticos de anular a los adversarios o al auténtico periodismo.

Se podría haber creído que las nuevas tecnologías mandarían al museo a los pasquineros, pero no han muerto, sólo se transformaron y gozan de cabal salud: la censura de la información veraz y de la crítica periodística, ahora se apoya en mercenarios que cambiaron el panfleto de poste por el blog con falsedades, el tuit con ataques o el video con calumnias. Existe un mercado de la mentira, de la propaganda y la inmundicia, que está en plena expansión.

En lo nacional, a Jesús Ramírez Cuevas se le señala como el puppet master de pasquineros de distinto color, calidad y estirpe, desde los de pretensiones intelectualoides —como Gibrán Ramírez, John Ackerman o Hernán Gómez—, hasta los que parecen cómicos de carpa, como los impresentables que, en las mañaneras de López Obrador, hacen preguntas a modo, alaban al líder o piden investigaciones financieras contra periodistas y activistas… o como los youtubers que hacen de la mugre, patanería y fake news su marca distintiva. Este fenómeno se replica en los estados, donde magistrados y políticos de riqueza inexplicable contratan reporteros de televisión y prensa escrita para que sean sus golpeadores o guaruras mediáticos.

No debe extrañar este fenómeno repulsivo. Ante la evidente falta de Estado de Derecho, que habilita a los canallas de la infamia, no falta el interesado en pagar calumnias a la medida: los solicitantes de los servicios de esos matones mediáticos abarcan desde el cliente individual, hasta los gobiernos, que ven en estas actividades una forma alternativa de política de medios. A la Administración de López debemos que los pasquineros, como las ratas, hayan salido de sus escondrijos. Tendremos que esperar un cambio de régimen para que los sicofantes a sueldo regresen a sus guaridas.

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