jueves 25 abril 2024

Nuestra modernidad nació del espanto

por Ricardo Becerra Laguna

Una conspiración (“acción concertada”, para los técnicos y los abogados) asesinó a Luis Donaldo Colosio, el entonces candidato presidencial del Partido Revolucionario Institucional el 23 de marzo de 1994. Un cuarto de siglo después, es decir ¡una generación completa después!, en México, el rumor público dominante sigue siendo ese: desde lo más alto y oscuro del poder, salió la orden de matar a Colosio.

Hay muchos elementos que explican ese fenómeno pero ciertamente no proviene de los hechos mismos, ni de la propia investigación y ni siquiera de la polvosa nube que conecta –de modo intercambiable- a los supuestos culpables: casi siempre el ex Presidente Salinas, con frecuencia José Córdoba Montoya, el ex Presidente Zedillo, una imprecisa constelación de narcotraficantes, priistas locales enfurecidos porque “había entregado” el estado de Baja California al Partido Acción Nacional (la primer gubernatura ganada por la oposición en 1989) y varios villanos posibles e imaginables.

Soy lo suficientemente viejo como para registrarlo y me parece que ese trágico episodio es uno de los acontecimientos históricos que más artículos, libros, reportajes, ahora series de televisión de alcance mundial, ha producido. En todo ese lapso de tiempo, la propia carrera política de Colosio, sus antecedentes biográficos, los cargos que ocupó y las decisiones políticas que realmente tomó, a menudo se han evaporado en medio del polvoroso morbo mediático que su muerte disparó, insisto, ya por toda una generación.

25 años después y henos aquí especulando acerca de las zonas pobres y el narcotráfico en Tijuana, Lomas Taurinas, la falta de un cuerpo de seguridad del candidato, las balas y la cantidad de disparos y de armas utilizadas o no para hacer los dos disparos, las enredadas y muy ramificadas conexiones de los policías terrenales con “los de arriba”, los del poder político, el castigo a la desobediencia de Colosio, la indagatoria paralela del FBI e incluso las guerrillas centroamericanas en extinción.

Y nuestra prensa de los últimos días: periodistas jóvenes y aún más viejos que yo, ansiosos por demostrar que tras el magnicidio, cómo no, existió una conjura casi diabólica que señala al pináculo del poder salinista.

Ayer, lunes 25, en La Crónica, Raúl Trejo hablaba de todo esto y de cómo, en buena medida, aquel evento (más el alzamiento armado y zapatista en Chiapas, ocurrido apenas 3 meses antes, en ese mismo 1994) inauguró el tipo de opinión pública –esa sí hegemónica- que marca decisivamente nuestra época. Escribió Trejo: “Los idus de aquel marzo envenenaban el intercambio social y político. La murmuración y la desconfianza, las descalificaciones e incluso las persecuciones infundadas, descomponían desde entonces el escenario nacional. La suspicacia —como ahora— reemplazaba a la evidencia. Un cuarto de siglo más tarde, en circunstancias diferentes, parece que no hemos aprendido a reconocer los costos de tales excesos. Tiene razón.

Algo similar había dicho Héctor Aguilar Camín en su “La tragedia de Colosio” (una novela sin ficción, 2004), solo que al revés: “La de Colosio, es una historia central del siglo XX, un sangriento canto del cisne de todo un sistema político… la novela sin ficción de Colosio, tan próxima aún a la memoria colectiva, es un espejo catártico de la tragedia que puso fin a una época”.

Arranque o fin, clausura o inauguración de era, ambos coinciden: en aquel año algo terminó para dar paso a un tipo de sociedad, de política y de cultura en las que los mexicanos todavía vivimos.

Cuatro hijos del espanto

Tratar de entretener, recordar, evocar aquel magnicidio muestra sobre todas las cosas, la inutilidad radical de la justicia en México, de sus aparatos de investigación, de sus profesionales, de sus hábitos y de su fracaso (posiblemente el principal fracaso del Estado mexicano).

Aún así, la memoria de Colosio y el coctel explosivo de todos aquellos acontecimientos agitados deberían llevarnos a dimensionar la enorme importancia de lo ocurrido ese año por sus consecuencias gigantescas, para una generación (la mía, más o menos). ¿A qué me refiero?

I) La sociedad de 1994-95 es la sociedad de la mayor mutación (y explosión) de la libertad de expresión en México. O sea: allí empezamos a ser como somos hasta hoy, en nuestra conducta y conversación públicas. Y este gran fenómeno ocurrió detonado por el alzamiento del EZLN, el asesinato de Colosio, las elecciones de aquel año, el asesinato de Ruiz Massieu y claro: la gran crisis, la peor desde la gran depresión de los años 30. Incluso diría: la confusión, los diablos sueltos, la propalación de rumores, la enorme e invencible desconfianza, son síntomas de una sociedad que estaba estrenando su libertad de expresión y no sabía muy bien como manejarla (aún hoy).

II) 14 millones de mexicanos fueron arrojados a la pobreza como secuela, resultado de la sucesión de acontecimientos. Fue la peor crisis económica desde 1929 y ya no se podía endosar a la “irresponsabilidad populista”, sino que era hija, directamente, de la fragilidad y los malabares financieros del nuevo arreglo neoliberal. Para decirlo en una nuez: todavía hoy, los mexicanos no recuperamos el nivel de ingreso alcanzado hasta antes de esa hecatombe económica. El rostro de nuestra moderna pobreza (especialmente la urbana) fue pintado en aquel lienzo de 1994.

III) Las mujeres salieron al quite y en bola, abandonaron su tradicional rol en el hogar. En los años que siguieron la familia idílica con Mamá lavando platos y puesto el delantal, se esfumó, para dar paso a esas señoras que viajan en el transporte público, más o menos arregladas, para ganarse la vida y apoyar el ingreso de millones de hogares. Una enorme consecuencia social de implicaciones históricas.

IV) Y algo más: sea por responsabilidad o por miedo, el PRD (la izquierda mexicana) entró por primera vez a las negociaciones electorales, el sistema comicial mutó a gran velocidad (en cuestión de semanas) y lo que antes era “innegociable” para aquel priismo, ahora se convirtió en una colección de llaves que abrieron compuertas y salidas francas para un IFE renovado de arriba abajo, pero consciente como nunca de su sencilla y crucial misión: hacer valer y respetar la voluntad popular. En ese año, el sufragio efectivo, fue garantizado por primera vez.

Todo esto acaso sea más importante que el lío entre las élites, sus frecuentes intrigas su deliberado no-contacto con la realidad social, sus ensueños modernizadores y sus ansias de posteridad (los entresijos de la disputa interna del salinismo se pueden ver en Nexos núm. 433, febrero de 2014).

La libertad de expresión y la libertad de prensa (con todas sus patologías, nacieron aquel año); el país produjo más pobreza que nunca, en un episodio tan corto y catastrófico y aún hoy, no puede recuperarse; 3) la mujer salto a la vida productiva, se hizo de la libertad individual, comenzó a sobresalir, a importar mucho más y a mandar en la casa. Nuestro machismo sufrió entonces una de sus principales derrotas históricas y, 4) la democracia mexicana vivió su primer gran ensayo nacional, convirtiéndose de ley y de facto, en la única respuesta efectiva y creíble a la violencia y a los endemoniados que la invocaban con gusto.

Como ven, el mío no es un entretenido relato policíaco, pero si intento llamar la atención, sobre el telón de fondo –a ratos espantoso- que se cinceló en México hace un cuarto de siglo, y por éstos días.

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