jueves 18 abril 2024

Nomás en las películas

por Nicolás Alvarado

Escribir es uno de mis oficios, no el único. Dedico parte de mi tiempo a la producción porque me ofrece un mejor sustento que el muy modesto que me da la escritura pero también porque disfruto el esfuerzo colaborativo. Me gusta tratar con camarógrafos y sonidistas, escenógrafos y vestuaristas, ingenieros de sonido y músicos. El trabajo en equipo me permite observar de cerca la condición humana y aprender de personas con formaciones y visiones distintas a la mía. Me maravilla la maquinaria bien aceitada de una producción que funciona. Y me conmueven los esfuerzos individuales de personas menos dilettantes que yo, la pericia que exhiben en tareas especializadas.

Cauto al grado de la paranoia –y, además, hipertenso casado con diabética–, el miedo al contagio me ha hecho observar un confinamiento riguroso. He trabajado estos meses en varios proyectos pero todo por vía remota: veo a mis colaboradores en la pantalla, discutimos y bromeamos, intercambiamos documentos, avanzamos. En teoría, nada he tenido que extrañar.

En ese estado del alma me encuentro cuando recibo una llamada: un director al que admiro me invita a hacer una pequeña participación representando mi propio papel en un proyecto suyo. Mis escenas se filmarían el 16 de agosto. Aceptar equivale a participar en el primer día del primer rodaje de una ficción producida en el México del Covid.

Formulo decenas de preguntas, todas sanitarias. En unas horas devengo experto en las virtudes de la luz ultravioleta versus las de las sales cuaternarias en la sanitización de micrófonos. Impongo condiciones no de Greta Garbo sino de Howard Hughes. Pese a las reservas y los miedos, acepto. No porque me honre –que me honra– la invitación de ese director aclamado, sino porque la ocasión se antoja histórica.

Tres días antes, me someten en casa a la prueba PCR. El día del llamado me recoge un chofer –el único otro ocupante del vehículo– que me toma la temperatura. Llego a la locación. Nueva toma de temperatura. Mi cubrebocas es sustituido por un N95. Me es entregada con guantes una mica protegida por dos plásticos autoadherentes: debo yo mismo retirarlos, pasar un armazón por sus orificios, colocarme la careta ya armada. Me muestran el área de comida: todo el personal lleva careta, cubrebocas y guantes; las fuentes con alimentos se ubican tras parapetos plásticos, idénticos a los que dividen el espacio para cada comensal, que dispone de una ventanilla enmicada para poder conversar con el compañero de mesa. No desayuno –mi cautela no tiene límite– pero diré cursimente que acompañar a través del plástico a un colega a hacer lo propio me alimenta.

Entrar al set supone un nuevo rocío de gel antibacterial y pisar un tapete sanitizante. Todo el crew lleva cubrebocas y careta todo el tiempo. Igual los actores mientras ensayamos. Terminado el ensayo, salimos por otro acceso, somos aislados en cámpers individuales. La maquillista, sola en el suyo, nos recibe uno a uno. Volver a la locación es reiniciar el ritual higiénico: temperatura, nuevo cubrebocas –azul para no estropear los afeites–, gel. Volver al set es repetir el procedimiento. La escena está dispuesta para que todos guardemos metro y medio de distancia. Sólo al momento de rodar retiraremos –y sólo los actores– cubrebocas y careta. Volvemos a ser aislados entre cada set-up. Pese a ello, logramos grabar mis dos escenas antes de la hora de la comida. Es un wrap para mí. No para ellos: les quedan ocho semanas de rodaje en estas condiciones.

La maquinaria funciona. Y me conmueve. Por el profesionalismo y la diligencia del equipo multidisciplinario, como siempre, pero ahora además por las ganas de trabajar pero también de cuidar, por el compromiso para hacer la vida pero también para preservarla. Diré sin temor a reincidir en la cursilería que ese crew es un ejemplo: así debería funcionar México hoy, como una maquinaria aceitada y solidaria, con una cabeza clara, ordenada y responsable.

Nomás en las películas.

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