miércoles 24 abril 2024

Menopáusica vs. veinteañeros

por Orquídea Fong

Inevitablemente, en este texto hablaré profusamente de mi persona, no con ánimo protagónico (que no es precisamente que sea algo que se me dificulte), sino con la finalidad de dar una mejor perspectiva de las cosas.

Escribo desde el piso 15 de un edificio inteligente. Desde mi ventana (amo decir “mi ventana”, es tan romántico) veo una honda barranca y más y más edificios, no sé si inteligentes o tontos, porque no nos han presentado, pero sí son altotes e impresionantes, llenos de ventanas. Muchas ventanas.

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Soy Orquídea, tengo 46 años y soy menopáusica. Antes de que digan “ay, ¡noo! ¡aún estás muy joven!”, debo aclarar que no afirmo ser menopáusica para que me digan que me veo joven (aunque varias semanas levantándose a las 6 de la mañana borran la juventud), sino porque me vienen unos calorazos que me suben por toda la rabadilla, y se concentran en la nuca mientras siento que odio a toda la humanidad en su conjunto, pero en particular a las niñas de veintitantos que tienen frío mientras a mí me devora el infierno.

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Hoy en la mañana, nuevamente, en la oficina hubo duelo de pistolas Nerfs (googleen, por fas), ritual que, me he apercibido, es obligado a primera hora, como manera de activar el cerebro y la musculatura, de cara a la dura y estresante jornada que impone toda agencia de marketing y publicidad. (No lo digo irónicamente).

El segundo ritual es comer. Comer mucho. Los chicos y chicas de veintitantos se turnan al teléfono para pedir tortas o platos de chilaquiles a la cafetería del piso 5, o se calientan lo que traigan de sus casas en el horno de microondas. Yo no he participado en el duelo, pero (¡oh, señal de que voy siendo aceptada!), ya alguien me dijo que “todos” debemos tener una pistola, para no andar turnando las únicas dos que hay. Otro más agregó que cuando eso pase, podríamos muy bien hacer guerra de trincheras, cada uno desde su lugar. Pude pintar la escena en mi mente. Fue hermoso.

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Me dio gusto ver que en el duelo de hoy ya se cumplieron debidamente las formalidades que pertenecen a un duelo. Bueno, no todas. Nadie abofeteó a nadie en la cara con un guante de piel de cabritilla, pero sí hubo desafío al decirse cosas como “¡Éntrale, puto!” y con eso me doy por bien servida, siempre y cuando se pongan espalda con espalda, den cuatro pasos al frente, media vuelta y sin trampas, disparen al mismo tiempo.

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Eso de los cuatro pasos se los dije yo, un día antes, escandalizada por el desorden con que simplemente, daban inicio a los disparos. Formalidad, muchachos, les pedí, carambas.

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En eso del cansancio, vamos parejos todos. Aunque calculo que podría ser madre de la mayor parte de los aquí presentes, no hay uno que no venga perdido de sueño cada mañana y se vaya muerto cada tarde.

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Cuando llegué, ya tenía una larga tradición la leyenda del queso. En la pared se podía leer “¡No te lleves mi queso!”. No pude sino pensar en esa fallida obra de “autoayuda” llamada ¿Quién se ha llevado mi queso?, pero decidí que no podía tener relación con ello.

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Cosas lindas que se ven aquí: tres manzanas arriba del refri. Una de ellas, medio desconchinflada y un post-it pegado a ella que dice: “Perdón, se me cayó tu manzana, te compré otra”. Las niñas siempre son así.

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Días más tarde me enteré que el post-it a la manzana lo pegó el mismo chico que organiza, con bravura, los duelos de pistolitas. Señal de que los roles de género no son lo que eran y qué bueno, la mera verdad.

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Esto de los bochornos me da pena. Llego, enciendo el aire acondicionado y fijo el termostato a 21 grados. Pero todas se quejan de frío. Y le apagan. ¿En qué universo 21 grados es frío?, pregunté una vez, en voz alta.

“En Venus o Mercurio, los planetas más calientes del sistema solar. Y que conste que ni siquiera te estoy hablando de otro universo”, me respondió otro, un compañero que me hará pagar todo el karma que aún debo. Yo que creía que vivir en Tláhuac me había dejado con saldo a favor, pero ya se mira que no.

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Me enfrenté al público: “A ver, yo le prendo al aire y ustedes le apagan. ¡Muero de calor! ¿No entienden que soy una mujer mayor?”. Grandes carcajadas. Al parecer la expresión “mujer mayor” es muy graciosa. Agregué: “Hay una cosa muy fea llamada menopausia”. Más risas. Y ya. Fin de la atención a mi problema. Hay mucho trabajo y todo es urgente.

La guerra de prende-apaga el aire tendrá que ser infinita. Es una misión que he decidido aceptar.

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Papelito pegado en el refri: “Compañeritos Godínez, no se roben la comida de los demás, no sean así”. Oh, me dije, es uno de esos lugares. Y yo sin cajón con llave donde esconder mi café. Galletas no, porque estoy a dieta.

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Para llegar a este lugar (todo mundo dice “subir aquí”) es necesario viajar una hora desde el metro más cercano. La empresa pone un transporte que llega a las 7:50 y parte a las 7:52, exactas. Es una dicha muy grande llegar antes que el autobús y abordarlo con toda calma, sentarse en asiento doble y dormir todo el camino, pero es una dicha aún mayor llegar reventando pulmón cuando ya está arrancando, y darse cuenta que el “chof” se espera a que uno llegue. Ya me pasó. Desde aquí: “¡gracias chof!”.

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Y es que la opción a no alcanzar el camioncito es subirse a un taxi de la muerte. Dios misericordioso me libre siempre, todos los días de mi vida.

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Lo que más les ha llamado la atención a mis compañeros de trabajo no es (como en otros lados donde he estado), mi apellido, sino que tengo hijos. No soy la única mamá aquí, por cierto, pero por alguna razón, saber que lo soy les da una morbosa curiosidad, como si tuvieran enfrente al último rinoceronte blanco, o algo así.

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Cuando vino el muchacho de las obleas y los quesos, el martes pasado, pude armar la totalidad del cuadro. Hablo de la leyenda del queso. Una de las chicas más simpáticas se acercó a comprarle y le dijo: “Amigo, qué bueno que viniste, el queso que vendiste la semana pasada ni lo probé, me lo robaron”.

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(Tres semanas después)

Dejé este pequeño recuento de eventos durante varias semanas, debido a que, como dije arriba, hay mucho que hacer y todo urge. Haciendo cuentas, ya son seis semanas de que se robaron el queso, pero sigue la herida abierta. Pude escuchar a la víctima quejarse mientras esperábamos el autobús. Alguien me dijo que antes del queso nunca se habían robado NADA. Pero ahora, por culpa de ese deshonesto adorador de los lácteos, la gente piensa que “las cosas ya no son como antes”.

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Actualmente ya no estoy en el piso 15. Fui trasladada al piso 19, en donde me dieron un escritorio hermoso y un mueblecito de cajones que perteneció a otra persona y que, por lo que se mira, salió de manera urgente, ya que dejó ahí valiosas pertenencias (que me apropié), a saber:

-Una muñequita de las chicas superpoderosas.

-Un tazón y una taza.

-Muchos sobrecitos de cátsup, salsa de soya y salsa picante.

-Un CD de Daughter of Cloud (¿?)

-Una bolsa de globos.

-Pepto bismol, alka seltzer y analgésicos contra el cólico menstrual.

-Un letrerito de “Feliz Cumpleaños”.

-Dulces y chicles petrificados.

Post-its de colores.

-Un barniz de uñas azul.

-Un pritt seco, un sacapuntas bueno, plumas y colores.

Le di uso adecuado a todo, excepto a los analgésicos contra el cólico, ya que, como he dicho, soy menopáusica y pues, #feliz

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ODIO con toda mi alma el olor a camión y que se me pegue al cabello. Desde que trabajo aquí me expongo mucho a ello.

Por eso, para andar en la calle me pongo una pañoleta en la cabeza para protegerlo, y extrañamente, en cuanto lo hago dejo de parecer china y parezco iraní. La gente me mira alarmada, y juro que casi oigo sus pensamientos: “¿No será terrorista?”. Pero luego me escuchan decir, en cualquier puesto: “Déme tres de suadero con todo”, y se les pasa.

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Aquí en el piso 19 ya no hay duelo de pistolitas. Lo que rifa es el futbolito. Los jugadores están pintados, unos como del América, otros como del Cruz Azul.

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Después de años y años he reingresado a la categoría que no sé quién bautizó como “Godínez”. Tal vez con ánimo despectivo, quizá con uno lúdico, el caso es que a quienes venimos diario a una oficina se nos dice así.

Es parte de la normalidad de mucha gente. Es parte de la normalidad que muchos años se me escapó debido al largo tiempo que estuve imposibilitada para trabajar.

“Mami, ahora sales tan temprano y llegas tan tarde, trabajas mucho y no te enfermas. Antes con tan sólo un día de salir a donde fuera durabas tirada una semana, sin poderte mover”, me dijo mi hija. “Ahora eres NORMAL”.

Y perdón que me ponga sentimental. Para mí es un regalo poder salir todos los días, batallar con la gente en el metro Tacubaya (“¡Estúpida, mi chancla, idiota!”), pensar en que, por fin, a mi edad, tengo un futuro que construir, a golpe de tecleo (soy una obrera del lenguaje, una textoservidora), que ya se acabó el tiempo aquel de no contar con el minuto siguiente. No es ningún misterio: soy epiléptica y ahora estoy bien medicada.

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Cada que recorro el largo camino imagino que pareciera que alguien convocó a un concurso de edificios feos y montones y montones de concursantes se dieron cita aquí, en esta extraña zona de la Ciudad de México. No hallaría a quien darle el primer lugar.

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Aquí en el piso 19 ya nadie se queja por el frío, por la sencilla razón de que muchas salidas de aire están canceladas. Por más que le bajo al termostato, sigo en medio de vaharadas de calor. Así que ahora vengo a trabajar en huaraches, blusas sin mangas y faldas frescas. Las veinteañeras, en tanto, conservan puestos sus suetercitos. Hasta parece que la joven soy yo.

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Dos elementos concurren en reforzar mi ilusión de falsa juventud. Uno, es el calorón que siempre sufro o gozo, según se vea. Otro, es la recurrente mención, en las juntas, de que “nosotros” (o sea, los presentes), “somos una generación así o asado… muy diferente de las personas de 40 en adelante”. A veces me río, otras les aclaro que deben respetar mis años, carajo. Se ríen con ganas. Se asombran. No me creen que tengo 46 años. Ya luego me ven en el sol y se les pasa.

Soy feliz.

 

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