lunes 18 marzo 2024

Memín, otra víctima de las almas políticamente correctas

por Marco Levario Turcott

En los albores de los años 70 del siglo pasado, muchos jóvenes escuchaban aquel portento de hard rock llamado Led Zeppelin u otros más el “Corazón Gitano” de Lupita D’Alessio; los menos jóvenes aún vivían los ecos del rock and roll de los 60 lo mismo con los Beatles que los Teen Tops o Enrique Guzmán y Angélica María; los más viejos además de los nostálgicos seguían anclados en Agustín Lara, Toña “La Negra” o Benny Moré. Mientras yo atestiguaba eso, veía “Topo Gigio”, “Ultraman” y “La señorita Cometa”; también escuchaba al gran tenor, o eso creía yo que era, Carlos Reinoso, al cantar “Llevo en mi pecho los colores del América”, pero, sobre todo, entre otras historietas, leía a Memín Pinguín.

Por ello, entonces, cada martes era lo más importante de la semana (aparte de los juegos de los Cremas que, en 1971, habían logrado el sexto campeonato 2 a 0 contra Toluca), lo era porque ese día mi papá me llevaba la historieta luego de salir de Pascual Boing donde era chófer, en la Colonia Obrera del entonces Distrito Federal. Yo tendría siete años y como he dicho disfrutaba de las ediciones en sepia de editorial EDAR propiedad de Yolanda Vargas Dulché, quien escribía el argumento y Sixto Valencia trazaba los dibujos. Ignoraba, claro, que esa era la tercera edición de la historia que la señora Vargas narró en 1943 con los trazos de Alberto Cabrera -la segunda edición fue en 1952-, cuando tenía 17 años y colaboraba con un sueldo raquítico en la revista de historietas Pepín propiedad del general García Valseca (Pepín era una de las publicaciones más famosas de la época y competía fuerte con Chamaco de editorial Herrerías). Es decir, el primer espacio que ocupó Memín fue ahí, en una serie que se llamó “Almas de niño”.

No sabía nada de eso; tampoco sabía que la editorial de García Valseca fue estatizada por el presidente Luis Echeverría por un adeudo de la empresa con el Estado y que más tarde sería comprada por Mario Vázquez Raña para crear la Organización Editorial Mexicana (OEM), que ahora agrupa, según su portal, a 70 periódicos, 24 radiodifusoras y 43 sitios de Internet. Lo único que yo sabía es que a los niños traviesos nos llamaban “pingos” (o sea “diablos”) y que así le decían a don Guillermo, el esposo de Yolanda Vargas, aunque la revista que yo leí, o sea la tercera edición, decía Pingüin. No imaginé que, a principios de este siglo, la revista sería considerada por muchos como racista al remitir a dos personas negras, afroamericanas ahora se dice, como sucede con Memín y su “Ma’ linda”, doña Eufrosina, y los roles que desempeñan: el primero feo como chango y travieso y distraído, y la segunda, gorda y limitada a lavar ropa ajena (Wikipedia afirma que son los únicos personajes de color que aparecen en la historieta pero no es así, Rosita, por ejemplo, es una sirvienta que, por cierto, padece el racismo). El caso es que no exagero, hace diez años Walmart retiró la revista por las protestas de varias organizaciones de negros (así les sigo diciendo) y latinoamericanos.

Lo único que hace 45 años yo sabía es que cuatro “chiquillos” se conocieron en la ciudad de México, en la escuela pública “Benito Juárez”; Carlos Arozamena (“Carlangas”) y Ernesto Vargas (“Ernestillo”) ya eran amigos; en el primer número conocieron al “fufurufo” de Ricardo Arcaraz, hijo de un importante diplomático, y Memín Pinguin, un calvo, chaparro y más feo que el delantero de las Águilas del América, Oribe, “El Hermoso” Peralta. Entonces, claro, no me parecía clisé leer algo así como “En ese recinto del conocimiento no importaba el rico o el pobre sino las ganas de aprender o jugar” y nunca creí que, en realidad, doña Eufrosina diera la monda a Memín con una tabla con clavo (me parecía bobo e inverosímil). Creo que, como muchos en la época, me identifiqué con “Carlangas” porque rompía narices si el caso lo ameritaba y casi siempre era así, por ejemplo, una vez en que un maleante (Pedro Gómez) quiso matar a los chamacos o cuando, al principio de la historia, Ricardo llamó piojoso a Ernestillo, el más dedicado a estudiar y el más pobre de todos que ayudaba a su papá, que era viudo, en una carpintería (incluso, en aquel entonces ya sabía que Yolanda Vargas no era muy original que digamos cuando leí su puesta en escena donde Ernestillo y su padre Ernesto protagonizaron “Por qué me quité del vicio” de Manuel Bernal que yo declamé en la escuela y que, por cierto, en un concurso en la primaria me llevó al segundo lugar porque perdí con un niño igualito a Memín sólo que él con cabello –siempre tendré la sospecha, y la comparten varios de mis amigos de entonces, de que él ganó por el espíritu políticamente correcto de la maestra Beatriz que nos daba unos jalones de oreja y patilla de miedo, pero ya no sigo, no me vayan a recomendar vitacilina).

Ojeo mis viejas ediciones, la trama cubre 372 capítulos; tengo dos colecciones completas, la primera es de los 80 y la segunda del primer año de este siglo, junto con varios “cuentos” de los 60 y 70 que leí, como ya dije, gracias a mí papá y al “Wacha” un viejo bolero que rentaba las revistas en Garibaldi (y que nos daba un peso si nos alejábamos de la fuente del Callejón de la Amargura para atizar a gusto junto con “El Diablo”, una leyenda del barrio por haber estado en las Islas Marías). Tengo claro que el maniqueismo de las historias y su cursilería, tenían un mercado amplio como lo prueba el propio maniqueismo de Echeverría en aquel entonces, la virtud de los pobres por el hecho de serlo y la malignidad de los ricos que sólo pueden redimirse gracias al corazón de quienes menos tienen o la inocencia infantil que prefiere tortas de miel que el más exótico de los platillos, entre muchas más disecciones en blanco y negro. Varias de sus aventuras sin embargo, me siguen gustando: cuando compiten con un equipo de futbol de Estados Unidos, cuando la pandilla viaja a la selva africana junto con don Samuel, o los golpes que se arman cuando “Carlangas” se entera de que su mamá, la guapa señora Isabel, no trabaja en las noches en un taller de costura sino en un cabaré.

Claro, ahí está lo que ahora conocemos como bullying, desde el profesor Antonio Romero un hombre tan sereno y comprensivo que jala las orejas a los “educandos”, los cuates de Memín que a cada rato le dan sus “cocolazos”, la tabla con clavo de la “Chulapona” Eufrosina y el mismo negrito que se ensaña con “Tripón Godinez”, el niño que más lo quiso, por cierto. Pero no hallo el racismo del que se quejan las almas de lo políticamente correcto. Más aún, el personaje central, pésimo para la escuela y distraído (ah, y feo), es quien, con múltiples e inverosímiles piruetas argumentales, descubre misterios, ata cabos o anota el gol del triunfo sino es que incluso salva vidas siempre acompañado por la suerte y además enlaza intensos amoríos. Un negro chaparro o si se quiere un afroamericano con cualidades distintas de estatura y su gorra de beisbolista es quien hace todo eso mientras recibe el amor de su mamá que enviudó de Guillermo, un basurero a quien conoció en el estado de Durango. Que Eufrosina sea gorda y negra y de eso se quejen los entes políticamente correctos, demuestra su propia inconsistencia pues según sus encíclicas tener una belleza alternativa no es menos ni más que otras mujeres delgadas y con el consabido prototipo de belleza.

Memín es el retrato de una época que todavía tiene resabios en la actualidad; la doble moral parece eterna, por ejemplo. Tuvo éxito en los 40 como las películas “Nosotros los pobres” o “Ustedes los ricos” de Ismael Rodríguez y otras incontables apuestas cinematográficas, editoriales (la inolvidable Familia Burrón, desde 1948), radiofónicas y televisivas (El Chavo del 8) que al paso del tiempo decayeron, en particular al finalizar los 70 aunque de vez en cuando hubo uno que otro éxito aislado aunque sonado, en 1979 la telenovela “Los Ricos también lloran” o “María Mercedes” en 1992. El éxito de Memín, además, se circunscribe a la etapa más relevante de la historia mundial del cómic –Superman y Batman aparecen en 1939 y luego una gran cantidad de revistas en Estados Unidos–; Europa, América Latina y México tuvieron apuestas muy interesantes entre las que destacan, además de Memín y La Familia Burrón, Kaliman, por ejemplo, y casi todas las historias comprendidas en “Lágrimas y risas” también de EDAR, propiedad como he dicho de la llamada “Reina de las historietas” (“El Pecado de Oyuki” y “Rarotonga” son clásicos).

Creo que cuando pase el aluvión de lo políticamente correcto, Memín será considerada sin objeciones un clásico de la historieta (ahora comprendo, si hay quienes le regatean eso a Tintín por considerarlo racista ni modo que eso no suceda en México). Como sea, por lo pronto, chispiajos, comeré tortas de miel a la salud de mi má linda.

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