miércoles 24 abril 2024

Los huevos de Provida

por Luis de la Barreda Solórzano

En 1991 se publicó mi libro El delito de aborto: una careta de buena conciencia, con éxito de ventas y cálida acogida, principalmente por parte de las feministas. Poco después, Jorge Carpizo, presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), instauró el Programa Penitenciario, que atendería a los presos del país a fin de que se respetaran sus derechos, y me designó responsable de tal programa, lo que para mí fue un inmenso honor y una oportunidad de trabajar por una causa que me parecía, y me parece, muy noble.

Una asociación denominada Comisión Mexicana de Derechos Humanos pagó en los diarios de circulación nacional una inserción a plana entera en la que señalaba que le parecía inaceptable que un defensor del aborto ocupara un cargo tan importante en la institución encargada de velar por el respeto a los derechos fundamentales. El grupo Provida también puso el grito en el cielo (bueno, hubiera querido que su queja llegara a los oídos del mismísimo Dios).

Un grupo de obispos visitó a Carpizo para hacerle saber su molestia por el nombramiento y, en consecuencia, para pedirle mi cabeza. El presidente de la CNDH los escuchó respetuosamente sin prometerles nada y, concluida la visita, me llamó por la red pidiéndome que lo fuera a ver a su oficina. Me contó lo que los obispos le habían solicitado. Lo escuché con un nudo en la garganta y, con la voz entrecortada, le dije: “Jorge, de ninguna manera quiero que tú y la CNDH tengan problemas por mi causa y comprendo que no conviene que el titular de la Comisión se enemiste con los obispos del país. Ahora mismo redacto mi renuncia. Te estaré agradecido por siempre por el gran honor que me concediste”.

Carpizo fue un hombre apasionado. Me miró con relámpagos en los ojos y, subiendo considerablemente el volumen de la voz, me dijo: “No te estoy pidiendo que renuncies. Te estoy haciendo saber la inconformidad de los obispos. Les expliqué que tu libro es una obra académica con argumentos, con razones, no un panfleto. Quiero que te quedes. Sé que harás una gran tarea en el Programa Penitenciario”. No pude decir nada: el nudo en la garganta me impidió hablar. Carpizo me abrazó afectuosamente: “Ahora, a seguir trabajando”.

Dos años después fui propuesto por el presidente de la República como candidato para presidir la aún inexistente Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal. La decisión la tomaría la Asamblea Legislativa. Los diputados expresaron su apoyo a la propuesta, salvo los del PAN, pues su dirigente nacional, Carlos Castillo Peraza, les indicó que no podían votar por alguien que defendía el aborto. Me reuní con la bancada panista, a la que expliqué que en mi libro no defendía el aborto, sino la libertad de las mujeres a elegir, y que las mujeres más desfavorecidas tenían que abortar en sitios insalubres y clandestinos a riesgo de su vida. Lo que defendía no era el aborto, sino su despenalización, en virtud de que se trata de un asunto de derechos de las mujeres y de salud pública.

Los panistas varones votaron en contra de mi designación, pero las panistas se abstuvieron. Todos los demás diputados votaron por mí. El día de la toma de protesta, los militantes de Provida acudieron a la sede de la Asamblea con huevos, que amenazaron arrojar a mis invitados y a mí, pero no los arrojaron. Para mi segundo periodo todos los diputados, incluidos los panistas, votaron por mí.

Recordé lo anterior nostálgicamente al leer que la Suprema Corte de Justicia ha resuelto que el producto de la gestación merece protección, que se incrementa a medida que avanza el embarazo, pero que tal protección no puede desconocer los derechos de las mujeres a la libertad reproductiva, por lo que son inconstitucionales las normas que criminalizan el aborto en un periodo cercano a la implantación embrionaria.


Este artículo fue publicado en Excélsior el 09 de septiembre de 2021. Agradecemos a Luis de la Barreda Solórzano su autorización para publicarlo en nuestra página.

También te puede interesar