jueves 28 marzo 2024

Los huesos de Shakespeare

por Marco Levario Turcott

Me parece que Shakespeare acertó al proferir esta proclama en forma de pregunta: “¿Crees que por ser virtuoso no habrá más pasteles y alcohol’”

 

Víctor Hugo tuvo un irrefrenable antojo mujeriego, y le dio lo mismo si ellas eran garbosas y bien proporcionadas o únicamente mozuelas esmirriadas; para esos aquellares tuvo su ritual de pagos que lo mismo compensó a la que nada más le enseñó las bombachas que a quien le permitió horadar entre la juntura de los muslos, además de otra variedad de menesteres que él registraba meticuloso entre sus gastos. Adicionalmente, Víctor Hugo estuvo seguro de ser vidente, un medium que, en varias sesiones espiritistas, conversó con grandes personajes, en francés naturalmente, quienes coincidían con sus ideas políticas, por ejemplo Jesucristo, Mahoma y Platón –aunque en aquellas lides el poeta hubiera sido un camaleón: fue un acondicionado monárquico hasta un converso revolucionario.

 

También Julio Cortázar dijo que era una suerte de vidente, aunque sus alcances no eran tan portentosos como los arriba referidos, dado que sus cualidades extrasensoriales sólo habrían atizado la fantasía literaría. Nada más, porque no tenía las mismas, mírificas facultades al momento de estar frente al plato de comida porque la pasaba un buen tiempo, impulsado por una extraña obsesión, revisando si éste tenía cucharachas o no; le aterraba la posibilidad de llevarlas a la boca. Lo que sí observó, mediante una visión interior, según comentó, fue a aquellos seres encantatorios que paseaban por el aire y que eran como globos verdes.

 

León Tolstoi era un misógino y destrozó la vida a su esposa, Sofía, quien fue decisiva para la obra del escritor, en particular para la hechura de “Guerra y paz”. Pero no sólo desempeñó labores secretariales y editoriales, Sofía soportó todo el peso del trajín cotidiano de la familia, y por eso el escritor la hizo responsable por la muerte de al menos dos de sus hijos). Esto, además de los sueños bucólicos que de pronto entraron en el decrépito Tolstoi para renunciar a bienes y lujos, atormentado por las advertencias religiosas, por fragorosas labores campesinas de todos los integrantes de la casa. No es casual que, en el inicio de “Ana Karenina”, León Tolstoi señalara que las familias felices no tenían historias interesantes que contar.

 

Goethe también fue un misógino y tuvo un irrefrenable apetito por las pieles más diversas, le daba igual la euritmia femenina que las exiguas redondeces, y en esas andanzas colecionó mujeres como trofeos de guerra, incluso cuando ya era un viejo decrépito pretendió comprar a una jovencita de 17 años. Quizá estos febriles deseos solo fueron superados por la vanidad del escritor para pretender dejar huella en la posteridad y vivir la suntuosidad de esos tiempos, aunque ello lo postrara como vasallo de la monarquía, lo delineara como un esclavo del poder.

 

Jean-Jacques Rousseau también se sintió predestinado y, por ello, con aptitudes de adivino afirmó que era víctima de un complot para asesinarlo y, así, anduvo de un lado al otro con la mira de frustrar la confabulación en contra suya. Además de paranoico era hipocondriaco. No obstante, la mayor fuente de desconfianza podría surgir de que Rousseau igual que Lock, y como antes Platón, quería desterrar de este mundo a los dramaturgos y a los poetas.

 

Qué escribir del formidable adversario de Rousseau que fue Voltaire: el hombre que concibio a la libertad como el acto de hacer lo que le plazca a cada quien. El frívolo usurero de gustós baladíes como aquellos humos en forma de guirnaldas que sintió en la cabeza cuando decenas de miles coreaban su nombre mientras él entraba al Louvre desprendido del piso. Ah, el hombre de 84 años que transcurrió los últimos días pellizcando las partes más sinuosas femeninas, y alardeando arrestos que ya no tenía para aquellos placeres (fue tan ineficaz que su compañera de siempre requirió de los servicios de un musculoso mancebo).

 

Así podría seguir zambullido en los entresijos de las vidas ajenas, pero estas se hallan en un mar infinito. Podría registrar la orfandad emocional de Honorato de Balzac o aquel intento de suicidio sino es que a su disposición de alquilarse al mejor postor para escribir basura. También podría referirme a las malandanzas de Baudelaire en tabernas de baja estofa, presa de amores contrariados, o a la proclividad de Lewis Carroll por las niñas. Al notable desquiciamiento de Rimbaud, su máxima de que el poeta debe hacerse vidente, y su desenfreno para herir a la persona amada, entre gotas de sangre y juramentos de pasión. Al ferviente deseo de Dostoievski porque su padre muriera. O al silencio de Zola cuando encarcelaron a Óscar Wilde por sodomita, al propio Wilde tan despreciativo del ser que no busca el relumbrón. Margueritte Durás encantada por empinar el codo con singular alegría como Edgar Allan Poe, otro ser atormentado a quien lo denuncia el propio latido del corazón en la escritura, y en estos terrenos dionisicos a Francis Scott Fitgerald. Podríamos atisbar en Gabriel García Márquez como el gran amigo de un dictador de quien recibió prebendas o en Alejo Carpentier, quien incluso fue funcionaro de aquella dictadura en la isla, pero…

 

***

 

Me parece que Shakespeare erró al decir que: “El mal que los hombres hacen les sobrevive, el bien es a menudo enterrado con sus huesos”.

 

Los artistas trascienden por su obra (eso es lo que buscan incluso), como ha ocurrido con el propio dramaturgo británico -y aunque el mismo Tolstoi al criticar a Shakespeare por ejemplo, la hubiera puesto en entredicho. Estoy seguro: las carnes y los huesos de los escritores poco o nada importan en relación con los universos creados por ellos.

 

Qué ironía, Víctor Hugo revaloró su dramaturgia a partir de recuperar a Shakespeare, pero sobre todo él es un referente indispensable de la novela francesa del siglo antepasado dadas aquellas atmósferas realistas en la que, por primera vez en la novela clásica, el narrador se desprende de los personajes y las historias como si fuera el propio demiurgo que delineara los destinos.

 

Cortázar es un referente de la literatura latinoaméricana (me parece que más por su forma de imaginar que por la destreza de su prosa) igual que esa maravilla de la lengua castellana como Alejo Carpentier y sus recorridos por las tierras preñadas de esclavos negros, de bailes erotícos colmados de rozones donde coinciden las ganas de los cuerpos, las calles de buhoneros y los platillos de perniles aderezados con vainilla y acompañados de batatas. Lo mismo sucede con el testigo que narró a ese poeta soñador, a quien el olor de las almendras amargas le recordaba el sentido de los amores contrariados, o describió los umbrosos techos de Macondo, donde las hamacas mecían a Pilar Ternera cabalgando en su potro que daban escondite a Rebeca para arañar las paredes y comer la tierra.

 

Ahí está el viejo Goethe aplaudiendo a Balzac y los deseos irrefrenables de ese otro mundo que se entrecruza con el nuestro, y que se achican poco a poco, al final inexorablemente de la vida. El mismo Goethe y el drama que lacera el alma cuando se abandona al deseo mismo de inmortalidad. El inmortal Voltaire, tal vez no por su prosa y su poesia sino por blandir a la ironía como la más fiera de las espadas, el denuesto de la intolerancia y su cargada contra el fanatismo nos sobrevive entre sus bienes más apreciados. A propósito, sus restos fueron hurtados junto con los de Rousseau, debido a lo cual los bienes del hombre, en este caso, no están enterrados con sus huesos. No obstante acrece la figura del filósofo ginebrino como precursor de la soberanía del pueblo y el diseñador de otras tantas ideas centrales para los sistemas políticos modernos. Y la de Voltaire naturalmente: ¡A la carga contra los fanáticos y los bribones!

 

Ah, el poeta maldito, el Dante de aquellos sus propios tiempos el hombre perdido entre vino y putas. El de las flores del mal y la huída de este mundo por el arte y la poesía. Baudelaire, él y su creación que nos hizo más humanos porque, como dijera Octavio Paz: “la sexualidad es animal, el erotismo humano”, nuestra “ración de paraíso”. Búsqueda incesante, oleaje del mar persistente que entre las humos del opio Rimbaud pensó como el nido de besos oculto en los rincones, besos que hacen reir, que indagan y horadan, en el recorrido de las manos y los labios que los prodigan.

 

Tengo frente a mí, quiero decir, en el retrato de aquel escritor, al monstruo de la vida disipada que se entrega solamente al aquí y al ahora, y ríe del hombre taciturno y austero; a ese ser despechado porque el otro le desguazó el corazón, tiñendo en su poesía el rojo de su dolor y su pasión, acto delirante que busca sosiego en la narrativa de la vida propia, brutal disolución de los huesos trascendencia en las palabras y en los versos.

 

Son mundos sin promesas de fuga sino promesa vívida, fantástica entre gatos hablantines y conejos andarines, entre dimensiones colosales o pequeñas proporciones. Ante todo, tal vez el trazo mejor abocetado de Caroll sea la sonrisa en innumerables facetas, aquella que surge como un relámpago cuando la idea colma la mente, la que tatúa al rostro maravillado por eso que pensamos increíble o la montada en plenitud como una jugosa rebanada de sandía.

 

Hay otras sonrisas, por supuesto. Tengo conmigo esa sonrisa apacible de Duras, satisfecha de haber sido parte de un desenlace de amor, la que se traza con el recuerdo del otro, como si el otro se hiciera presente ahí mismo, en aquella sonrisa. Recuerdo y presencia, anhelo y consuelo: el amante de la china del norte o luego de ese otro amante que abandona a la otra en medio de un baila o de cuando aquel hombre extraño no la pudo poseer porque solo era capaz de recibir caricias fingidas. ¿Cuál habrá sido la sonrisa de Allan Poe al imaginarnos en medio del terror cuando un asesino se devela a sí mismo o, me pregunto, cuál habrá sido la sonrisa de Fitzgerald al narrar el desenfreno, sorber un Martini y describirnos a nosotros como héroes y malditos? Lo ignoro, y sonrío frente a tales esferas desconocidas.

 

Lo que sí sé es que el artista nimba su humanidad para siempre a través de sus obras y que, como dijera Víctor Hugo frente al funeral de Balzac:

 

“A partir de ahora los ojos de los hombres se volverán a mirar los rostros, no de aquellos que han gobernado, sino de aquellos que han pensado”.

 

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