jueves 18 abril 2024

Las buenas intenciones

por José Antonio Polo Oteyza

Nunca debería ser requisito una catadura moral de excelencia; no existe una definición de tal cosa y para qué perder el tiempo. Lo que suele proceder es el mínimo decoro para hacer las cosas de buena fe y lo mejor posible, y enmendar cuando algo sale mal. Sin embargo, esas florituras no vienen al caso para un grupo político en tremenda parranda escatológica. Que solo un resentimiento triunfante los podía aupar con cargo a su mediocridad obsecuente es más que una sospecha. El frenesí por estar donde nunca imaginaron alcanza y sobra, cómo no, para recibir instrucciones en la mañana y agradecerlas con mañanitas en el Congreso.

En este siniestro vodevil, donde la abyección es un nuevo valor patrio, el gabinete es transparente, la bancada una jauría y las gubernaturas satrapías, ni para qué discutir la rapidez con que puede hundirse al país. Más claro: en política, a partir de ciertos niveles de ineptitud y decrepitud moral, en este caso ampliamente acreditados, los desastres no son accidentes sino requerimientos.

Desprecian al Estado porque ni siquiera lo intuyen, y destruyen al gobierno porque, como es complicado, les estorba, pero sí saben que sólo en países destrozados pueden permanecer en el poder cofradías de ignorancia sobresaliente. La dependencia premeditada es una perversidad política redonda pero no por ello deja de ser racional, si eso es lo que se quiere. En un maridaje feliz entre incapacidad y objetivo, en este caso apretar el yugo, basta con inducir pobreza, carestía, escasez, mentiras y miedo.

Fotografía: Federico Xolocotzi

Las condiciones de castigo continuo que favorece, entre otras cosas, un gobierno cada vez más deforme y arbitrario, generan desde luego violencia, pero también una pedagogía de la indefensión, una resignación existencial que sofoca iniciativas y reacciones que serían naturales en entornos menos enfermos. Y se pondrá peor, porque, como estipula el recetario universal de la infamia, cuando se colapsan todos los indicadores económicos y sociales, lo que procede es tumbar también las libertades.

Es curioso que mientras en el siniestro vodevil queman la escalera por la que subieron, y arraigan los extremos de la ultraviolencia y la parálisis, los mini críticos reinciden hasta la náusea en la premisa tonta de las buenas intenciones. “Ahora que reconocen que no hay medicinas no van a dormir tranquilos”, dicen de quienes provocaron el desabasto; y van y corren números para ver si aún con los machetazos al INE o al Judicial o a cualquiera de las instituciones moribundas, éstas pueden subsistir y además complacer a quien las cuentas le tienen sin cuidado.

No son pocos y siempre serán demasiados los actores e intérpretes que se empeñen en no ver que una caterva de despiadados le quita los alfileres al sistema; que no quieran ver que el respetable puede formar una banda armada para que no suba la tortilla, y también hacer colas sin fin para un trabajo inexistente de parte de un cacique que nunca llega; que quieren ver en el militarismo un error, y no el envenenamiento de las Fuerzas Armadas y una estocada mortal a la democracia; que no quieran ver que el drama no puede comprimirse en un capricho.

Y mientras se destruye una República, viene el grito: “Está siendo usted autoritario…” le dice al presidente del INE el porro de ocasión que revienta la sesión. Siempre víctimas, siempre golpistas, siempre aplicados en amedrentar a quienes resisten, mientras, a lo lejos, apenas se escuchan, pusilánimes, los susurros: “Ahora sí se volaron la barda…”

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