viernes 19 abril 2024

La novela del virus

por Juan Villoro

Después de meses de pandemia una pregunta se reitera: ¿Quién escribirá la novela de esta época? El planeta entero fue afectado por el virus y el género humano no sobrevive en silencio; lo primero que hacemos al sortear un cataclismo es hablar al respecto. Pero a veces se necesita tiempo para madurar el asunto. El arte es más lento y duradero que un virus.

“¿Qué libro te llevarías a una isla desierta?”, la pregunta regresará mientras haya lectores. Es posible que al día siguiente de un naufragio ninguno sea tan útil como Robinson Crusoe; sin embargo, después de meses sin barcos en el horizonte esa aventura puede agobiar. Necesitamos libros para entender la realidad y libros para alejarnos de ella. Resulta imposible ignorar el coronavirus, pero también necesitamos pensar en otras cosas.

La pregunta acerca de quién escribirá la novela del virus se plantea como una urgencia. Todas las épocas tienen ansiedad de presente y piden testimonios contemporáneos. Sin embargo, los testigos más singulares suelen estar en los márgenes, registran los hechos con la distancia de quienes los ven en forma única y tardan en dar respuesta. Me refiero, por supuesto, a los niños.

Lo más importante en la vida de un escritor ocurre antes de los doce años. La infancia es el laboratorio del mundo literario. Los principales novelistas de la pandemia serán quienes perdieron a sus amigos y reciben lecciones en una pantalla. Desconocemos sus sentimientos más profundos y seguramente ellos tampoco han podido formularlos. Pero los largos meses de vida negada, sin respirar el olor del pasto recién cortado, sin sentir en los dedos la pegajosa sorpresa de un dulce desconocido, sin padecer la angustia del escarnio o la repentina complicidad de una mirada en el salón de clases, ya gravitan en quienes contarán el porvenir.

Por suerte, para todo hay un ejemplo histórico. En 1665, Londres sucumbió a la peste. La mejor crónica de ese tiempo sería escrita por alguien que entonces tenía cinco años. No fue mucho lo que pudo recordar, pero algunas cosas se le grabaron con la retentiva que sólo ocurre en la infancia, cuando todas las oportunidades son únicas. El nombre del testigo era Daniel Defoe, y su principal desafío, conseguir golosinas. No es casual que atesorara un detalle en la tienda donde le compraban caramelos: en el mostrador, las monedas se desinfectaban con vinagre. El olfato es un poderoso auxiliar de la memoria. A partir de entonces, todas las ensaladas harían que Defoe recordara el año de la peste.

Denle a un genio de cinco años una moneda que huele a vinagre; denle una vida desesperada y suficiente tiempo, y surgirá una obra maestra. En 1722 Daniel Defoe publicó Diario del año de la peste.

En su portada de ayer, Reforma aludió a una circunstancia parecida. En Estados Unidos escasean las monedas porque la gente ha dejado de usarlas para prevenir contagios. Ahora contamos con el gel antibacterial que no existía en tiempos de Defoe, pero también contamos con la posibilidad de hacer transacciones digitales que evitan todo contacto; esto ha liquidado a la morralla. ¿Qué recuerdos traerán esas monedas fugitivas? Pocas cosas se graban con tal fuerza como los precios de la infancia, según recuerda el autor de este artículo, que compraba chicles Motita de diez centavos y chicles Canguro de cinco.

Durante años, los teléfonos públicos de México funcionaron con monedas de veinte centavos. Cuando el plazo contratado se agotaba, una cantinela decía: “Tiempo transcurrido: para continuar, deposite sin colgar otra moneda”. De aquella época viene la frase “se me acabó el veinte”, que se transformó en una metáfora de las situaciones en las que ya no se puede intervenir.

Los mejores temas literarios suelen venir de una pérdida. La gran novela de este tiempo será escrita por los que más han perdido, una niña o un niño capaz de recordar lo que ahora le hace falta; esa carencia será su combustible.

Seguramente, quienes pertenecemos a la generación que usó otras monedas no llegaremos a leer esa obra maestra. Sin embargo, nada impide celebrar desde hoy al genio de cinco años que no entiende nada de nada, está harto y dispone de sensaciones que no sabe cómo acomodar.

La memoria es la única divisa que siempre aumenta de valor. Cuando ese niño escriba, superará todo lo que se dijo en el lejano año de 2021.


Este artículo fue publicado en Reforma el 20 de agosto de 2021. Agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.

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