jueves 28 marzo 2024

La mitología del huachicol

por Fernando Dworak

El lenguaje ayuda a legitimar un sistema de dominación, sea o no democrático. Cada palabra y expresión ayuda a que el ciudadano aclare u oscurezca su capacidad de razonar y contrastar. Por ejemplo, un léxico demasiado simple o emotivizado limitará las capacidades para entender un entorno o aceptar evidencias que contrasten con las creencias de los individuos. Al contrario, un vocabulario amplio permite estructurar el pensamiento y la expresión.

Este ha sido uno de los puntos más fuertes en la estrategia de comunicación de López Obrador: insertar palabras en nuestro lenguaje para que hablemos como él. Desde el “cállate chachalaca”; “frijol con gorgojo”, “esto no lo tiene ni Obama” hasta el “me canso ganso” entre muchos otros, ha logrado que discutamos según los parámetros que él fija. De hecho, ¿no se han fijado que tiene cuidad en espaciar las frases o palabras?

Si las palabras definen un entorno y una visión del mundo sobre la cual fundamentar un sistema de dominación, todo parece indicar que “huachicol” va a ser una de las piedras angulares en este edificio lingüístico. Desde hace varias semanas se ha hecho un llamado para apoyar al tabasqueño en la lucha contra este fenómeno, aunque no se nos ha dicho cuánto tiempo durará, una estrategia básica sobre cómo piensa lograrlo y mucho menos han pisado una sola persona la cárcel. En cambio, se está usando para definir peyorativamente no sólo al problema del robo de combustible, sino a toda actividad que no sea del agrado del régimen.

Aunque el huachicoleo es conocido por años como la ordeña ilegal de oleoductos, el primer paso que hizo el gobierno para cambiar la percepción fue presentarlo como un delito por parte de funcionarios de Pemex, e incluso le dieron dimensiones gigantescas y hasta de gran conspiración internacional, sean o no reales o verificables. A cambio de esto, la figura del “huachicolero” perdió definición ante el imaginario, aunque algunos los relacionan no sólo con servidores públicos, sino con mandos del sindicato: por ello el hostigamiento a Romero Deschamps, aunque tampoco se han presentado cargos.

Segundo paso: descriminalizar a los huachicoleros de campo. Para el discurso oficial, quienes murieron en la tragedia de Tlalhuelilpan, Hidalgo, no eran huachicoleros, sino el “pueblo bueno” que roba por hambre. No importa que el municipio sea uno de los que más reportan robo de combustible: la compasión que mueve el discurso oficial desbibuja a los viejos culpables.

Tercer paso en el esfuerzo por crear un mito a partir del huachicol: la lista de periodistas “huachicoleros” que circuló hace unos días por las redes sociales. Si el término “chayotero” perdió vigencia con el cambio de gobierno, entonces hay que explicar el origen del dinero con el que presuntamente se compra a las plumas que difieran con el régimen. La respuesta: son beneficiarios del huachicol, toda vez que tienen gasolinerías que reciben gasolina de esta actividad. Otra vez, la supuesta acreditación ha sido con base en propaganda y no datos duros; aunque para un segmento de seguidores de López Obrador esto es superfluo.

Finalmente, se comienza a extrapolar el término “huachicolero” a otras actividades, afianzándose como un término peyorativo. Así lo manifestó el presidente durante su conferencia del 25 de enero, cuando afirmó que había huachicol hasta en la compra de medicinas y el sector energético. Si las siguientes estrategias de combate a la corrupción van a ser en estos dos sectores, el ampliar el uso del término puede ayudar a desdibujar responsables y fabricar culpables.

Si lo permitimos, “huachicol” será el nuevo “mafia del poder”. ¿Qué hacer? Desarticular esta estrategia, evitando usar los términos oficiales. Esto es especialmente importante para quienes comunican en medios.


Este artículo fue publicado en Indicador Político el 31 de enero de 2019, agradecemos a Fernando Dworak su autorización para publicarlo en nuestra página.

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