miércoles 15 mayo 2024

“La Fiesta de los 41” o la mirada kitsch sobre el pasado.

por José Carlos Canseco Gómez

Una película de época sin investigación es una burla. A esa carencia de la cinta de David Pablos hay que agregar que cuando se recrea una época son tan importantes las formas del lenguaje y el vocabulario entre los personajes como el mobiliario, los paisajes y el vestuario. En la cinta no hay giros ni formas usadas por los catrines o lagartijos de finales del siglo XIX ni de principios del siglo XX. No hay formalismos ni cortesías que eran tan comunes. Si les quitamos los disfraces (que no vestuario, he ahí otro yerro) daría lo mismo, hablan como si respiraran nuestro aire. Asumir un personaje de época implica encarnar su problemática, proyectar un carácter y saber portar el vestuario. Los personajes de la película, especialmente los femeninos, no asumen el vestuario, lo arrastran de escena en escena. Irónicamente hay más femineidad en el vals de la célebre fiesta (tal vez la escena más memorable por su estética y tempo) que en la tertulia de las mujeres aristócratas, ello debe ser intencional porque la femineidad se nutre de algunos rasgos culturales aprendidos. Lo masculino y lo femenino son creaciones culturales.  Además de la falta de cuidado y de buen gusto, la calidad de los trajes femeninos es sencillamente lamentable. Los aderezos de joyería de fantasía que portan son tan irrisorios como la breve charla de las damas amigas de Doña Carmelita Romero Rubio de Díaz cuando visita, en su casa, a su nuera Amada.

En ningún momento se establece en qué año se desarrolla la historia. Ignacio de la Torre y Amada Díaz se casaron en Enero de 1888 y la llamada fiesta de los 41 aconteció en Noviembre de 1901. ¿Alguien percibió el paso del tiempo entre la boda y la fiesta? No se narra quién era Ignacio de la Torre. No se cuenta que era uno de los hombres más acaudalados de México, dueño de haciendas y exitoso exportador. Tampoco se participa un dato muy relevante, Don Porfirio presionó a Amada, su hija consentida, para que terminara el noviazgo que sostenía con Fernando González Mantecón, hijo de su compadre el Gral. Manuel González y a quien Don Porfirio hiciera Presidente y luego se distanciara de él. (Cabe mencionar que los hijos del Gral. González fueron siempre leales con Don Porfirio, ambos lo acompañaron durante la despedida en el Ipiranga en que partió al exilio y Fernando, el yerno que no fue, viajó con él) Fue Don Porfirio quien escogió, como era costumbre en esa época, al mejor partido para su hija de lo cual luego se arrepintió.

Amada no era ni remotamente parecida a la actriz que la representó, el fenotipo es incorrecto, las fotos existentes la muestran guapa y distinguida y no era de tez tan morena. No es un asunto de corrección política ni de racismo sino de fidelidad a un personaje histórico. Amada vivió desde los doce años con Don Porfirio y la familia que forjó con Delfina Ortega. Al morir Delfina en 1888, Don Porfirio aguarda un año para desposar a Carmelita Romero Rubio quien tenía 17 años, solamente cuatro años menos que Amada quien se casó a los 21. Las dos damas se quisieron mucho y se trataban como hermanas. Tampoco se cuenta eso.

El guion falla al no hacer explícita la historia de amor entre Ignacio de la Torre y Evaristo Rivas, “Eva”, Y no lo hace porque “Eva” no existió, es una invención de la guionista. No sabemos nada relevante del carácter del protagonista. La película hace suponer que su boda fue por interés pero ya se ha explicado que De la Torre era integrante de una de las familias más ricas de México. El matrimonio entonces era un acto de mutua conveniencia. Don Porfirio lo hizo diputado y luego lo consideró para ser gobernador del Estado de México pero no lo apoyó tras saber acerca de la doble vida de su yerno. De la Torre era famoso por su frivolidad tanto como por su fortuna. En una ocasión preguntó a los invitados a su finca si deseaban acompañarlo a “conocer mi biblioteca”. El grupo lo siguió para descubrir que les mostraría su vestidor con la última entrega de trajes recién llegados de París. “Señores, he aquí a mis mejores compañeros” y procedió a enseñarlos uno tras otro. Por el contrario, el personaje que encarna Alfonso Herrera es adusto, serio y severo en los dos ámbitos de su doble vida, la familiar y la otra vida, la de su naturaleza sexual.

Lo sucedido en la fiesta en Noviembre de 1901, en una calle de la Colonia Tabacalera sigue siendo un misterio. La producción de la película no fue capaz de utilizar los recortes de prensa de la época para ilustrar el escándalo que causó pues la mayoría de los asistentes eran hombres adultos y jóvenes de familias conocidas. Olvidaron que José Guadalupe Posada inmortalizó en una caricatura el suceso y apostrofó la homofobia propia de ese momento con su nefando texto en verso. Resumir ese rechazo con el desfile de hombres rapados y humillados no es suficiente.

Las pocas crónicas escritas que se conocen dicen que fueron 41 los detenidos, que enviaron a los que iban vestidos de mujer al Cuartel de la Policía Montada y a los que vestían ropas masculinas al Cuartel del Batallón 24 de la Polícía. Que había otro misterioso convidado quien escapó ayudado por la policía pasando de azotea en azotea hasta donde pudo salir a la calle, que cada grupo de detenidos fue obligado a barrer la calle frente al cuartel al que fueron remitidos. Pero no es eso lo que vimos sino lo que la imaginación de la guionista Mónika (sic) Revilla inventó. Y al ser a un tiempo guionista y productora ejecutiva no pudo o no supo ser autocrítica. Entre las mentiras que inventó Revilla está la del “Club” o sociedad de homosexuales fifíes que se reunían y que era heredada desde tiempos del Emperador Maximiliano. ¡Hasta eso le cuelgan al pobre Max! Que Antonio Adalid, su ahijado, fuera uno de los caballeros homosexuales de la élite de esa época no significa que el II Imperio hubiera formado una sociedad clandestina gay con la misma formalidad con que estableciera el primer museo mexicano. Hay que pedirle a la Sra. Mónika Revilla menos K-K y más Certezas.

La dirección de Arte, insisto, es paupérrima y fallida. La casa de Ignacio y Amada fue una de las residencias más señoriales de esa época en México. Como sabemos estaba en el Paseo de la Reforma y sus ventanales se asomaban curiosos para ver al Caballito de Tolsá. Del lujo y refinamiento con que fue vestida y amueblada dan ejemplo libros como “Las Fiestas del Centenario” en que se mostraron los salones, las habitaciones y los comedores de las grandes casas en donde fueron recibidos los diplomáticos extranjeros que asistieron a las celebraciones de Septiembre de 1910. La casa elegida como locación para el hogar De la Torre-Díaz no logra evocar en absoluto el esplendor que rodeaba a la pareja. En lugar de los amplios salones vemos, con pena, pequeñas habitaciones con muros pintados de colores extravagantes que más parecerían propios de un burdel que de la casa del yerno del Pdte. Díaz. El mobiliario es pobre, no hay un solo ajuar completo como los que se usaban, a saber: sofá con brazos, cuatro sillones con brazos, cuatro o más sillas, confidente, Tú y Yo, banqueta, espejos, consolas y mesa a juego, todo de un estilo determinado, o Luis XV o Luis XVI. El comedor que presentan es de encino con talla y sería propio de un desayunador pero jamás del comedor principal de una gran mansión. Y no se usaban las llamadas Coffee tables. No es posible pasar por alto las alfombras –que no persas- pero sí dispersas en las habitaciones. Los exhibidores no se construían de piso a techo como exhibe la cinta en un salón raro (por el mal gusto) con aires chinescos que terminan siendo chinelos. Nos muestran un tapete cubierto de jarrones como de una tómbola en Kermesse. Los jarrones en esas casas eran enormes y no souvenirs del Restaurante “Luaú”. ¿Salón Chino? No, salón “Chido”.  La vista de un piano blanco, grotesco y anacrónico me hizo reír en un momento de extremo dramatismo. Quien estuvo a cargo de la dirección de arte debe ir al oftalmólogo y debe de ver buen cine e investigar.

El otro personaje que queda trunco porque no conocemos su vida interior es el de Amada Díaz. Su fidelidad a Ignacio de la Torre fue ciega y perseverante pues lo acompañó en la fortuna y en la desgracia, terrible desgracia que después lo abrumó y lo consumió.

Más picardía, crítica y verdad hay en el libro de Salvador Novo “La Estatua de Sal”, memorias en las que exhibe la vida clandestina de los homosexuales en la ciudad de México de los años veintes y treintas y no en esta película sosa y falsa.  Pero va a gustar y mucho porque nos atrae lo que simula ser novedoso y porque nos conformamos con cualquier cosa.

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