martes 19 marzo 2024

La eterna y pertinaz demagogia

por Pedro Arturo Aguirre

La demagogia es irremediable. Gozará de salud perpetua porque nos evita la molestia de pensar, refuerza prejuicios, excita  vísceras, explota sentimientos y aprovecha resentimientos. Nos hace creer en nuestra “superioridad moral”. Descubre quienes son los buenos (nosotros)  y quienes los malos (siempre unos “ellos”). Como instrumento político es increíblemente eficaz. Por más de dos mil años los demagogos han tenido éxito en sus afanes de conquistar el poder porque prometer progreso a base de atajos y voluntarismo, ofrecer estabilidad y orden sin asumir responsabilidades y señalar culpables son cosas reconfortantes, especialmente cuando las sociedades se sienten vulnerables.

La demagogia le es consustancial a la democracia, de esto estaba convencido Max Weber, para quien “democratización y demagogia van de la mano”. Apelar a sus encantos es la mejor forma de ganar elecciones. De alguna manera en todos nosotros habita un demagogo en potencia. Incluso en nuestra oposición a la demagogia corremos el peligro de caer fácilmente en los patrones retóricos y epistemológicos considerados como “demagógicos” al establecer una lógica de “nosotros, los razonables” contra “ellos, los estúpidos”, o en ceder ante las tropologías apocalípticas y las argumentaciones unidimensionales. Y como sucede en los oscuros tiempos que corren (para decirlo, quizá, demagógicamente), la cultura de la demagogia es ascendente, cualquier persona involucrada en el discurso político puede (y, sin duda, lo hará) utilizar la retórica demagógica. Por eso, lo único que podemos hacer es aprender a convivir con la demagogia, saber dimensionarla, defendernos de ella y entender que puede presentarse en distintos grados y formas,  unas más perversas y negativas que otras.

No toda demagogia es igualmente dañina o detestable, incluso hay eruditos sobre el tema que sugieren demagogias dueñas de potenciales connotaciones positivas. Pero es esencial saber identificar, controlar y tratar de purgar a los demagogos. También es imprescindible aprender y reaprender continuamente a participar en polémicas públicas lo menos demagógicas y falaces posibles, y al mismo tiempo valorar la deliberación democrática en decisiones sobre políticas públicas. Se trata de ser muy proactivos en la labor de reducir la eficacia retórica de la demagogia.

La mejor forma de defendernos de la demagogia, incluso de nuestra propia demagogia, es mediante el fortalecimiento de las instituciones democráticas. Por eso la demagogia más perjudicial es la que atenta contra ellas. Aquí aparece la característica fundamental del populismo: el uso de la democracia contra de la propia democracia, la exaltación de la llamada (por Aristóteles) “democracia radical” dedicada a socavar las funciones de las instituciones democráticas. Ryan Skinnell argumenta que la retórica anti institucional es la mejor forma de fomentar una cultura de la demagogia donde la democracia y la deliberación pública se consideren corruptas y decadentes y hace que el autoritarismo parezca “sobrio y curativo”.

La demagogia hoy en boga es precisamente la del tipo más pernicioso, es decir, la que desmantela a las instituciones democráticas. Los demagogos actuales son de la peor ralea concebible. Es una “familia de tiranos” (parafraseando a Voltaire) particularmente detestable por pedestre y precaria en recursos retóricos e imaginación. Donald Trump utiliza en sus tuits y discursos el lenguaje y la gramática correspondientes a la forma habitual de expresarse de niños de once años o menos. Se trata del presidente cuya forma de comunicarse es la más elemental en toda la historia de Estados Unidos, prototipo de una de las características fundamentales del demagogo de nuestros días: la “infantilización” del lenguaje político. Casi todos los autócratas de hoy y aspirantes a serlo apelan a este recurso, a veces como estrategia de un político hábil, pero las más de las ocasiones como resultado lógico de la pobre formación intelectual del líder. Putin es famoso por sus chistes y expresiones soeces. Salvini se maneja sus redes sociales con el espíritu y el idioma de un adolescente malcriado. Duterte es un monumento a la vulgaridad. Kaczynski hila con mucha dificultad más de dos ideas y Maduro, Evo, Erdogan y Orban (entre otros) compiten fuerte en el campeonato por saber cuál es el caudillo más zafio.  Y nuestro Peje, ¡ay! Basta asomarse a un par de sus insufribles mañaneras para darse cuenta de las ingentes limitaciones del personaje. ¡Pero qué ausencia de estatura política! ¡Qué carencia de visión de Estado! ¡Cuán mediocre es el sujeto! ¡Fuchi! ¡Caca!

La utilización de un lenguaje político elemental ayuda al buen demagogo a marcar distancia con las odiadas élites, aficionadas a los razonamientos rebuscados, y los acerca al “hombre común”, al sagrado “Pueblo”. Aristóteles define al demagogo como un “adulador del pueblo” y Platón reduce el arte de la demagogia a la capacidad de adivinar los gustos y los deseos de las masas solo para poder replicarlas en la retórica: “decirle al pueblo exclusivamente lo que el pueblo quiere escuchar”. Cuando los clásicos hacen referencia al “pueblo” (demos), no aluden al cuerpo cívico en su totalidad, sino a los estratos más humildes  obligados a desempeñar trabajos manuales para sobrevivir y, por ende, “no tienen la posibilidad de cultivar la mente y resultan particularmente vulnerables a las falacias de los demagogos, quienes saben descender a su nivel, simplificar el mensaje, adaptar el lenguaje a su gusto”. Así se proyectan como líderes auténticos y sinceros. Por eso recurren a insultos y descalificaciones pueriles, exhiben y promueven un desusado interés por asuntos irrelevantes e incluso llegan a sentirse orgullosos de sus incoherencias y “gaffes”. De esta forma imponen sus cutres conceptos y valores en el debate. Simplificaciones, vulgaridades, desahogos. En el interés de mantener a los ciudadanos “eternos niños”, utilizan el lenguaje de la calle para, pretendidamente, “acercar el poder al pueblo”, pero en realidad promueven la renuncia al raciocinio y a la capacidad crítica. Le dan la razón a Paul Valéry, quien definió a la política como “el arte de mantener a la gente apartada de los asuntos que verdaderamente le conciernen”.

 

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