viernes 29 marzo 2024

Indecencia

por Pedro Arturo Aguirre

La política nunca ha sido una labor precisamente incólume, pero estos tiempos oscuros son los del paroxismo de la indecencia. Es una era de populismos desbocados, verdades alternativas, xenofobia, discurso de odio, cinismo e hipocresía, todo ello manifiesto en sus más exacerbadas formas. A lo largo de los cinco continentes las democracias se degradan hasta convertirse en grotescas caricaturas, incluso en países de profunda raigambre democrática como, se supone, es Estados Unidos. El (todavía) país más poderoso del mundo ha estado desde siempre orgulloso de su vigorosa vida institucional. Cuando Donald Trump ganó la presidencia muchos analistas afirmaron que las eficaces instituciones políticas serían el antídoto perfecto para las pulsiones autoritarias y el incontrolado narcisismo del nuevo presidente. Para eso estaban los jueces, los partidos, el Congreso y la opinión pública. Pero esos contrapesos han sido minados por el Partido Republicano.

Desde hace ya un par de décadas los republicanos funcionan como una secta. Cerraron el gobierno en la década de 1990 y entablaron un juicio de impeachment a Bill Clinton por una cuestión mucho menos grave que cualquiera de las muchas tropelías de Trump. Con Barack Obama avivaron las llamas del racismo con la teoría de supuesto nacimiento del presidente en Kenia, mantuvieron a la economía global como rehén para forzar recortes del gasto público y adoptaron el obstruccionismo como razón de ser de su labor legislativa. Últimamente se han dedicado a aprobar reglas electorales diseñadas para restringir el derecho del voto a las minorías y, por supuesto, tenemos la forma precipitada como pretenden hacer aprobar el nombramiento de una jueza conservadora para la Suprema Corte cuando estamos a escasas semanas de la celebración de la elección presidencial. Este caso no puede ser considerado aislado. Es sintomático de la profunda descomposición de la política estadounidense.

Este tipo de radicalismo no es en absoluto normal. Los republicanos se alejan del conservadurismo tradicional y se radicalizan, pareciéndose cada vez más a partidos extremistas como el Fidesz de Viktor Orbán en Hungría o el AKP de Recep Tayyip Erdogan en Turquía, los cuales han trabajado activamente para desmantelar la democracia en sus respectivos países. El otrora “partido de Lincoln” sigue con cada vez mayor claridad patrones comunes vistos entre los autoritarios populistas que inicialmente ganaron el poder por medios electorales y, ya en el gobierno, hicieron aprobar cambios legales destinados a asegurar la hegemonía de un solo partido y, al mismo tiempo, se afanaron en marginar o controlar instituciones de rendición de cuentas como el Poder Judicial y los organismos autónomos.

Y esto lo hacen de forma indecente, supuestamente a nombre del pueblo y de la “genuina democracia”. Indecencia como la exhibida por el hoy convaleciente Trump (¡de Covid-19! ¿Justicia divina o poética?), quien durante el debate presidencial prodigó interrupciones y arrebatos de crasa vulgaridad. Repitió el Duce de Mar-a-Lago que los demócratas pretenden robarse la elección y se negó, una vez más, a garantizar una transición pacífica en caso de perder. Trump adopta la postura clásica del aspirante a dictador de república bananera: mis oponentes no pueden ganar, y si lo hacen, simplemente no lo aceptaré. Todo esto lo dice y hace con la indecente complicidad del Partido Republicano.

Dicen los politólogos Ziblatt y Levitsky (autores de un libro de moda, ¿Cómo mueren las democracias?) que el proceso del fin de un régimen democrático comienza cuando un partido en el gobierno adultera las normas fundamentales para neutralizar contrapesos del poder. Las Cortes Supremas, en su papel de máximas intérpretes de la Constitución de una República, son bastiones esenciales de la división de poderes. Por eso es que los tiranuelos de nueva cepa, como los que padecen en Venezuela, Turquía, Hungría y un cada vez más largo etcétera, procuran someterlas a la brevedad posible. Sucede ahora en Argentina, donde el partido peronista pretende abusar de su mayoría parlamentaria para reemplazar a los magistrados que considera no afines.

¡Y en México! Bueno, entre nosotros el paroxismo de indecencia lo acabamos de ver con la ignominiosa resolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) sobre la absurda consulta para enjuiciar a los expresidentes, hecha a la medida para complacer el capricho de un presidente autoritario. De manera asaz indecente el ministro Arturo Zaldívar renunció a sus obligaciones como jurisconsulto neutral y experto para forzar una decisión recurriendo a la más pedestre politiquería. Quedó en evidencia que carecemos de un tribunal constitucional confiable. Es de una gravedad tal lo sucedido que podemos dar por muerto el Estado de derecho. Ahora cualquier cosa puede pasar. Se declaró la constitucionalidad de una propuesta extravagante y peligrosa. El galimatías redactado por los jueces de la SCJN para dar gusto a Andrés Manuel López Obrador será recordado como una infamia histórica: incoherente, confuso, una joya solo concebible en el surrealista país natal de Mario Moreno “Cantinflas”. Cedió la Corte a las presiones y amenazas veladas de un presidente desbocado, quien le había advertido: “Si se rechaza la consulta popular sobre el juicio contra cinco expresidentes, yo me deslindo y que el Poder Judicial asuma su responsabilidad”. Incluso el caudillo habló de la eventual presentación de una iniciativa de reforma al artículo 35 constitucional, con el propósito de “evitar la cancelación de la democracia participativa y salvar el derecho del pueblo a ser consultado”.

Todo esto es indecente porque constituye una grave afrenta para los ciudadanos de nuestro país. Un sistema político decente es aquel en donde la autoridad no humilla a sus ciudadanos. La humillación ciudadana es la característica más descriptiva de lo que sucede en las naciones donde se afianzan los nuevos autoritarismos. Se humilla a quienes se miente, manipula y engaña constantemente. Y humillar es la pasión favorita del dictador carente de empatía con sus súbditos, interesado solo en incrementar su poder.

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