viernes 19 abril 2024

García Márquez, el centro del universo y los periodistas

por Marco Levario Turcott

Conozco a varias personas que están seguras de que desempeñan el mejor oficio del mundo y están orgullosas de ello. Pienso por ejemplo en doña Mary, una restauradora de porcelana (y no de cualquier cocido, en serio, no conozco a nadie mejor que ella para trabajar el sevres y el buscuit); también pienso en don José, que en la colonia Guerrero de la Ciudad de México hizo los mejores pozoles que yo recuerde por allá en los lejanos años setenta, o en mi abuelo Roberto quien, según mi padre, decía que trabajar el linotipo era de lo mejor que podía hacer alguien, o en el viejo Eladio, que vende libros y revistas en el mercado de La Lagunilla. Todos ellos alguna vez me comentaron, reitero, que el suyo era el mejor oficio del mundo, así como en alguna ocasión Gabriel García Márquez enarboló sobre el periodismo.

Pero hallo una diferencia central entre doña Mary y el periodista: si ella, por la razón que sea, no pintó bien el plato de limoges que le encargaron, podría suscitar un conflicto que no pasaría a más aunque, en cualquier caso, eso no nos afecta ni ustedes ni a mí; pero si el profesional de la información difunde falsedades o incurre en sesgos -con intención o sin ello- esto tiene una repercusión social. Las pifias pueden ser intrascendentes o incluso chuscas, ahí está el sitio de Sin Embargo que registró a un hombre que habría muerto aplastado por su colección de revistas pornográficas, lo cual de haber sido cierto, no deja de tener cierto donaire poético o un desplante de irreverencia frente al imperio de lo políticamente correcto; el asunto es delicado cuando el periodista distorsiona noticias de otro calado, como al afirmar que el precio de un kilo de jitomates es el mismo que el de un barril de petróleo, o cuando alguien sostiene sin más pruebas que su dicho –y a eso le llama periodismo– que nuestro país podría ser invadido por el ejército de Estados Unidos.

Foto/MLT

Si don Luis olvidó poner ajo al caldo lo más seguro es que el pozole esté insípido, pero no es como para que esto se “viralice” en las redes; el asunto es distinto si un medio difunde el baile de unos albañiles que le dan duro a la cadera al ritmo de “Sopa de caracol…” pero nada dice de la bendición que hace poco le dieron a Andrés Manuel López Obrador –quien participó del rezo en desdoro del Estado laico. Ese fue el caso de Aristegui Noticias, y hay otros excesos recientes que remiten a la acusación directa que un periodista hace de otro personaje público sin que ello tenga soporte, y que no es lo mismo que don Eladio nos vendiera una revista “Águila Solitaria” sin una página; fue el caso de Joaquín López-Dóriga V. quien, con una mano en la cintura y otra en su cuenta de Twitter, acusó de homicida y pederasta al exgobernador de Oaxaca, José Murat y horas después, también así no más, o sea, sin explicar al lector, retiró el señalamiento y ofreció disculpas. Las omisiones informativas y los excesos editoriales sí tienen un efecto importante y no los pedacitos de letras de mi abuelo desperdigados en las habitaciones del olvido de mi familia.

Lo que sí puedo asegurar es que buena parte de los periodistas actuamos como si fuéramos el centro del universo, que somos poco proclives a la autocrítica y que, a veces, la soberbia nos lleva a enarbolar junto con Gabriel García Márquez que desempeñamos el mejor oficio del mundo. Por mi parte, declaro mi ignorancia como para expresar una proclama así, lo más que puedo decir en todo caso es que para mí el mejor oficio del mundo es saberse aprendiz de todo y, dentro de ello, vivir la aventura de reventar el grano de elote en su punto exacto o tallar el contorno de una Venus de alabastro.

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