jueves 28 marzo 2024

Fuerte

por Nicolás Alvarado

Una vez fui funcionario público. Dirigía yo una televisora universitaria en tiempos de las protestas de los sindicatos de maestros –y particularmente de la CNTE– por la reforma educativa. Un día fui alertado de la inminente toma de las instalaciones por un colectivo de alumnos de la universidad y maestros adscritos a esa central. Con ayuda de las autoridades de la institución, y de mi entonces equipo, diseñé una estrategia para encarar una visita que se antojaba dificultosa.

Llegaron más o menos a la hora prevista, con pancartas injuriosas para mí. Los recibí solo, en la puerta del predio, y los hice pasar al estacionamiento. Les pregunté cuáles eran sus demandas. Aguanté los cuestionamientos a mi persona, mi trayectoria y mis ideas. Les pregunté qué esperaban de la televisora. Leer un comunicado en el momento mismo, respondieron. Accedí y les ofrecí algo más: participar en la grabación de un programa especial, que se transmitiría íntegro esa noche, para discutir los contenidos de la reforma con tres expertos en educación, de posturas disímbolas. Les pedí que sólo participaran dos. Se negaron. Negociamos. El mensaje lo darían todos a cuadro. Y participarían sólo dos en el programa. Diré que la sorpresa ante mi actitud receptiva contribuyó a que aceptaran. La cosa salió bien.

Cuando se retiraban, alguno –un alumno– pregunto por qué, viniendo yo de donde venía –infiero que el fraseo quería decir de Polanco y/o de la Ibero y/o de Televisa– y pensando como pensaba –con ideas liberales que acaso ellos tildaran de gobiernistas–, había yo accedido a sus demandas. La respuesta me surgió espontánea: porque ésa no era mi televisora sino la de los universitarios, y la institución no me había encomendado sino su administración y custodia. Al tratarse de un espacio público, mi trabajo era que contribuyera a la satisfacción de las demandas públicas en un marco ordenado y seguro; lo que yo pensara resultaba del todo irrelevante en ese contexto. (No así –no lo dije entonces pero lo digo ahora– en un libro o un artículo de opinión, espacios en los que, entonces como ahora, actúo como mero ciudadano y no como servidor público.)

No es uno de mis episodios favoritos de mi vida profesional, y ni siquiera de ese proyecto malhadado. No juzgo heroica mi actuación en él: hice mi trabajo, no más pero nunca menos. No pensaba rememorarlo por escrito jamás. Hasta que el Señor de Palacio erigió su Fuerte.

Fotografía: Reuters

Yo era un funcionario menor; él es el presidente de la República. Por tanto, yo no podía satisfacer demandas de fondo –a lo sumo podía facilitar que la institución les diera voz–; él sí. Las reivindicaciones de ellos distaban mucho de gozar de consenso social; las de ellas –las excluidas del espacio público por el Fuerte– lo tienen todo porque son legítimas.

Cierto: no me gustaba el modo de expresarlo de ellos y, por cierto, tampoco me simpatiza el de ellas: soy un burgués que trabaja con ideas, que cree en el poder de la pluma más que en el del aerosol, en el diálogo más que en la protesta, en el discurso más que en la consigna. Pero eso lo digo aquí, como ciudadano de a pie que se gana la vida en el sector privado, que no vive del erario público, en un texto de autor. Entonces y ahí, mi responsabilidad era posibilitar la expresión de las reivindicaciones de la comunidad; ahora y aquí, la responsabilidad del presidente –empleado de ellas, de ellos, de nosotros, como lo fui yo entonces, como es todo servidor público– es atender, escuchar, dialogar, resolver. En vez de eso, el Señor se encerró en su Palacio (prestado) y lo fortificó.

Qué fuerte (es decir qué aparejo desmesurado y cobarde esa valla que levantó para mantenerlas a raya). Qué fuerte (es decir qué omnímodo y central es el poder que se arroga). Y, sí, qué fuerte (qué grave, qué lamentable, qué terrible es la indolencia de un gobernante que insiste en su cháchara autorreferencial en vez de escuchar y atender a las ciudadanas.)


IG: nicolasalvaradolector

 

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