jueves 28 marzo 2024

Frankenstein

por Regina Freyman
Recordad que soy vuestra criatura. Debía ser vuestro Adán,
pero soy más bien el ángel caído a quien negáis toda dicha.
Doquiera que mire, veo felicidad de la cual sólo yo estoy irrevocablemente excluido.
Yo era bueno y cariñoso; el sufrimiento me ha envilecido.
Concededme la felicidad, y volveré a ser virtuoso.
Mary Shelley

Arte: Yaiza del Mar @schmid_yaiza /Domestika

Creo que es la primera vez que mi cuerpo entero se rehúsa a escribir. La semana pasada un malestar se apoderó y vomité como pretexto para no pensar. Hoy, mis pies hormiguean como indicio de un letargo, una forma rebelde de manifestar: nosotros aquí no estamos, dormimos y no queremos ser perturbados.

Mis dedos se agitan jalando a sus extremidades, convocándolas a salir de resguardo ¿Qué temen? Una vez más, que los llamen a confrontar el duelo. El dichoso tema de la herencia de mi hermano revolotea como un buitre entre los estragos de su muerte y la pandemia que no cesa. Tener que ir a la Ciudad de México es salir de mi paraíso, de esta casa llena de árboles y aves. Imagino que los árboles son vástagos del legendario roble sagrado de los griegos al que las pitonisas, las “palomas”, escuchaban porque sus hojas musitaban los designios del dios. Ese santuario estaba dedicado a Zeus y a la Diosa Madre, a la que llamaban Dione. No tengo dioses o los tengo a todos, mi flor de loto en la fuente de mi hermano, mi colección de libros con espíritu de mi padre; las muecas que me delatan como hija de mi madre o la voz de mi hermana que me sorprende en mi garganta. Nos cuentan los historiadores que las sacerdotisas del bosque leían el murmullo de la caída de las hojas del roble. Pequeñas láminas de plomo se grababan a modo de pregunta para las adivinas.

Así que voy descalza aquí y allá entre el pasto siempre húmedo, tirando papelitos con preguntas sin respuesta. Avanzo a través del abrazo húmedo y cálido de esta costa. La piel siente siempre, es imposible no recordar que se está vivo, un mosco pica, una hormiga te camina, la temperatura te exprime miles de gotas de sudor o las arenas constantes se tatúan entre los poros y ni el baño te permite estar libre de corpúsculos.

El sábado fue el cumpleaños de mi compadre, un niño de 6 años, nieto del don Mariano, el artista jardinero que cultiva este lugar. Alex, así se llama el niño, cada noche grita con una voz impostada, tratando de imitar al abuelo, “Compadre” al velador de la noche, don Jesús.

Así que volví a Alex, mi propio compadre y así le digo. Nos hemos vuelto grandes amigos y me invitó a su fiesta. Pocas veces he sido tan bien recibida, él es hijo único y le gusta jugar conmigo, armamos legos y dibujamos, soy su comadre y me he ganado el privilegio de que salga a recibirme en su fiesta y me llene de abrazos. Su familia es de Guerrero y de Michoacán. Su situación es la de esa clase media a la que hemos aludido, pero más cercana a la baja que la nuestra, que somos los “patrones”. Irremediablemente noto que son felices y me percato de mis mutilaciones. Las preguntas me crecen aunque las palomas no quieran responderlas ¿Por qué se murieron tan pronto? ¿Quién lo hubiera vaticinado? ¿Será acaso que no supe escuchar el rumor de las hojas? ¿Fue tanta ropa la que me impedía sentir el andar de las hormigas? ¿Qué no existe oración o meditación que impida que me piquen los mosquitos? o ¿qué te tomas contra la pesadilla de Sísifo?

El otro día, con el compadre armé a mi Frankenstein: fue hecho de piezas de lego, de recortes de las revistas, mapas y volantes de los viajes; de trozos de telas sobrantes, de listones y diamantina. Un tótem, un vudú que representa a los que me faltan. Tiene la nariz de mi madre y los ojos de mi hermano, la seducción de mi padre de buenas; la perspicacia e ingenio de mi hermana. Sabe escuchar como Tomás y hablar como Tomás grande; puede abrazar como Patricia y reír como Patricia chica y de pronto me percato que son ellos mis extremidades. Ahora sí podemos jugar.

Pero la voz de Pato, mi primo hermano, mi maestro de guion, el verdadero escritor de la familia me pregunta: ¿A qué juegas, Rejas? ¿Qué no te he dicho que los protagonistas deben transformarse y tener un deseo? ¿Lo tienes claro?

Sí. Mi protagonista es un monstruo de cinco cabezas, su deseo es llegar a viejo sintiendo hormigas caminándole por el cuerpo, escuchando los vaticinios de las hojas, las aves y los vientos. Mi monstruo espía desde su jardín como lo hiciera ese gigante egoísta, pero jugando con los compadres que lo quieran visitar. Mi monstruo quiere ser abrazo para los huérfanos y concilio de los obsoletos; mi monstruo quiere engendrar miedo a los injustos y quiere escribir hasta que se le sequen los ojos y contar hasta que la lengua se haga lija y se seque de palabras. Mi monstruo quiere quedarse a jugar con el compadre y no enfrentar litigios ni cosas aburridas de la ciudad de la gente grande.

 

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