jueves 28 marzo 2024

Epitafio

por José Antonio Polo Oteyza

Si en algo estaban de acuerdo los sacerdotes de la razón de Estado y comentaristas diversos, era en el cuento de un sistema fuerte, sobre todo a partir de sus abusos más conspicuos, esos que en realidad desnudaban sus miserias. Todavía hay quienes, extrapolando el cuento, ven poderes omnímodos ahí donde la ignorancia y la incompetencia son palmarias. La realidad es bastante obvia: las distintas expresiones del Estado constituyen una pedacería frágil pero importante, por influencia política, por alguna capacidad operativa, por información y presupuestos, por su poder simbólico —no por nada matan a presidentes municipales. Con todo, el despliegue estatal es, sin excepción, artrítico; las instituciones, sin aire por el penúltimo recorte; aturdidas por exigencias sin fin, la policía, la clínica, la escuela.

Hace tiempo que el desmantelamiento del Estado dejó de ser una metáfora y hoy se acelera merced a un grupo político especializado en que las más tristes caracterizaciones del país se queden cortas. Pero hay algo peor, mucho peor que el desmantelamiento, finalmente proceso inconcluso que pudiera detenerse y revertirse: lo que podría definirse como “vacío de Estado”, una circunstancia en la que no existen leyes ni reglas ni parámetros éticos de ninguna especie.

Ha habido (y hay) lugares y periodos en donde no sólo no hubo (ni hay) sombra de autoridad ni de cualquier contención, y en los que organizaciones criminales asesinaron (y asesinan) con una sevicia sistemática, por lo que dejan mataderos que desafían cualquier capacidad pericial. Es un limbo, una modalidad del infierno, y de esto hay referentes de sobra. El Holocausto, por ejemplo, no ajusta del todo con la imagen de un Estado totalitario, una máquina de matar, porque en gran medida fue una cacería de judíos por parte de escuadrones y cuadrillas de asesinos alemanes (y otros), en un gran espacio, Europa oriental, en el que se destruyó literalmente cualquier vestigio de Estado, y que se convirtió, por tanto, en un páramo sin límites para el exterminio. Eso es lo que sucede en cualquier parte donde empata una definición asesina con una impunidad plena.

Cuartoscuro

En el país confluyen la destrucción institucional, las relaciones violentas entre comunidades, organizaciones sociales, crimen organizado y gobiernos, y los limbos donde se tortura y mata en masa. Lo tiene claro, desde luego, el colectivo de familias que hace unos días solicitó a una banda criminal que les permita entrar en un depósito de restos humanos (en prensa se desliza el término “centro de exterminio” sin generar, por cierto, mayor turbulencia en la dimensión de los políticos enanos). Evidentemente, el colectivo consideró una pérdida de tiempo voltear hacia un gobernador, un procurador o un presidente, fantasmas lánguidos sin consecuencia, y apeló a la “compasión y buen corazón” de los asesinos.

El comunicado, epitafio de un país derrotado por sí mismo, no mueve a un gobierno federal (en realidad municipal) que dice atender las causas del horror con tianguis, programas de bacheo y la enésima kermés, ahora alrededor de una maqueta de templo indígena, gesto grotesco para mentarle la madre a una conquista “fracasada”; es lo que nos dice, desde la victimización suprema, con nombre español y en castellano, quien gusta despachar en palacio imperial. Un poco confuso todo, mientras las víctimas, las de verdad, suplican ante el abismo, némesis de un delirio de cartón.

También te puede interesar