jueves 28 marzo 2024

El silencio de la Corte

por Luis de la Barreda Solórzano

329 años después del célebre gran proceso de Salem, Elizabeth Johnson Jr., la única de las mujeres condenadas por brujería en ese proceso a quien no se había rehabilitado oficialmente, fue por fin desagraviada.

Se sospechaba de ella porque mostraba actitudes de inestabilidad mental, era soltera y no tenía hijos. ¡Vaya indicios! Y como si la brujería fuera contagiosa, 30 miembros de su familia —su madre, varias tías y su abuelo— también fueron juzgados. Elizabeth se declaró culpable, lo que la libró de la horca, no de la condena —incluso se le declaró formalmente muerta— ni del estigma con el que cargó hasta su muerte, a los 77 años, una longevidad que muy pocos alcanzaban en aquel tiempo. Se le indultó, pero no fue absuelta.

Como sabemos, los juicios por brujería se basaban en rumores, supersticiones y la misoginia de los inquisidores, quienes deseaban a las mujeres, pero también les temían. Es que el deseo atormentaba a los curas pues habían hecho voto de castidad, y la tentación erótica era tan ardiente que solían atribuirla a la alianza de las mujeres deseadas con Satanás. Ahora, al fin, se le ha hecho justicia a Elizabeth, o más bien a su memoria y a su espíritu, pues la mujer ya no pudo disfrutar de la reivindicación de su buen nombre.

Esa tardanza me hace pensar en los tiempos de la Suprema Corte de Justicia mexicana para resolver ciertas acciones de inconstitucionalidad. “¡Que resuelva la Suprema Corte!” respondió el Presidente cuando se le interrogó acerca de si su anunciada militarización de la Guardia Nacional no sería inconstitucional. Cuando el titular del Poder Ejecutivo eludió contestar esa pregunta señalando que la cuestión sería resuelta por nuestro máximo tribunal, sin duda tuvo en mente que éste se demorará todo el mesozoico en resolver. Esperemos que para entonces Dios nos preste vida, pero probablemente el sexenio actual ya habrá concluido.

De acuerdo, amables lectoras y lectores, estoy exagerando, pero por favor adviertan lo siguiente. La Suprema Corte tarda en promedio 282 días —un poco más de los nueve meses que dura un embarazo— en resolver una acción de inconstitucionalidad (dato obtenido por Intersecta), pero se concede a sí misma un plazo considerablemente mayor en determinados casos. Desde el 26 de junio de 2019, hace más de tres años —si no me equivoco en mis cuentas, 1,149 días exactamente—, Luis Raúl González Pérez, entonces presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos —cuando esa comisión era realmente, todavía, un organismo protector de esos derechos—, interpuso tres acciones de inconstitucionalidad relacionadas con la militarización de la seguridad pública. En esa clase de asuntos el alto tribunal no tiene prisa.

La presidencia de la Suprema Corte, advierte Héctor Aguilar Camín, ha dejado dormir más del tiempo promedio acciones de inconstitucionalidad claves: ningún otro poder del Estado ha sido “más cómplice del recurso metódico a la ilegalidad de este gobierno”, lo que hace lucir a nuestro máximo tribunal como una institución “a la vez politizada y temerosa” (La Corte ausente, Milenio, 11 de agosto).

Washington Irving narra la historia de Rip van Winkle, un aldeano que tras salir de su casa se durmió en las montañas de Catskill, en el estado de Nueva York, y despertó 20 años después. Cuando regresó a su pueblo, todo estaba irreconocible. Si la Suprema Corte se sigue demorando como hasta ahora en resolver acciones de inconstitucionalidad que tienen que ver con la esencia misma de nuestro régimen jurídico-político, tal régimen será también irreconocible cuando al fin resuelva.

Una Suprema Corte de Justicia de la Nación silente, aletargada, cohibida, cuidadosa de no encender la ira del Presidente con sus resoluciones, no es el máximo tribunal que requiere la defensa de la Constitución y los derechos humanos, sobre todo en el delicado y crucial momento que vivimos, en el que el autoritarismo está erosionado gravemente el Estado de derecho.

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