jueves 28 marzo 2024

El sacrificio

por Juan Villoro

Al visitar los museos de las culturas prehispánicas cuesta trabajo aceptar la relevancia que en ellas tuvo el sacrificio humano; sin embargo, esas muertes tenían un poderoso sentido simbólico. Un cosmos amenazante, regido por dioses tempestuosos, debía ser pacificado a cambio de lo más valioso. La vida humana no era derrochada, sino puesta en valor por medio del sacrificio. Esa economía de la sangre puede parecer cruel e innecesaria, pero sin duda estaba dotada de sentido.

¿Qué podemos decir, en cambio, de las muertes que ocurren a diario en el país? El peligro invade todos los rincones. En una colonia residencial o en el más modesto de los microbuses alguien puede ser secuestrado. En abril, Reforma publicó en su portada la foto de una chica junto a una carretera nocturna. Fue la última imagen de Debanhi Escobar. El retrato era escalofriante, no por lo que ahí sucedía, sino por lo que podía suceder. La escena de una mujer joven que aguarda un transporte debería ser normal; por desgracia, en el México contemporáneo, eso es la antesala del crimen.

En junio de 2021 el secretario de Seguridad de la Ciudad de México, Omar García Harfuch, sobrevivió a un atentado en el que recibió 414 disparos en su coche, en pleno Paseo de la Reforma. Ese desplante criminal tenía un solo propósito: demostrar que podía ocurrir. No se trataba de tomar una plaza, ni siquiera de eliminar al oponente que sobrevivió de milagro, sino de comprobar que el poder alterno de las balas no puede ser detenido.

Toda civilización se define por sus ritos funerarios. Del antiguo Egipto a la Antígona de Sófocles, pasando por la Tumba 7 de Monte Albán, las más distintas culturas han buscado formas de sobreponerse al desafío de la muerte.

¿Qué podemos decir de nuestro tiempo? El horizonte se ha degradado de tal modo que no sólo se asesina; los cuerpos son torturados, violados, mutilados y desaparecidos. En las zonas semidesérticas, los arqueólogos suelen buscar promontorios en los que crecen arbustos gracias a los vestigios de vida bajo la tierra. Ahora, los arbustos no anuncian restos arqueológicos, sino fosas comunes.

Imposible levantar el inventario completo de la barbarie. Me concentro en un horror reciente. Los sacerdotes jesuitas Javier Campos y Joaquín Mora, de 79 y 80 años, fueron asesinados en la iglesia de Cerocahui, en la Sierra Tarahumara, cuando protegían al guía turístico Pedro Palma, que corrió la misma suerte. Los criminales huyeron con los cuerpos en una camioneta.

Pedro Palma había trabajado en Estados Unidos y regresó al país para recorrer la sierra que era su patria de elección. Trabajaba con agencias dedicadas al turismo ecológico. Pero está visto que pocas cosas se han vuelto tan peligrosas como conocer y valorar los recursos naturales. Los defensores de la ecología están bajo la amenaza de quienes explotan el territorio en forma inmoderada. No es infrecuente que ciertas empresas -muchas de ellas extranjeras- pacten con el crimen organizado para continuar la explotación. Palma no era un activista que confrontara a los poderes fácticos, pero es posible que su sola condición de conocedor de las rutas en la sierra lo haya convertido en lo que se puede convertir todo mexicano: un enemigo, es decir, una víctima.

Por su parte, los sacerdotes jesuitas tenían una larga tradición de apoyo a las comunidades. En la estela del padre Hurtado y su Iglesia de los Pobres, socorrían a los que menos tienen. Martín Solares, autor de la novela Los minutos negros, protagonizada por un jesuita de Tampico, estudió en el colegio Cultural de esa ciudad con Joaquín Mora. En un espléndido artículo publicado en El Universal, Solares recuerda a su maestro: “Cuando pasó por Tamaulipas eligió a la colonia Pescadores para impartir misas y prestar servicio a los más menesterosos. De manera obligatoria nos llevó a uno por uno de sus alumnos a constatar las condiciones en que vivía la gente en una de las regiones más abandonadas del estado […] Al ver su ejemplo, incluso las personas más ateas de Tamaulipas se referían a él como un santo”.

Seguramente, los sacerdotes enfrentaron la fatalidad con una entereza de la que muchos carecemos. Murieron en defensa de una vida ajena, pero ese gesto admirable no brinda el menor consuelo, pues no merecían ese destino.

Su martirio anuncia el de cualquiera de nosotros.


Este artículo fue publicado en Reforma el 24 de junio de 2022. Agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.

También te puede interesar