viernes 29 marzo 2024

El héroe anónimo de La Marsellesa

por Marco Levario Turcott

En 1792 la Asamblea Nacional dudaba entre la guerra contra la coalición del emperador y los reyes, o la paz. Luis XVI presiente la victoria de los revolucionarios, los girondinos quieren la guerra porque buscan preservar su poder mientras Robespierre y los jacobinos luchan por la paz. La discusión en los clubes y las cafeterías es intensa, no sólo en las instancias formales de todos conocidas. El relato que hace al respecto Stefan Zweig es espléndido.

París arde, y pueblos enteros se preparan para la guerra. Miles de milicianos son reclutados y las tropas se agrupan. Alemania y Francia están a punto de volver a pelear. El 25 de abril se declara la guerra y las tropas marchan, un regimiento para allá y otro regimiento para acá, la emoción tensa el rostro; hay una mezcla de temor, furia y orgullo nacionalista. Y ahí están los clarines y los tambores que surcan el cielo donde se asoma la luna resplandeciente; poco a poco se expande el canto también, sí, la gente canta una canción tradicional de baile insolente. “La masa aclama jubilosa las ardientes proclamas”, detalla Zweig.

Pero el país no tenía un himno.

Rouget de Lisle es un joven militar de guarnición a quien el burgomaestre Dietrich recuerda como el compositor de un himno hace algunos años en favor de la libertad, justo el día en que había sido proclamada la Constitución. Dietrich le pide al muchacho Rouguet componer algunas palabras para el ejército del Rin y este ya en su habitación ronda sobre las proclamas que ha escuchado, se remite al miedo también y, en particular, a que tienen los campesinos de que sus tierras se manchen de sangre. Y así le surgen las primeras palabras:

Allons, enfants de la patrie,
Le jour de gloire est arrivé!

Y entonces sujeta su violín y ensaya. El himno surge como cuando amanece como un clamor de furia, entusiasmo y miedo. Rouget acomoda todas las palabras que había escuchado y le va dando ritmo en la partitura:

Amour sacre de la patrie,
Conduis, soutiens nos bras vengeurs!…

Y luego el joven cayó rendido hasta que las campanas de Múnster avisaron de un nuevo día.

Al despertar el militar sabía que tenía algo entre las manos y así lo llevó. Su composición no tuvo la recepción que él esperaba pero aún no sabía que esta no era para un canto de tenor como lo comprobó después cuando ese canto de guerra se entonó por el batallón de los marselleses durante su marcha a París en julio de 1792. Y esto fue más o menos así:

Prestos a la marcha los militares rondaban las mesas hasta que un estudiante de medicina se paró, comenzó a golpear rítmicamente un vaso de vidrio con una cuchara y entonó esa obra de arte como si se desempolvara una escultura de Miguel Ángel. Todos callan según el relato de Zwieg pues no conocían la letra pero poco a poco les entra en la piel. La chispa se enciende y cada estrofa es aclamada con júbilo, “y ya cantan todos juntos el atronador estribillo”: “Aux armes, citoyens! Formez vos batailllons!”.

La primera gran victoria de la Marsellesa, dice nuestro autor, ocurre en París, el 30 de julio de 1792 el batallón ronda todas las calles con el himno hasta que lo cantaron cientos de miles como si fueran una sola garganta. Así lo escribe Zweig:

“Sobre todas las batallas de Francia arrastrando a incontables seres al entusiasmo y a la muerte, se cierne ahora La Marsellesa, como en otro tiempo Niké, la diosa alada de la victoria”.

El himno expresó el cúmulo de sentimientos de los franceses y acaso por eso quizá no tiene un autor en realidad. O al menos eso podría explicar que ni en aquellos tiempos ni en estos ese joven, Rouget de Lisle, hubiera trascendido por componer esta obra de arte.

Ah, casi lo olvido, Rouget de Lisle murió un día como hoy, en 1836. Y ahora apenas es recordado, aquí y allá de manera aislada y acaso también, en un modesto muro de la era digital que sobrevendría casi 200 años después.

También te puede interesar