jueves 28 marzo 2024

El fin de la inteligencia

por Juan Villoro

El 11 de diciembre de 2020 murió James Flynn, filósofo y psicólogo que estudió la evolución de la inteligencia humana. A él se deben estadísticas decisivas sobre el rendimiento cerebral, un campo muy reciente, tomando en cuenta que el Homo sapiens lleva 315 mil años metido en problemas y los tests de cociente intelectual se aplican apenas desde hace un siglo.

Cuando visitamos un castillo convertido en museo nos sorprendemos de lo pequeñas que eran las camas de los reyes. Tan solo desde el siglo XIX la humanidad ha aumentado 11 centímetros de altura. El cerebro ha tenido un desarrollo parecido. De acuerdo con Flynn, durante el siglo XX el IQ de la humanidad aumentó hasta 30 puntos en algunos países (el de un genio es superior a 140 puntos). Este incremento es conocido como “el efecto Flynn”.

De manera simbólica, el autor de ¿Qué es la inteligencia? murió cuando diversos especialistas informaban que la capacidad cognitiva ha disminuido. Para comprobarlo, basta ver el elenco de mandatarios que gobierna el planeta. Pero las consecuencias pueden ser aún más graves. En el portal Think, de la NBC, Evan Horowitz escribió: “Esto no sólo significa que tendremos otras 15 temporadas de las Kardashians”. La capacidad de entender el mundo está menguando.

En 2018, Peter Dockrill informó en Science Alert que un estudio de 730 mil tests de IQ, realizado en Noruega, reveló que la humanidad alcanzó su pináculo intelectual a mediados de los años setenta. A partir de entonces vamos cuesta abajo. Otra investigación, citada por David Robson en BBC Future, señala que desde los noventa el IQ desciende 0.2 puntos al año en Finlandia, Noruega y Dinamarca, siete puntos por generación.

¿A qué se debe esto? La hipótesis de Robson, autor de The Intelligence Trap: Why Smart People Make Dumb Mistakes, es que la inteligencia humana depende de condicionantes sociales que han cambiado en forma radical. En tiempos remotos, ponerse de acuerdo para ir de cacería era un asunto de supervivencia. Desde entonces los sentimientos jugaban un papel fundamental en una especie donde unos se ofenden, otros se desesperan y otros desconfían. Hoy en día, llegar a acuerdos es un reto para cualquier equipo de trabajo. Ante un mamut, eso era de vida o muerte. La socialización salva a la manada y justifica al think tank.

El gran neurocientífico mexicano Pablo Rudomín resume la inteligencia como la capacidad de resolver problemas. Antes de la revolución digital, ir de un lugar a otro requería de orientarse en el espacio y retener informaciones. Ahora el GPS hace la tarea y la telefonía celular elimina destrezas memoriosas. Hace décadas, una persona podía tener diez números de teléfonos en la cabeza. Sin representar un gran virtuosismo, eso ejercitaba la retentiva. La dependencia de las máquinas ha rebajado ciertas facultades.

A esto se agrega la menor frecuentación de los demás. El sujeto contemporáneo se relaciona con el entorno a través de las pantallas. Aunque desempeña numerosas tareas en línea, puede llegar a padecer una suerte de asperger electrónico que lo aísla de los otros y reduce al máximo sus intereses.

Durante milenios el cerebro se perfeccionó gracias a la necesidad de poner de acuerdo a personas complicadas. Si el Australopithecus incrementó su habilidad cognitiva gracias a la vida social, nosotros la perdemos por su ausencia.

En el artículo “La tecnología aumenta mientras el IQ declina”, publicado en Forbes, Will Conaway señala que los nuevos aparatos “están cambiando nuestro uso del tiempo”. El usuario exige satisfacción instantánea y no se asigna un plazo para superar obstáculos por su cuenta: si no halla una respuesta exprés, busca otra aplicación.

El panorama empeora al hacer otra comparación: el IQ decae al tiempo que la Inteligencia Artificial mejora. Conaway informa que en un lapso de 45 a 120 años los robots se harán cargo de la mayor parte de las tareas humanas. Un electrodoméstico será más sabio que mi vecino.

Pero todavía hay estímulos para pensar por cuenta propia. El más satisfactorio se llama libro. En The Torchlight List, James Flynn resumió una vida dedicada a estudiar la inteligencia con una certeza incontrovertible: “se aprende más de las grandes obras de la literatura que de las universidades”.


Este artículo fue publicado en Reforma el 22 de enero de 2021. Agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.

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