jueves 28 marzo 2024

El espejo de Carlos Fuentes

por Germán Martínez Martínez

El 15 de mayo se cumplieron diez años de la muerte del novelista Carlos Fuentes (1928-2012). Los medios de comunicación y las redes sociales de mexicanos se llenaron de comentarios sobre el personaje. Buena parte de ellos se referían a Fuentes como intelectual —es decir, como figura pública—, más que como creador literario. Esto se vincula a la conformación y las distorsiones que genera la cultura oficial, a la que me he referido antes en esta columna, y que está construida socialmente tanto por gobiernos como por ciudadanos en convergencia con otros factores. Fuentes ha estado en el centro de la cultura oficial mexicana por décadas.

La periodista Silvia Lemus, viuda de Fuentes, da continuidad a la difusión de la obra del novelista.

Las publicaciones por la conmemoración abarcaron desde ocurrencias hasta tributos de la amistad. En su columna del periódico El Universal, el empresario y político Miguel Alemán Velasco —amigo de Fuentes desde la juventud y quien produjo investigaciones sobre federalismo y financiamiento de los partidos políticos— hizo una caracterización de la vida del novelista y contó que él propició la entrevista en Televisa entre Silvia Lemus y Fuentes, que se convertiría en el primer paso de su relación amorosa. Me llamó la atención que ubicara a Fuentes más allá de “calificativos ideológicos” y de “categorizaciones políticas”, describiéndolo como detentador de una “visión crítica, severa”. Por otra parte, en Twitter, Estela Alcántara —subdirectora de difusión de TV UNAM— a título personal, calificaba a Fuentes como “analista y crítico de la realidad”, que habría puesto “en contexto la situación de México frente al mundo”. A su vez, en su columna de Milenio, el político Zoé Robledo aludió a una conversación con Fuentes en Buenos Aires, sugiriendo que, en aquel momento —a sus 19 años— él habría sido artista de algún tipo, sin hacer referencia a que el encuentro acaso era posible por su padre, Eduardo Robledo (en ese momento embajador de México en Argentina). Redondeó su relato calificando la charla como una “gran lección” de Fuentes. En esto último, por supuesto, se nota la dinámica que ahora llamamos de “autopromoción” pero, sobre todo, junto con los otros casos, se pone en evidencia la lógica de expresar elogios autorizados, que se sabe serán bien recibidos por la comunidad y que se alimentan entre sí. Alemán concluía: “Hoy la fuerza luminosa de sus ideas nos hace falta”. Difiero.

El pasado 15 de mayo se cumplieron 10 años de la muerte del novelista Carlos Fuentes.

Alcántara agregaba que Fuentes “quizá ya habría sido descalificado desde palacio como un conservador de derecha”, pero no es extravagante pensar lo contrario. Aunque en 2012 se expresó críticamente sobre el hoy presidente de México, Fuentes podría haberse convertido en el intelectual orgánico más visible del actual gobierno. No hace falta descalificar moralmente a Fuentes enfatizando que aceptó ser embajador en Francia durante el gobierno de Luis Echeverría o atribuirle, falsamente, el desvarío que probablemente profirió su amigo Fernando Benítez: que habría que escoger entre “Echeverría o el fascismo” (como Malva Flores ha recuperado, Fuentes escribió en 1961, antes de la presidencia de Echeverría, el artículo “Con el fascismo o con el pueblo. La hora de las definiciones”). Tampoco es necesario denigrar la obra de Fuentes como ensayista, género que sería el vehículo por excelencia de esa capacidad analítica; basta aproximarse a ella pensando. Un repaso de la ensayística de Carlos Fuentes revela algo distinto al espíritu crítico.

Es probable que la tarea como intelectual de Carlos Fuentes haya tenido una función pedagógica y a ella responden agradecimientos como el de Alcántara. Si bien Fuentes difundió, y se siguen publicando, ensayos de temática política, se trata de recopilaciones de conferencias y trabajos aparecidos en revistas y periódicos. Fuentes aseguró que en sus ensayos políticos había que buscar: “menos el rigor que la vivencia y más la convicción que la imposible e indeseable objetividad”. Más todavía, por mencionar sólo un ejemplo, en una conferencia en Estados Unidos del 15 de mayo de 1986 —tiempo de quiebre para el sistema político mexicano—, Fuentes abogaba por una “democracia mexicana” diferente de la democracia “estadounidense o inglesa o francesa”. Su planteamiento no distaba de argumentos sobre la excepcionalidad mexicana que, según los ideólogos priístas, justificaba el prolongado dominio de su partido.

El libro unitario y extenso de Fuentes descrito como Reflexiones sobre España y América.

La parte más significativa de la ensayística de Fuentes tiene dos vertientes. Por una parte, su reflexión sobre la novela que va de La nueva novela hispanoamericana (1969) a La gran novela latinoamericana (2011), de la que suele destacarse la generosidad de escribir sobre sus contemporáneos y antecesores, y hacia el final de su vida, también acerca de escritores jóvenes. No hay que pasar por alto que este ejercicio también era la autoconstrucción de su contexto literario, una manera de afirmar que su propia obra era parte de la tradición novelística que celebraba. Y por otra parte está el curioso caso de El espejo enterrado (1992).

Una de mis hipótesis biográficas sobre Fuentes es que El espejo enterrado —título retomado de un poemario de Ramón Xirau— es el cumplimiento de un libro que imaginó como joven. En Aura (1962), el historiador Felipe Montero quiere redactar una: “gran obra de conjunto sobre los descubrimientos y conquistas españolas en América. Una obra que resuma todas las crónicas dispersas, las haga inteligibles, encuentre las correspondencias entre todas las empresas y aventuras del siglo de oro, entre los prototipos humanos y el hecho mayor del Renacimiento”. Treinta años después, en público se declaraba y registraba que el proyecto de El espejo enterrado habría sido originalmente una serie de documentales —escrita y presenta por Fuentes— financiados por el estadounidense Instituto Smithsoniano en el marco del quinto centenario de la llegada europea a América, para el público de habla inglesa —aunque, en realidad, simultáneamente se grababa la versión en español— y que sólo por añadidura se habría transformado en libro. Esto resulta incoherente cuando se toma en cuenta que, al mismo tiempo que esos documentales se transmitieron por televisión, el libro se ofreció en traducciones, ilustradas en su mayoría —lo que implica cuidadosa planeación— el mismo año de 1992, en Alemania, Dinamarca, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña y Holanda. Fuentes anotaba que el libro era: “la búsqueda de la continuidad cultural que pueda informar y trascender la desunión económica y la fragmentación política del mundo hispánico”. El espejo enterrado requiere de atención a sus interpretaciones de la cultura de habla española, pero estamos en el campo del lugar común: no hace falta habilidad intelectual excepcional para detectar estrechos vínculos entre los países hispanoamericanos y España.


El reconocimiento a Fuentes en vida tuvo dimensión internacional, con múltiples premios.

Por mi investigación en curso sobre el mal llamado “boom latinoamericano” y la cultura de la región en la segunda mitad del siglo XX he encontrado entrevistas en que Fuentes se promovía, en televisión abierta, para ser secretario de relaciones exteriores o nuevamente embajador; así como múltiples bromas con sus cercanos sobre la posibilidad de ser presidente de México. Fue alguien con una ejemplar capacidad de trabajo y que supo apuntalar su obra literaria y figura pública: en una época en que nos autopromocionamos, Fuentes fue un adelantado. Ni en su narrativa, ni en sus ideas, Fuentes pretendía una categoría sólo pedagógica o meramente ser culto en un país de escasos lectores: sus ambiciones eran internacionales, ese es el parámetro que él mismo fijó. Sus novelas merecen, además de lectores, de estudiosos y críticos que las integren en el lugar que corresponda en la historia de la literatura. Quizá el punto de llegada no sea el de mayor valía artística. Clasificar a Carlos Fuentes como un gran pensador sólo tiene cabida en la lógica de la cultura oficial, más ocupada en exaltar que en ponderar.

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