viernes 29 marzo 2024

Democracia, respeto, contrapesos

por Raúl Trejo Delarbre

Sin contrapesos, no hay democracia. El sufragio y las instituciones a las que legitima son el sustento de un proceso democrático que apenas comienza allí. La división de poderes, la diversidad dentro del Estado y los partidos constituyen los pesos y contrapesos originarios en el sistema político. A ellos se aúnan el interés y las exigencias de la sociedad a través de sus organizaciones, la opinión pública y la opinión publicada, así como la versátil acción de los ciudadanos. El ejercicio del poder es supervisado desde muy variadas perspectivas y gracias a ello se atajan el autoritarismo y las arbitrariedades.

 “La democracia —escribe el politólogo John Keane en un libro extraordinario— ya no es sólo una manera de gestionar el poder de los gobiernos elegidos por medios electorales… Han pasado los tiempos en que la democracia podía describirse (y al siguiente momento atacarse) como ‘el gobierno por la voluntad ilimitada de la mayoría’ ”. El mismo Keane denomina democracia monitorizada a la “política ‘posparlamentaria’ caracterizada por el rápido crecimiento de muchas clases de mecanismos extraparlamentarios de escrutinio del poder” (Vida y muerte de la democracia, FCE/INE, México, 2018). Comités ciudadanos, litigios estratégicos, expertos independientes, organismos sociales que dan seguimiento a políticas públicas, medios que investigan son, entre otras, fuentes de observación y supervisión —es decir, de monitoreo— de la democracia y sus instituciones.

El historiador francés Pierre Rosanvallon considera que lo que tenemos es una contrademocracia. No es el anverso de la democracia sino “una forma de democracia que se contrapone a la otra, es la democracia de los poderes indirectos diseminados en el cuerpo social, la democracia de la desconfianza organizada frente a la democracia de la legitimidad electoral” (La contrademocracia. Ediciones Manantial, Buenos Aires, 2015). El poder de la sociedad equilibra, señalando excesos, al poder político. La vigilancia de las acciones del gobierno ­(expresada en el intraducible término accountability), las variadas formas de acción colectiva, la opinión crítica, son parte de ese contrapoder.

 “La democracia institucional —apunta el exsenador chileno Carlos Ominami— requiere de contrapesos que limiten el poder que la sociedad ­delega en las representaciones políticas. Ni la soberanía popular ni los derechos individuales pueden ser trasladados completamente al Estado y al sistema político” (El debate silenciado, LOM Ediciones, Santiago, 2009).

Es necesario, apunta Ominami, “que la sociedad juegue su rol de contrapeso de limitación del poder estatal, del poder de la tecnocracia, del poder del dinero, de los intereses corporativos privados y públicos e incluso del poder de sus propios representantes políticos”.

En México, a regañadientes, las cúpulas del sistema político admitieron hace más de cuatro décadas que los equilibrios y contrapesos resultan ­indispensables. El perspicaz Jesús Reyes Heroles, en un célebre discurso en Aguascalientes, ­reconoció en diciembre de 1972 que, de la diversidad que ya había en nuestra sociedad, tenía que surgir una verdadera oposición. “No queremos luchar con el viento, con el aire; lo que resiste, apoya” dijo el entonces dirigente nacional del PRI. No en balde Reyes Heroles había sido un buen lector de Montesquieu que desde el siglo XVIII insistió en la separación de poderes y en los controles y equilibrios para impedir que las ambiciones de un poder, o de un gobernante, avasallen el interés de la sociedad.

El principal logro del proceso de transición que tuvimos en el último cuarto del siglo XX fue la incorporación de partidos de oposición a la política institucional y la creación de reglas para la equidad electoral. La necesidad de acotar el poder y garantizar el cumplimiento imparcial de tareas sustantivas colocándolas fuera de la potestad del gobierno llevó a la creación de organismos autónomos: desde la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y el Instituto Federal Electoral, hasta los organismos que regulan las telecomunicaciones, la energía, la competencia o la transparencia, entre otros rubros. Junto con la autonomía constitucional, varias de esas instituciones del ­Estado han tenido un componente ciudadano para subrayar sus ligas con la sociedad.

La idea de la democracia como sistema de contrarios e interlocutores ha sido bandera de las oposiciones y de la sociedad organizada, especialmente para mitigar expresiones de cerrazón e intolerancia en el poder político. En marzo de 1991 el entonces excandidato al gobierno de Tabasco, Andrés Manuel López Obrador, presentó un documento llamado “Propuesta de Villahermosa” en la que aseguraba: “La democracia produce dignidad, concordia, genera equilibrios y contrapesos que ayudan a purificar la vida pública”.

Hace algo más de una semana, medio centenar de ciudadanos dieron a conocer un sencillo documento en donde consideran que la democracia necesita contrapesos, respaldan la división de poderes y a los órganos autónomos y reivindican su derecho a participar en la conversación pública. La publicación de aquel breve prontuario de intenciones fue limitada y apresurada, pero resultó llamativa en algunos medios e inquietante para el gobierno.

Esos ciudadanos tienen trayectorias y posiciones políticas diversas: exdirigentes y miembros de ­varios partidos y personas sin partido, empresarios, líderes sociales, escritores y académicos (entre ellos el autor de esta columna). Más que un grupo ya conformado, esas personas han creado un espacio de encuentro y discusión a partir de la preocupación común ante comportamientos del gobierno que consideran autoritarios o equivocados y ante la debilidad de los contrapesos actuales. Esos ciudadanos podrían decir, como Borges de su querida Buenos Aires, “no nos une el amor sino el espanto”.

El Presidente de la República tomó con tanto recelo el anuncio de ese grupo que no atinó más que a burlarse de él. En vez de comportarse como gobernante de todos los mexicanos, el presidente López Obrador actúa, en casos como ése, como líder de una facción que no admite interlocutores.

Tal rechazo a la diversidad ratifica la necesidad de que existan ése y otros grupos ciudadanos. ­Sólo con una consistente deliberación se podrá evitar que el pensamiento único domine el escenario público en nuestro país.

El sábado pasado, en Chihuahua, el presidente López Obrador aclaró que, para él, “merecen más respeto los opositores que los abyectos”. Aparentemente podemos estar tranquilos. Después de su exaltada reacción inicial el presidente habla de respeto. No sabemos cuánto, porque la comparación con aquellos que considera “abyectos” (y que por definición son despreciables, es decir, no merecen respeto alguno) no es precisamente halagüeña. Pero allí hay una precisión pertinente.

La acción de los ciudadanos para aquilatar las políticas públicas, o la ausencia de ellas, es parte del ejercicio democrático. No les gusta a todos, pero es irreemplazable. Para mantener nuestra democracia, necesitamos contrapesos.


Este artículo fue publicado en La Crónica de Hoy el 4 de marzo de 2019, agradecemos a Raúl Trejo Delarbre su autorización para publicarlo en nuestra página.

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