miércoles 17 abril 2024

Del Imperio a la República. Segunda parte

por Manuel Cifuentes Vargas

Entronización de Agustín de Iturbide

Radiografía preliminar.  

El 21 de mayo de 1822, se cumplen 200 años que se coronó el primer emperador del México independiente, con el título aristocrático de Agustín I. Y lo de “I”, por tratarse, en el marco de la nueva nobleza que se estaba inaugurando en nuestro nuevo país, del primer, y único, emperador de nombre “Agustín”, que tuvo México en su primera forma de Estado, apenas al nacer el país. 

El 13 y 14 de febrero de 1822, las Cortes de España no aprobaron los Tratados de Córdova que se pusieron a su consideración, en los que se establecía la Independencia de México y se invitaba a un miembro de la familia real como emperador. Por el contrario, los declararon ilegítimos y nulos. Sin embargo, no por el hecho de que España los hubiera desconocido, significaba para el país recién independizado, que también quedaban sin efecto. 

Más bien, con lo anterior se reventó el único hilo que pudo haber mantenido a España desde ese momento, cercana, identificada y  hermanada con México, teniendo aquí como monarca a alguien de la propia familia real española, por lo que, al continuar vigentes el Plan de Iguala y los Tratados de Córdova para el recién nacido país, de hecho y de derecho sólo quedaron parcialmente insubsistentes el punto 4 del Plan de Iguala y el Artículo 3º de los Tratados de Córdova, y otros accesorios, en lo relativo a que se llamara a personas de la casa reinante de España, conforme a la prelación de las personas que se indicaban para ocupar la corona imperial mexicana. Pero quedó subsistente lo concerniente a que, ante la negativa de la familia real, fuera “… el que las Cortes del Imperio designaren” como emperador de acuerdo con los Tratados de Córdova. Por ello, el Congreso Constituyente legítima, legalmente y en uso pleno de soberanía, estaba facultado para elegir a un emperador.  

I. Primeros pasos del Congreso Constituyente.

Una vez consumada la Independencia de México, cinco meses después se formó el Congreso Constituyente, con el objeto de organizar, darle forma y dirección a la vida del naciente Imperio Mexicano, mientras se esperaba que un miembro de la casa real tomara las riendas del nuevo país. En este primer Congreso, que inició sus labores el 24 de febrero de 1822 participaron, además de hombres representativos de diversos ramos de la vida cotidiana del país, antiguos legisladores representantes de la Nueva España que habían tenido la experiencia constituyente de Cádiz y/o que habían participado en las diputaciones provinciales. Su tarea fundamental consistió, primero, en reconocer la soberanía de la nueva nación, para después dar paso al otro gran tema, al de la organización del país a través de una Constitución. 

Sin dejar de pensar que esta era la razón y objetivo de su existencia, en su sesión inaugural el Congreso se declaró soberano y, sin darles nombre alguno, hizo unas “Declaraciones” que se les dió jerarquía constitucional. Según establece Tena Ramírez, lo hizo “… para conciliar el principio de la soberanía constituyente con la obligación de observar el Plan de Iguala y el Tratado de Córdoba …”. Más adelante escribe que “de este modo el Congreso en su carácter de único órgano jurídicamente autorizado, declaraba como voluntad del pueblo lo que hasta entonces sólo había sido voluntad presunta, según se había expuesto algunos días antes en el seno de la Junta Provisional Gubernativa.

“El Congreso, además, ‘se reservó el ejercicio del poder Legislativo en toda su extensión’, lo que significaba que ejercía, no sólo el poder constituyente, sino también el Legislativo ordinario. En esta última función el Congreso carecía de normas, pues si la Constitución española lo obligaba provisionalmente por virtud del Plan y del Tratado, fue tema que no llegó a dilucidarse suficientemente. El diputado D. Lorenzo de Zavala calificaba la situación de ‘falta de reglas’. Iturbide consideraba que la autoridad provisional (que había residido en la Junta y en la regencia), ‘cuando reconoce una asamblea encargada de constituir, no debe confiarle más que esta función, y reservarse siempre el derecho de hacer mover la máquina, hasta el momento de su completa renovación.’ La amplitud legislativa se destacó aún más por el hecho de que el Congreso no se fraccionó en dos Cámaras, a pesar de que Iturbide le recordó el dìa de su instalación que tal era lo prescrito por la convocatoria.”¹ En todo caso, esta fue una convocatoria no ortodoxa en ese sentido, conforme a la doctrina constitucional en lo que hace a los congresos constituyentes, que deben ser unicamerales, y no bicamerales.

Estos son dos temas interesantes a tratar, a propósito de la polémica que surgió en ese entonces en cuanto a la función que debía desempeñar este Congreso Constituyente de 1822. Primero, sobre esto último, me llama la atención tal determinación, toda vez que, en puridad constitucional, me parece que no corresponde a un Congreso Constituyente estar dividido en dos cámaras: en una de Diputados y una de Senadores, ya que ese esquema bicameral pertenece a los congresos ordinarios. Los Congresos Constituyentes, conforme a la teoría constitucional, siempre son unicamerales; es decir, es un solo órgano parlamentario que es llamado para formular una Constitución y, agotada esta encomienda, desaparece, para dar paso a la creación de los órganos constitucionales ordinarios que conformarán la estructura gubernamental del país constituido. 

Ahora bien, por lo que hace a la doble función; esto es, constituyente y ordinaria, considero que tenía razón Iturbide, pero sólo en parte; esto es, en que un Congreso Constituyente se debe concretar exclusivamente a cumplir con la tarea para la cual es convocado: en este caso, formular la Constitución del Estado Imperial Mexicano, y dejar la tarea legislativa ordinaria para el futuro Congreso Ordinario que se formara. Pero en lo que no tenía razón, es que el Congreso Constituyente de 1822 en lo particular, no fue, permítaseme la expresión, un Congreso Constituyente como lo son otros que se forman para recrea a un Estado que ya vive, para darle una nueva Constitución; es decir, a un país que ya existe tiempo atrás y que solo lo está reconstituyendo y rediseñando; sino que se trataba de un Congreso Constituyente fundante de un nuevo país. En otras palabras, fundador de un Estado que apenas estaba naciendo a la vida independiente.

Por lo tanto, ante la nada jurídica al momento de surgir el país, me parece obvio que ese Congreso Constituyente fundador del nuevo Estado, además de cumplir con su misión natural de hacer la Constitución que requiere el país que emerge, también deba asumir la función simultanea de legislador ordinario, para crear las primeras normas legislativas que todo país nuevo empieza a exigir de urgencia, entre tanto se convoca e instala el Congreso Ordinario. Para decirlo de otra forma, me parece que es correcto que los congresos constituyentes fundadores de un nuevo país, no los posteriores, deban cumplir con esta doble función: constituyente y legislador ordinario, para que el país neonato momentáneamente no quede sin la existencia de unas primeras normas jurídicas ordinarias que empiecen a moverlo, y quede de momento paralítico. 

Recordemos que precisamente por esta falta de normativa propia del país recién creado, fue por lo que tanto la Junta Provisional Gubernativa como este primer Congreso Constituyente de 1822, declararon y tuvieron como normatividad provisional supletoria aplicable, a la Constitución de Cádiz y a la normativa de la monarquía española vigente en el virreinato, en tanto se iba creando la propia del país. 

En resumen, considero que los congresos constituyentes fundadores de nuevos países, durante el lapso de su vida parlamentaria, a la vez que deban preparar la Constitución del nuevo país, también deban elaborar las primeras normas legislativas ordinarias que exige el momento, de tal suerte que, durante ese periodo de inicio, cuente con su primer andamiaje legal que le empiece a dar el indispensable soporte, sustento y viabilidad jurídica al nuevo Estado. Asimismo, estimo que es correcto que los posteriores congresos constituyentes de un país, en efecto, solo se deben concretar a formular las nuevas constituciones que vaya requiriendo el respectivo país, toda vez que ya cuenta con una normativa ordinaria preexistente que se debe observar y que, en todo caso, al expedirse y entrar en vigencia la nueva Constitución, se vaya adecuando la nueva estructura jurídica, conforme al espíritu y principios de la nueva Constitución de que se trate.  

Retomando lo apuntado en párrafos anteriores en el sentido de que al instalarse el Congreso el 24 de febrero, este órgano constituyente pronunció unas “Declaraciones”, sin ponerles algún título, dándoles categoría constitucional, en las que, atendiendo lo estipulado en el Plan de Iguala y en los Tratados de Córdova, se señalaba que se convocara a ocupar el trono del Imperio Mexicano a una de las personas de la casa reinante en España. Llama la atención que en estas “Declaraciones” todavía consideraran esta posibilidad. 

Y extraña, porque diez días antes de que se instalara el Congreso, España desconoció los Tratados de Córdova, en los cuales iba implícito el Plan de Iguala. ¿No lo sabían los constituyentes, ni la Regencia? Ciertamente la distancia y los  avances de la ciencia y la tecnología con que se contaba en aquellos tiempos en los medios de transporte y comunicación eran de tomarse en consideración, pero nos parece raro que con tantos días de diferencia, y tratándose de un asunto de la mayor importancia para el país cuando apenas empezaba a ver la primera luz, que no se hubiera tenido noticia de este tema tan trascendental.

Pero el hecho es que, por esta posición adoptada por España, quedó la vía libre para designar a otra persona como emperador, tal como el Plan de Iguala y los Tratados de Córdova lo establecían.² De esta manera, como dicen las expresiones populares, “se atizó con más leña a la hoguera”, y “se soltó el avispero” por la asunción al trono, por lo que la “grilla” “se puso de a peso”. Tratándose de Iturbide, igualmente con un lenguaje coloquial, podríamos decir: “ves que el niño es risueño, y todavía le haces cosquillas”.  

Así, le hicieron el favor a Agustín de Iturbide y le dejaron la puerta totalmente abierta. Quizá la oportunidad que ya esperaba y la aprovechó. No cabe duda que le ganó la ambición de la que pregonaba un año antes como dañina para el país nonato, si no es que ya la traía madurando en su laboratorio mental desde antes, y se olvidó por completo del espíritu del Plan de Iguala, del que él mismo era coautor y que firmó, en el cual se establecía en su numeral 4, que la idea de invitar a un miembro de casa reinante, era con el fin de “… precaver los atentados funestos de la ambición”, para el país todavía en gestación. 

De los tres grupos políticos que había hasta ese momento: borbonistas, iturbidistas y republicanos, el que salió perdiendo fue el borbonista, sin embargo, “no dieron su brazo a torcer” de manera definitiva, y “no se dieron por vencidos”, por lo que “se la jugaron” “para rescatar algo de lo perdido”, por lo que, si bien es cierto que se fracturó dividiéndose en dos bandos: uno, el más numeroso “jaló” con el grupo Iturbidista, y el segundo se adhirió a los republicanos, representado por los ex insurgentes principalmente. En base al Plan de Iguala y a los Tratados de Córdova, quedaba el camino libre para llamar a otra persona que, por sus orígenes, tuviera raíces de casa reinante como país, y de esa raigambre, obviamente el más visto en ese momento era Iturbide. De esta forma, los grupos en el Congreso se redujeron a dos corrientes: iturbidistas y republicanos. Iturbide con sus fans, “se adelantaron” y “les comieron el mandado” a los demás.

II. Agustín de Iturbide, emperador. 

Con este ambiente político candente, de alta ebullición tanto en calles como en el interior del Congreso, vendría el desenlace para la entronización de Agustín de Iturbide. Dejo la palabra escrita a José Luis Soberanes Fernández, quien, apoyándose en dos fuentes primarias como lo son la Historia de Méjico de Lucas Alamán y en las Actas del Congreso Constituyente Mexicano, nos hace una descripción de los acontecimientos: “Finalmente, explotó la bomba, en la noche del 18 de mayo de 1822, cuando un sargento del Batallón de Celaya (el de Iturbide) llamado Pio Marchá, hizo tomar las armas a la tropa del mismo y proclamar por las calles el nombre de Agustín I, siendo imitados por los soldados de los demás cuarteles, de igual manera una turbamulta de ‘léperos’ del barrio del Salto del Agua hacía lo propio, e incluso el coronel Rivero, ayudante de Iturbide, adentro del teatro hizo que los asistentes lo proclamaran como emperador. Cohetes, balas y campanas ponían fondo a tal manifestación. Los contrarios al héroe de Iguala, se contraían, temiendo por sus vidas. En la residencia del presidente de la Regencia, reunidos varios de los principales hombres públicos del momento, ‘convencieron’ a don Agustín para aceptar la Corona; uno de los presentes en dicha reunión, el presidente del Congreso, el diputado poblano doctor Francisco García Cantarines, convocó a dicho órgano parlamentario a las siete de la mañana del dìa siguiente, 19 de mayo, para que se tomaran las medidas oportunas.” Por lo visto, fue un Pio el que encendió la mecha que desencadenó la rápida unción de Iturbide; e Iturbide parece que primero “como que se estaba haciendo del rogar”, pero después ya “no se hizo del rogar”, y “se dió a querer”.

“Así llegamos a la mañana de aquel  histórico día, en el antiguo templo de San Pedro y San Pablo, convertido, como dijimos antes, en sede del Soberano Congreso Constituyente, el cual estaba rodeado de una multitud de gente del pueblo que gritaba ‘viva Agustín I’, ante tal desbarajuste, y ante la incapacidad de la presidencia de la augusta asamblea, se recurrió a la Regencia para intentar poner algún orden, y esta respondió que ello no estaba  en sus manos, por lo cual, se pidió la asistencia del mismo generalísimo, quizá no con tal propósito, sino más bien para presionar a los diputados a votar en favor del imperio iturbidista; por ello, cuando don Agustín decidió trasladarse en coche de caballos, éstos fueron retirados por el populacho, el cual empujó el vehículo; así el propuesto monarca llegó a la sede parlamentaria a las trece treinta horas, teniéndose a la multitud que lo acompañaba,  militares y religiosos (dice Alamán que especialmente mercedarios), que inclusive, tuvieron que sentarse entre los diputados ya que se habían llenado las galerías; entonces Iturbide tomó la palabra exhortando al público a someterse a la decisión del Congreso, por la contra, dicho público exigía la inmediata proclamación del imperio iturbidista.

“Se comenzó leyendo una petición de un grupo importante de jefes militares residentes en la ciudad capital, suscrita a las tres de la madrugada de ese mismo día, en la que se señalaba:

“Los regimientos de infantería y de caballería del ejército imperial mexicano existentes en esta capital, en masa y con absoluta uniformidad, han proclamado al serenísimo sr. Generalísimo Almirante, Presidente de la suprema Regencia D. Agustín de Iturbide, Emperador de la América Mexicana. Este pronunciamiento se ha seguido con las demostraciones más vivas de alegría y entusiasmo por el pueblo de esta capital, reunido aún en sus calles … y al mismo tiempo han creído su deber manifestar a V, M. esta ocurrencia; para que tomándola en consideración, delibere sobre punto de tanta Importancia.”³

Siguiendo al mismo Soberanes y en base a lo que le reflejó la lectura de las actas del Congreso Constituyente, todo indica que hubo un fuerte y largo debate parlamentario acerca de la coronación de Iturbide. Por los argumentos que se presentan, me parece que en el fondo casi todos los constituyentes que tomaron la palabra, por lo menos de entrada, estaban de acuerdo en que se le ciñera la corona a Iturbide; sin embargo, hubo diferencias en cuanto a la forma y tiempo para ese fin. 

Yo identifico tres posiciones en este sentido: Un grupo señalaba que se ungiera en esa misma sesión a Iturbide; otro argumentaba que el Congreso no tenía facultades para investirlo, por lo que se tenía que acudir a las provincias para conocer su opinión y decisión, y un tercero se inclinaba por que el Congreso si estaba facultado para proclamarlo emperador, pero que sí era conveniente la consulta a las provincias. 

Sin embargo, al ponerse a votación, salió airosa la decisión de dignificarlo como emperador en ese momento con 67 votos a favor y 15 por consultar a las provincias. Sobre la votación en este sentido, no tengo la menor duda que influyeron varios elementos: El tumulto de la gente en las calles con manifestaciones de apoyo; el pronunciamiento de fuerzas militares; la invasión de la gente a la sesión del Congreso y la algarabía, confusión y enredo que se suscitaba durante el debate cuando eran desfavorable los posicionamientos; la presión que estaban ejerciendo estos grupos de incondicionales y, me parece que también, el hecho mismo de que el propio Iturbide haya estado presente en la sesión del Congreso, pues además con su figura levantó más los ánimos de los asistentes, lo cual no era del todo ortodoxa su presencia en el acto en que se debatía y se elegiría a la persona que debía ser el emperador. 

Unas pruebas de este lío y desbarajuste, son las siguientes expresiones que se dieron durante la sesión, por parte de los aplaudidores que asistieron, dicho sea de paso, que no tenía por qué haber estado en la misma. En la intervención del constituyente Ramón Esteban Martínez de los Ríos, se dice que cuando propuso consultar previamente a las provincias, “un rumor sordo de desaprobación que se oyó en las galerías enmudeció al orador.” Era tal el elevado bullicio, que el propio Iturbide tomó la palabra para decir: “Mexicanos: las reflexiones del sr. Martínez, son justas e hijas de la prudencia, y del buen juicio … el murmullo continuó.” 

Sin embargo, por lo visto ante el caliente y descontrolado barullo de desaprobación de sus adictos, Iturbide mejor calló. En sus adentros, probablemente no le disgustaba esta posición del público que acudió, mucho menos si estaba fraguada, por lo que podríamos decir, que Iturbide “no se hizo del rogar”, por el contrario, “se dió a desear”.

El congreso en sus “Declaraciones” constitucionales estableció el juramento para la Regencia, pero ninguno para el futuro emperador, por lo que se puede intuir que no tenía previsto que los acontecimientos se le vinieran encima, precipitando la temprana decisión de elegir tan rápidamente al mismo, ante el madruguete que se les dió. Conforme a la ruta que se trazó, seguramente en su imaginario, como era obvio suponer, estaba primero hacer la Constitución, y despuès entronizar a un emperador.

Otro caso de este griterío de sus seguidores, fue durante la participación del constituyente José Agustín Paz, al proponer que antes de coronar a Iturbide, se elaborara la Constitución. Se registró que “este discurso fue interrumpido por un murmullo de desaprobación en las galerías.”

Una vez realizada la votación, “el presidente del Congreso cedió el asiento bajo el solio a don Agustín de Iturbide y el populacho, congregado en San Pedro y San Pablo, durante un cuarto de hora estuvo aclamando al nuevo emperador de México y al Congreso Constituyente, hasta que aquél se retiró del recinto legislativo, levantándose la sesión por ahí de las cuatro de la tarde.”  

Agrega Soberanes que, a este propósito, “no dejan de ser significativas las palabras de Lucas Alamán sobre este suceso: 

“Quedó, pues, nombrado D. Agustín de Iturbide, primer emperador constitucional de Méjico, como se nombraban los emperadores de Roma y Constantinopla en la decadencia de aquellos imperios, `por la sublevación de un ejército o por los gritos de la plebe congregada en el circo, aprobando la elección de un senado atemorizado o corrompido.’ ”  

Más adelante apunta el mismo Soberanes “… que dos días después , el 21 de mayo de 1822, después de la una y tres cuartos de la tarde, como dicen las Actas, se presentó en la sede del Congreso el emperador electo, sentándose en su trono, y a su derecha el presidente de la asamblea, y después que éste dirigió unas breves palabras, Iturbide pronunció la fórmula de juramento y dió un pequeño discurso de acuerdo a la ocasión, el que finalizaba: ‘quiero, mexicanos, que si no hago la felicidad del Septentrión, si olvido algún dìa mis deberes, cese mi imperio.’”⁴ Voz de profeta: y cesó.

Todos dicen lo mismo con ímpetu y encendidamente, ya sea porque los obliga la norma jurídica; por compromiso; porque fingen o porque les gana el entusiasmo del momento en que toman posesión del cargo. Pero la realidad es otra durante el desarrollo de la función, pues este tipo de fórmulas parafernalicas que con tanta emoción y vehemencia se pronuncian, una vez que tienen el cargo, pasan a ser las más de las veces pura retórica y expresiones que quedan en “letra muerta”, y en puros recuerdos abandonados, como dice la voz del pueblo, en el “cajón de los tiliches” de cada gobernante.

También hay que mencionar, que el congreso en sus “Declaraciones” constitucionales estableció el juramento para la Regencia, pero ninguno para el futuro emperador, por lo que se puede intuir que no tenía previsto que los acontecimientos se le vinieran encima, precipitando la temprana decisión de elegir tan rápidamente al mismo, ante el madruguete que se les dió. Conforme a la ruta que se trazó, seguramente en su imaginario, como era obvio suponer, estaba primero hacer la Constitución, y después nombrar a un emperador. 

Por otra parte, como podemos observar en párrafos atrás, Alamán escribe que Iturbide fue el “primer emperador constitucional”. Yo considero que en estricto sentido jurídico no fue constitucional, o por lo menos es discutible, porque en el momento de su elección aún no existía una Constitución formal, sino apenas unas “Declaraciones” constitucionales que había pronunciado el Congreso en el acto de su instalación. Pero éstas no eran una verdadera Constitución, sino apenas un esbozo; unas astillas de lo que pudo haber sido la Constitución, pero que se malogró porque nunca llegó a concretarse. En todo caso, podríamos decir que sí fue un emperador formalmente electo conforme al Plan de Iguala; a los Tratados de Córdova; por un Congreso Constituyente electo, soberano y facultado para ello, y conforme a unos primeros pronunciamientos que se les dieron carácter constitucional, pero en puridad jurídica, no un emperador constitucional.

Como era y sigue siendo costumbre en los imperios y reinados católicos, el protocolo de la coronación solemne de Agustín I se celebró en la Catedral de la Ciudad de México. Ciertamente el juramento fue en el recinto del Congreso Constituyente y de ahí se trasladaron a la Catedral Metropolitana para cumplir con el ceremonial de la coronación imperial.

Soberanes argumenta que “la novatez ganó a nuestros primeros políticos, fue tan obvia la manipulación de los partidarios de Iturbide, el desaseo político, como se diría hoy día, que estos mismos acontecimientos sirvieron de base para declarar posteriormente la nulidad de la designación de quien fuera llamado Agustín I, emperador de México. La duda sería, ¿sin este cochinero político en la sesión extraordinaria del Congreso Constituyente mexicano de 19 de mayo de 1822, se hubiera conseguido el mismo resultado?, ¡imposible saberlo!”⁵

Ahora bien, por lo visto esta no solo fue una entronización discutida, sino también discutible, por lo que me permito hacer dos comentarios sobre el particular. Estimo que no fue tanta novatez de los constituyentes, pues recordemos que varios de ellos ya traían algo de camino andado en estas lides, pues unos habían formado parte de la Junta Provisional Gubernativa y otros ya habían sido diputados en el Congreso Constituyentes de Cádiz de 1812 y, algunos otros, en las de las provincias. 

Más bien, pienso que fue la presión a la que se vio sometido el Congreso con el desordenado asalto e invasión a la hora de la sesión parlamentaria; a la fuerte y alterada presencia de simpatizantes que se vivía a las afueras del recinto legislativo, así como a la manifestación de partidarios, manipulados si se quiere, y de destacamentos de militares ubicados en varias provincias del país. El termómetro estaba en su ebullición al rojo vivo, por lo que me parece más bien, que esto hizo que, aun dando la pelea varios constituyentes en los debates, finalmente perdieran la batalla, y cedió el Congreso. Situaciones no exactamente iguales, pero de presiones de poder parecidas, incluso hoy las seguimos viviendo en nuestros parlamentos y en otras instituciones públicas. 

Por otra parte, mi opinión es que, sin presión popular y militar, los republicanos; los que no simpatizaban con Iturbide y quienes tenían dudas sobre su encumbramiento imperial, hubieran ganado tiempo en la consulta a las provincias, y pudieron haber revertido la tendencia; y más aún, si primero se hubiera expedido la Constitución. Por lo menos, no se hubiera dado la designación imperial en ese precipitado momento, si no es que incluso hasta pudo haber abortado. Pero al margen de lucubraciones y de que “haya sido como haya sido”, la realidad indiscutible es que fue el primer emperador del México independiente.

Traigamos a este relato a otro protagonista y testigo viviente de estos momentos cruciales y embarazosos a la vez para el país, apenas en sus inestables primeros pasos; a la pluma de Antonio López de Santa Anna, quien en sus memorias escribe que “el Rey de España, Fernando VII, desaprobó el Plan de Iguala y el Tratado de Córdoba, disponiendo se quemaran por mano del verdugo, y declarando al general don Juan O’Donojú de nefanda memoria. En esos momentos don Agustín Iturbide no supo sobreponerse a la lisonja de los que lo rodeaban ni a la tentación: se precipitó a ocupar el trono de Moctezuma, para el que no estaba llamado, sin prever las consecuencias, que pronto se sucedieron: su desprestigio y la anarquía. La opinión general estaba pronunciada a favor de una regencia, entre tanto la nación disponía de sus destinos por medio de sus representantes. Yo participaba de esta opinión y la di a conocer sin disfraz. A la sazón, y por primera vez, organizábase el partido republicano y creaba prosélitos. Algunos de mis conocidos pretendieron afiliarme, pero educado bajo la monarquía no estaba preparado para ese cambio, y los oía con desagrado.”⁶

Epilogando lo expuesto, termino diciendo en contadas palabras, que en el amanecer del país, aquel 19 de mayo de 1822 Agustín de Iturbide fue proclamado emperador de México, y el día 21 del mismo mes y año, al realizar el correspondiente juramento solemne ante el propio Congreso Constituyente adoptó, conforme a la parafernalia majestuosa, el distintivo regio de Agustín I.


¹. Tena Ramírez, Felipe. Leyes Fundamentales de México 1808 – 1975. Editorial Porrúa, S. A. Sexta Edición. México. 1975. P. 121.

². El Pan de Iguala establece en su punto: “4. Fernando VII, y en su caso los de su dinastía o de otra reinante serán los emperadores, para hallarnos con un monarca ya hecho y precaver los atentados funestos de la ambición.”; y más adelante señalaba en el punto: “8. Si Fernando VII no se resolviere a venir a México, la junta o la regencia mandarán a nombre de la nación, mientras se resuelve la testa que deba coronarse.”

Por su parte los Tratados de Córdova estipulaban en su articulado, lo siguiente: “Art. 3º Será llamado a reinar en el imperio mexicano (previo el juramento que designa el art. 4º del plan) en primer lugar el señor don Fernando VII, Rey católico de España, y por su renuncia o no admisión, su hermano, el serenísimo señor infante don Carlos; por su renuncia o no admisión, el serenísimo señor infante, don Francisco de Paula; por su renuncia o no admisión, el señor don Carlos Luis, infante de España, antes heredero de Etruria, hoy de Luca; y por la renuncia o no admisión de éste , el que las Cortes del imperio designaren.”

Vale destacar, que el juramento a que se refiere los Tratados de Córdova, no lo contiene el punto 4º ni ningún otro del Plan de Iguala, como tampoco lo contempla los Tratados de Córdova en ninguna de sus partes. 

³. Soberanes Fernández, José Luis. El primer Congreso Constituyente mexicano. PP. 26- 28. http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1405-91932012000200010

⁴. Soberanes. Ob. Cit. PP. 28-32.

⁵. Ibidem. P. 31.

⁶. López de Santa Anna, Antonio. Mi historia militar y política 1810 – 1874. https://www.memoria politicademexico.org/Biografias/Im/Santaanna-HMyP-1810-1872-.pdf P. 6.  

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