jueves 28 marzo 2024

Dejemos que nuestros borrachos beban (sin paz)

por Alejandra Gómez Macchia
Etcétera

Como miembro de una familia esencialmente alcohólica, siempre he sospechado que la insistencia con la que los abstemios pretender cambiar los hábitos de los borrachos es la peor táctica a seguir, ya que un bebedor profesional es, en primer grado, un enfermo incapaz de ganarle la guerra a la botella.

Decir que en mi familia cinco de cada diez elementos son alcohólicos, podría sonar escandaloso por el simple hecho de que esta enfermedad es un espectro que anda tras de nosotros, y al tratar de ocultarlo, su halo doloroso termina por mostrarse en el momento menos deseado, en las fiestas sobre todo.

Hablo del alcohol, de sus delicias y sus desastres, porque para poder combatir su onda de destrucción masiva hay que encararlo.

Es una verdadera desgracia que uno de los placeres más exquisitos de la vida, como lo es el vino, se transforme en un problema tan grave.

Ni Baco ni Dionisio, tampoco el productor de destilados ni la penca de donde sale el mezcal, ni los pasados tortuosos ni los futuros inciertos son los culpables de nuestros excesos.

La primera copa es siempre placentera, pero ante todo, es la que nos abre un paraíso artificial donde el mudo habla, el cojo baila, el ciego mira, el tímido se atreve y la recatada se descara.

Todo esto viene a cuento porque acabo de leer el libro “Vivir y Beber”, de Hugo Hiriart.

Se trata de un pequeño tomo que más que ser un ensayo, es un interesante tratado de cómo debemos enfrentar esta enfermedad.

En el prólogo, Hiriart esboza su propia experiencia como un alcohólico que ha sabido controlar su ansiedad, y aclara: un alcohólico nunca deja de serlo. Así pues, lleva de la mano (con un prosa inmejorable) al lector encendiendo las luces necesarias para transitar por una carretera empedrada y llena de angustia.

¿Por qué decidí leer este libro?

Les platico.

Hace casi tres años terminé de escribir mi primera novela, la cual me ha dado hasta el día de hoy muchas satisfacciones. Luego, para no perder el ritmo en mi escritura, comencé a desarrollar distintas ideas, por ejemplo: las cuitas de una muchacha ambiciosa que llega a ser diputada gracias a las bondades de su trasero (cosa que descarté porque supuse que la afectada terminaría por demandarme). Después me animé a escribir una serie de relatos crueles sobre incesto, asesinatos de odio y adulterios conocidos. Este proyecto aún no lo deshecho, pero quiero dejar que se macere en los jugos de mi buró.

Cansada de tanta indecisión decidí pasar revista a varias historias familiares que desde le infancia me resultaron de lo más intensas. Fue hasta ese momento que, tras sumergirme en las vidas más dramáticas de mis familiares, descubrí que en todas ellas existe el detonante del drama ha sido el alcoholismo.

Hombres, mujeres, jóvenes, adultos, viejos, viejas, ricos, pobres, pesados y simpáticos; casi la mayoría (incluyéndome) negamos nuestras patologías, pero no hemos conseguido salir ilesos de las batallas etílicas.

Siempre es duro escribir sobre alguien a quien quieres. Mucho peor si ese “alguien” sigue vivo. Más aun si la pluma se apega a la realidad y no intenta camuflar los horrores de sus personajes.

Mi proyecto va desarrollándose lentamente porque sé que el tema es delicado. No sólo en mi entorno de afectados, también podría resultar ser un mazazo en el cráneo de aquellos que esperan apapachos y justificaciones a través de la ficción.

En las horas que he dedicado a investigar las aristas de la enfermedad (incluyendo duros trabajos de campo en bares y restaurantes) me he remitido tanto a libros de medicina, como a ensayos y novelas.

Estoy releyendo “Bajo el Volcán” de Lowry y tengo apilada en mi escritorio toda una bibliografía de la embriaguez que he podido conseguir con la finalidad de que no se me escape ningún detalle sobre los paralelismos entre los borrachos más célebres de la historia y mis propios borrachos. Y en este delirante camino he aprendido a nombrar aspectos de la enfermedad que hasta ayer se reducían al término facilista: “vicio”.

Todos tenemos un enfermo de alcohol cerca. Lo curioso es que necesariamente junto al bebedor siempre aparece una aspirante a heroína que intenta por todos los medios (gritos, amenazas, chantajes, escenas, huidas, golpes) alejar del “vicio” al causante de sus desvelos.

¡Error!

El cónsul Geoffrey Firmin no dejó el whisky porque Ivonne se lo pidiera de rodillas, ni porque lo engañara con su hermano.

Alejandro Santiago murió ebrio entre sus cuadros, que hoy se valúan a la par de los mejores Tamayos.

Octavio Paz recogió los pedazos de su padre en los durmientes de una estación de moscas.

Estos personajes fueron materia soluble en su propio licor y no dieron tregua a ruegos ni aleccionamientos.

En su ensayo titulado “La Embriaguez”, Jean- Luc Nancy dice: “La embriaguez lleva consigo el legado del sacrificio: la comunicación con lo sacrum por medio de lo fluido y su derramamiento, la excepción, lo vedado, lo divino. La embriaguez vendría a ser, en definitiva, el triunfo de un sacrificio cuya víctima sería el propio sacrificador”.

El caso es que vivimos dentro de una sociedad potencialmente alcohólica en la que el dinero puede faltar, pero el trago ¡sale por que sale!

Por eso hay que tener en cuenta que el borracho, en su infierno particular, pone de pretexto su estadio en ese propio infierno y se escabulle entre la idea del placer y el dolor que causa (y cura).

El alcohólico asume el papel de niño que se rebela ante el castigo y se crece a él. Se esconde por que esconde la enfermedad, ¡como si fuera algo penoso!

Algo es seguro: los que encaramos al monstruo cotidianamente, nos preguntamos ¿hay salida?

Dejo como posible respuesta este consejo del propio Hugo Hiriart:

“No hay que intentar detener al alcohólico, hay que dejarlo seguir hasta que se quiebre, se rompa, se colapse”.

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