jueves 28 marzo 2024

“Deja que salga la luna”, o cómo comprender una ciudad desde la modernidad

por Walter Beller Taboada

El más reciente libro de Marco Levario Turcott representa un texto que refleja una policromía exacta de la Ciudad de México.

A todas luces, está impregnado por un conocimiento detallado del barrio que tiene o tuvo su epicentro en la Plaza Garibaldi, donde «los vientos del pasado se trenzan». De ese lugar en el cual «aún se conservan trocitos de pueblo en la ciudad», trata el libro que es, a la vez, crónica, novela, memoria, mundo imaginario y un testimonio. Con el título de Deja que salga la luna. El callejón de la amargura y la muerte de José Alfredo (editorial é, 2021), los lectores vemos, entre humor y crítica, el tránsito que se fue dando progresivamente del campo a la urbe y cómo ésta termina por engullir irremediablemente los resquicios de la vida campesina, aunque persisten algunas nostalgias por un pasado que a ratos se torna mítico y hasta mágico. Curiosamente, aún es posible evocarlo, porque sus referentes están vivos en nosotros, los que podíamos considerarnos modernos.

Marshall Berman lo advirtió: «Hay una forma de experiencia vital […] que comparten hoy los hombres y mujeres de todo el mundo. Llamaré a este conjunto de experiencias “la modernidad”. Ser modernos es encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos». En este sentido, el libro de Levario es moderno.

La Plaza Garibaldi («tiene hijos pródigos y visitantes predilectos en distintos órdenes de la vida») es también donde la ciudad hace suya y al mismo tiempo no termina por hacer suya esa zona típica (¿arquetípica?) de la ciudad. Legendaria, llena de sombras y luces, con sus lenguajes y simbologías propias y compartidas, entre el tequila y los mariachis, entre los vendedores de lo superfluo y lo prohibido, es una demarcación que concentra y recrea a la ciudad toda. Levario escribe en un ir y venir del pasado remoto (evocando a momentos lo prerrevolucionario) hacia la actualidad de un presente generado por la modernidad. Nos prueba que, aunque los procesos sociales pueden tener sus particularidades, siempre terminan por quedar entreverados con la cultura popular que vive y sobrevive en otros tantos barrios de nuestra ciudad capital. Porque es característica de los chilangos la afición al fútbol y al boxeo, la predilección deleitosa por las películas de ficheras y de luchadores enmascarados, las canciones que marcan y enmarcan nuestra educación sentimental. La cultura popular de la ciudad se difumina por toda la urbe, en una dinámica de límites borrosos y fronteras desvanecidas, aunque tenga límites y fronteras como demarcación y encare la resistencia de otras expresiones culturales de otros tantos sectores. De sus cambios temporales y antropológicos da cuenta el libro de Levario.

Destacan los múltiples niveles de aproximación a la cultura popular que, si bien se centran en el barrio, trascienden porque no hay hábitos o costumbres que hayan nacido en un sitio, y dejen de enriquecerse y se reproduzcan sin la convergencia de otros barrios, causados por otras historias que dejan sus rasgos particulares y terminan transformados y apropiados por el propio barrio.

Marco Levario escribe con agilidad y pulcritud, con un fondo de humor fino sobre los habitantes y sus caracteres distintivos, sobre el folklor que abarca una gama de expresiones que van desde la música (en el libro son abundantes las referencias y el examen del contenido sensiblero de las canciones y sus cantantes), comprende los bailes y la fiesta en general; el infaltable desmadre, pero también están las versiones históricas y mitológicas de nuestro cine (con particular énfasis en la llamada “Época de Oro de la industria del cine) y sus amalgamas: «El cine y la partitura ranchera ceñidos al nacionalismo».

En seis capítulos y un epílogo, Levario intercambia pensamientos y reflexiones con un personaje entre real e imaginario, en parte testigo y a ratos protagonista, de nombre Rosendo Vargas, que da al libro una textura de novela, aunque la mayoría de las páginas están estructuradas por la dinámica de una crónica citadina. Empieza la narración con esta frase: «Rosendo Vargas supo de inmediato que ese viernes no sería un día cualquiera» (¿homenaje a Cien años de soledad?).

Ese personaje nos transportará al otro pilar de la crónica-novela: la vida y muerte de José Alfredo Jiménez, algo que se va anunciado páginas antes. Levario profundiza en los sentimientos encontrados del compositor y cantante. Contrasta su personalidad musical y caracterológica con Agustín Lara y con todos los grandes ídolos de la canción y la interpretación, como Juan Gabriel o Armando Manzanero. Más allá de sus peculiaridades singulares, Levario escudriña sus respectivos horizontes culturales, sociales e inclusive éticos. No faltan sus ubicaciones históricas. «A diferencia de Lara, el compositor guanajuatense presenció la expansión de las metrópolis, por lo que declamó desde la vida rural: “Las ciudades destruyen las costumbres”, y se halló en la trinchera de la provincia.»

Deja que salga la luna. El callejón de la amargura y la muerte de José Alfredo, es un texto que podríamos calificar de musical. Porque su delineación en el libro cubre una gama de estilos: desde la canción ranchera en sus cimas y simas, así como las infaltables baladas, el rock and roll de importación, asomando la música de concierto, sin omitir al rock mexicano.

Levario es un observador que quiere abarcarlo todo: las palabras y sus giros, el albur, la semántica y la pragmática lingüísticas; los hechos sociales, las conductas sinceras y las estereotipadas; la gran historia y la pequeña historia, el fenotipo de los habitantes del barrio, las comidas, los olores, los sabores, los colores y las luces; los personajes reales o evocados por la memoria que escudriña y va describiendo oscuridades y virtudes, vicios ancestrales. No es la mexicanidad, como la sondearon Samuel Ramos, Octavio Paz o Santiago Ramírez. No, la crónica-novela de Marco Levario es autoconfesión, un desgarramiento de alma, la introspección de quien ha vivido la cultura del barrio y no deja de sorprenderse por la cultura popular de la ciudad de México, desde los años cincuenta a la desaparición de José Alfredo, aquel que lo ha perdido todo pero sigue siendo el rey.

https://www.youtube.com/watch?v=QRsCVZbKsqM

Desfilan en el filo del libro de Levario las mujeres y los hombres del barrio, revelando sus contradicciones, de las que venden amor y los que lo compran, sin mayores rasgos de camaradería. En contraste, la amistad, pero también el sibilino sentido del agandalle y las pruebas de la hombría, sea por los golpes o por la audacia indeliberada. Expurga Levario el machismo inveterado, que domina en jóvenes y viejos. Asoman a su mirada los estudiantes del 68 y del 71. Se habla de los políticos por sus palabras falsas, por sus promesas siempre incumplidas y por su histrionismo afectado, fanfarrón y embustero.

Cierra con una admonición: «Las ciudades envejecen igual que sus habitantes, aunque estos mueren primero. Si esto es cierto, en las calles hay más motivos de conmemoración que vidas, por ello existen entes que recolectan y, aunque éstos perezcan, dejan registro, a veces escondido y otras luminosamente, de nuestros rastros y de todo aquello que nos ha determinado. Son ayateros urbanos, coleccionistas de recuerdos gracias a quienes, entre otros frutos venturosos, existen libros donde las palabras rescatan el pasado del olvido, a veces como cajitas musicales y otras como guarida».

Levario se asume como cronista, se asume como observador atento de historias y anécdotas; no pierde su inevitable mirada crítica sobre los medios de comunicación, desde el cómic popular hasta la televisión y la radio en la ciudad de México.

Marshall Berman escribió: «Ser moderno es vivir una vida de paradojas y contradicciones». Así es Levario, el cronista, testigo y recreador de un barrio que quizá ha dejado tantas heridas dolientes como alegrías recordadas. Una memoria para que no se olvide un universo difuminado por el tiempo. Un libro moderno, pues.

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