viernes 19 abril 2024

De Veritas: el fracaso de Trump

por Regina Freyman

Un hombre viajaba en la selva y se encontró a Veritas completamente sola. Él le dijo “Anciana dama, ¿por qué yaces aquí en la selva, dejando la ciudad atrás?’. Y de las grandes profundidades de su sabiduría, Veritas contestó: “Entre la gente de antaño, las mentiras se encontraban sólo entre unos pocos, pero ahora ¡se han propagado a toda la sociedad humana!”

Esopo, Fábulas 531

“Alatheia, hija de Zeus, con tu mano derecha levantada protégeme de este reproche de una promesa rota y las cuotas deshonradas”

Píndaro, Oda olímpica

 

Me gusta pensar que Donald Trump perdió las elecciones por su traición excesiva a la verdad y su abuso excesivo de la mentira. Ello reivindicaría la imagen de la política y nos llenaría de esperanza. Dice bien Jorge Vigil (o al menos comulgo con él) en su Diccionario de pecados, que la política ética es un oxímoron. Rescatar la política de sus peores prácticas e interlocutores supondría la autorregulación humana de los excesos, una suerte de Némesis, esa diosa retributiva griega que, entre otras cosas, buscaba el equilibrio.

PALABRAS ENVENENADAS

Sabemos que el buen Platón desconfiaba de los poetas por sus palabras embusteras; temía que la mente impresionable de los jóvenes no pudiera distinguir entre el mundo imaginado y el mundo real, y tal vez de ello derive esa distinción que hacemos entre lo verosímil y lo verdadero. Ya en otra ocasión hable de la trilogía veraz, unas hermanas parecidas que se llaman Verdad, verosimilitud y la defectuosa posverdad. Sabemos que para la hermenéutica la realidad es sólo una interpretación posible, pero también sabemos que en narrativa existen límites para la interpretación, como tan bien nos enseñó Umberto Eco.

El Diccionario de Autoridades nos dice de la verosimilitud que es “(…) la apariencia de verdad en las cosas aunque en la realidad no la tengan: bastante para formar un juicio prudente”. El platonismo deja en claro, desde el mito de la caverna, que lo verosímil es enemigo de lo verdadero. Así, la veracidad presenta una relación floja respecto a la realidad, y la verdad guarda un lazo mucho más estrecho. La verosimilitud es sustento de la narrativa, y la verdad se asocia con el discurso y la ciencia. Álvaro Pombo nos dice: “A la verosimilitud correspondería la posibilidad, a la verdad la existencia real (…) la verosimilitud nos proporcionaría una verificación probabilística y privada, mientras que la verdad exigiría una verificación pública, es decir, intersubjetiva”.

Entre esas dos comarcas surge, pues, la posverdad, posibilidad retórica tan vieja como el hombre que en el 2016 entró formalmente a los diccionarios quizá porque, como en la fábula de Esopo que sirve de epígrafe, los hombres modernos abusamos de ella cada vez más.

Acudamos a su definición: “Relativo a o denotando circunstancias en las que hechos objetivos son menos influyentes en la formación de la opinión pública que la apelación a la emoción y a la creencia personal”. Para Sócrates no vale la pena hablar si no es para decir la verdad. Para los sofistas, hablar, discutir y procurar conseguir la victoria a cualquier precio, valiéndose hasta de las astucias más groseras, es importante, porque para ellos la práctica del discurso no está disociada del ejercicio del poder. Hablar es ejercer un poder, es arriesgar su poder: conseguirlo o perderlo todo. Mientras la verosimilitud se legitima en la estética, la verdad en los hechos, la posverdad lo hace en la cínica obtención de poder individual, una mentira conveniente de fines personales.

Por otro lado, la palabra política era toda interacción humana en la vida de la polis, de la ciudad; supone con ello un actuar civilizado que defienda a las leyes como rectoras de la relación social, y los políticos son, por tanto, ciudadanos distinguidos, excelsos en el ejercicio de las virtudes pertinentes, ejemplo de ciudadanía.

Por ello las palabras embusteras, las promesas rotas no pertenecen a la bella esfera de la estética ni al congruente escenario de la ética. Esto no quiere decir que el exceso de verdades puede ser dañino y que la mentira pueda ser, a momentos, una moneda piadosa. La iconografía de la diosa Veritas muestra cómo su desnudez puede, a veces, cegar a quienes la miran de frente.

Jules Joseph Lefebvre, La Vérité

MITOS QUE CUENTAN VERDADES

La verdad era una virgen desnuda, y cuando se ataviaba lo hacía de blanco. En Grecia la llamaban Aletheia y en la antigua Roma Veritas. Su padre es, en el primer caso, el dios máximo, Zeus, y en el segundo Saturno, el dios tiempo. La paternidad implica su importancia, y tal vez que es poderosa y trasciende al tiempo. La bella Veritas era hija de Virtus (“virtud”) y se ocultaba en el fondo de un pozo sagrado. Tal como hemos dicho, no era fácil de percibir porque era elusiva y había que buscarla profundamente.

Por su parte, no sabemos quién es la madre de Aletheia, pero es contraria a su heredera romana porque está a la luz: no se esconde, es des-oculta. Su sentido y propósito le acompaña. Es contraria a Leteo, el lago del olvido, donde dejamos el recuerdo de la vida; para los griegos el olvido es el velo que tapa la verdad. Aletheia es inmune al olvido: es  la sinceridad encarnada, aquello que no puede estar oculto ni olvidado. Su objeto favorito, el talismán que la acompaña, es el espejo. Representa la necesidad de verse a sí misma para re-conocerse.

En la Fábulas 530, Esopo nos cuenta otra versión de su origen. Fue hecha por el mismo artesano que hizo al hombre: Prometeo, quien, con su destreza de alfarero, decidió esculpir la verdad. Buscaba dotarla de una forma franca y una belleza honesta; el trabajo era arduo, así que tuvo que salir a descansar un rato. En el taller dejó su creación a cargo de su ayudante y aprendiz Dolos, dios del engaño. El ambicioso Dolos quedó maravillado con la belleza de la nívea estatua de Veritas, y se dispuso a modelar una copia. Cuando sólo le faltaba ponerle pies a su magnífica versión pirata, se le acabó el barro. Prometeo volvió de su receso y quedó sorprendido ante la copia; por su parte, Dolos estaba sumamente asustado de ser sorprendido en el plagio. Prometeo se sentía dueño de ambas piezas dado que la segunda era sólo una vil copia de su talento; apropiándose de ambas, las puso al horno y les infundió vida. La original camina con aplomo y la copia se atrofia a cada paso, va a la sombra de la primera con pasos inseguros y tambaleantes pues no tiene los pies en la tierra.

El nombre de la pseudoverdad es Mendacium, falsedad, y podría ser una analogía de la posverdad y las fake news, con su apariencia de verdad y sus otros datos. Mendacium pertenece a la familia de los Pseudólogos, personificaciones de las mentiras y las falsedades. La funesta familia se integra por males que escaparon de la caja de Pandora y mentiras viles, palabras envenenadas, hijas de Eris (la discordia). Son el Dolor, personificado por Dolos; la decepción, con el nombre de  Apate, y muchas más: Lete (olvido), Limos (hambre), Algea (dolor físico), Hismina (pleito), Makhai (batallas), Phonoi (muerte), Androktasiai (asesinato), Amphillogiai (disputas), Dysnomia (impunidad), Ate (ruina), Horkos (juramentos traicionados), Luctus (lamentos), Ultio (venganza), Intemperantia (intemperancia), Altercatio (altercados), Superbia (orgullo) e Incestum (incesto).

Luego Aletheia no es sólo la simple verdad, sino más bien se refiere al acto de des-olvidar, de recordar.

EL ABUSO PSEUDÓLOGO

La cantidad de promesas falsas, estadísticas chapuceras, afirmaciones dolosas y retóricas del encono son algunas de las tácticas en la política trumpista y de otros líderes contemporáneos, como hemos dicho antes. Hablar de una política con el apellido de ética es un pleonasmo; la política debería tener el balance adecuado de sentencias que promuevan el bienestar del grupo. Me inclino a pensar que la justicia retributiva ha penalizado al mandatario por sus excesos, que el electorado ha decidido regresar a la Veritas y a la prudencia al optar por Biden. La Aletheia, verdad evidente, hará posible que, poco a poco, despertemos de esas palabras engañosas, de ese letargo durmiente que como manzanas impregnadas de pseudólogos mordieron muchos en busca del príncipe encantado.

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