jueves 28 marzo 2024

Cubrir la cara

por Juan Villoro

La novedosa técnica de “reconocimiento facial” permite identificar personas: las orejas indican quiénes somos. La Interpol usa el recurso desde 2016 para perseguir delincuentes por hechos ya cometidos, pero pronto se podría usar de manera especulativa.

Si esto prospera, las tiendas futuras dispondrán de cámaras conectadas a un sistema operativo capaz de discernir los gustos y el poder adquisitivo de los clientes. Aunque el comprador entre ahí por primera vez, sus datos faciales serán parte de un “dominio público” que conoce sus preferencias y un veloz algoritmo informará al establecimiento qué producto le debe ofrecer.

Estamos ante un sutil implante de la “voluntad”. A diferencia de las rutinarias ofertas en las cajas del supermercado (“recarga de celular”) o las farmacias (“hilo dental al dos por uno”), el vendedor aludirá a un deseo que el cliente ya tiene pero aún no formula.

Justo cuando la presencia física se ha vuelto opcional, se perfecciona una tecnología de identificación a distancia. El tema tiene importantes derivaciones jurídicas. Si los rasgos faciales denotan lo que llevamos dentro, se puede no sólo juzgar sino prejuzgar. En su relato The Minority Report (que Spielberg llevó al cine), Philip K. Dick recrea una sociedad donde la policía no requiere de evidencias: los criminales son arrestados antes de cometer delitos. La anticipación es posible porque varios seres dotados de sensibilidad precognitiva profetizan lo que va a ocurrir. Como en las novelas de Kafka, en este mundo hipervigilado la culpa antecede al delito. El proceso es una alegoría del poder autoritario que invade la vida al grado de obligar al acusado a buscar su propio castigo. Por su parte, The Minority Report despliega los “avances” de una sociedad paranoica donde la justicia ya sólo es preventiva, pero el desenlace resulta igualmente kafkiano.

Cuando el ayatolá Jomeiní lanzó la fatwa de 1989 contra Salman Rushdie por haber escrito Los versos satánicos, no faltaron comentarios sobre el aspecto del escritor. Para algunos, sus párpados levemente caídos lo hacían ver como alguien de mirada torva y arrogante: un presunto culpable. En Joseph Anton, su libro autobiográfico, cuenta que años después de la condena se sometió a una cirugía correctiva y su rostro adquirió un semblante más benévolo. La percepción de su carácter parecía depender de unos centímetros de piel.

La frenología ha dado resultados útiles en la anatomía comparada, pero también ha llevado a excesos como los de Cesare Lombroso, que en El hombre delincuente (1876) estableció tipologías del crimen a partir de la fisonomía. “Tenía la innoble cara del ladrón”, comenta al contemplar la frente deprimida de un prisionero. Este determinismo puede llevar a cometer errores irreparables, como el de arrestar a un inocente sin otro cargo que sus orejas puntiagudas.

Por desgracia, nuestra modernidad, que con tanto ímpetu avanza hacia atrás, ha recuperado dicha amenaza. Según informó la BBC, la Universidad de Harrisburg, Estados Unidos, anunció una investigación que “puede predecir si alguien es un criminal basándose exclusivamente en una foto de su cara”. De inmediato, mil 700 académicos firmaron una carta solicitando que el estudio no se diera a conocer. Sin embargo, aún no hay normativas al respecto. El rostro de la ley está en blanco.

Nunca salimos del mismo modo en las fotos. ¿Podemos confiar en ser detenidos o exonerados por una imagen? ¿Llegará el momento de decir: “¡me salvé por un pixel!”?

Cuando mostramos una credencial, lo importante no es que la foto se parezca a nosotros, sino al revés. La identidad cívica es una huella. ¿Qué queda de nuestro interior?

No todo está perdido. El coronavirus también produce anticuerpos sociales. Uno de los más importantes consiste en proteger la cara. Los cubrebocas y las caretas de mica se han transformado en un antifaz legítimo y la peluquería casera ha hecho que los efectos del aislamiento se muestren en nuestras cabezas. Somos un poco más raros, menos identificables.

Los zapatistas ocultaron su rostro para tener rostro, otorgando otro sentido a la identidad. Cuando la tecnología nos transformaba en sujetos progresivamente externos, susceptibles de ser administrados por mera apariencia, el virus aludió a algo más importante: el invisible interior de nosotros mismos, el ser sin rostro, la sangre que anima los latidos.


Este artículo fue publicado en Reforma el 10 de julio de 2020, agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.

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