viernes 29 marzo 2024

Cuba mexicana

por Rubén Cortés

Un bolero para Arnaldo es la declaración de amor a México de un emigrado que lo convirtió en su patria. Dicen que se puede cambiar de papeles, no de patria. Pero yo convertí a México en mi patria, no sólo por el pasaporte y el pago de impuestos. También por deberes y derechos que adquieren los ciudadanos de un país.


Me permitió asumir un compromiso con la democracia y la libertad de expresión, de movimiento y empresa: derechos de voz propia, de votar, de no temer a los otros al hablar, de ser yo mismo y no estar obligado a simular para intentar avanzar en la vida.


Tampoco ha sido fácil. México no se rinde al primer piropo: a veces dice que sí, pero no dice cuándo. México tiene que estar convencido de tu amor para entregar el suyo. Prefiero citar al Octavio Paz de El laberinto de la soledad:


“Nuestro lenguaje está lleno de reticencias, de figuras y alusiones, de puntos suspensivos; en nuestro silencio hay repliegues, matices, nubarrones, arcoíris súbitos, amenazas indescifrables… En suma, entre la realidad y nosotros se establece una muralla…”


Cuando pienso en que para conseguir mi actual promoción humana tuve que irme de casa, recuerdo la fábula del monje que vivía dedicado a copiar y decorar manuscritos. Un amanecer salió al jardín del monasterio y vio un ave en una rama.


Era poco más grande que una paloma, con plumas de color verde esmeralda y moradas; la cola, azul y roja, de un metro de largo. Lo que más llamó su atención fue el trino, que envolvía la aurora con sonidos líricos y de poderoso volumen.


El ave se movió y el monje la siguió. Permaneció muy quieto mirándola y escuchándola, hasta que desapareció. El suceso no duró más de dos minutos. El monje regresó alegre al monasterio. Pero se asombró porque había cambiado.


La fachada parecía quemada por el paso del tiempo y de todos los vientos y de todas las lluvias. Él no conocía a ninguno de los otros monjes, que tampoco lo conocían a él. Se presentó con el abad, quien también le resultó desconocido.


Pero el monje insistió en que él vivía allí. El abad buscó su nombre en el libro mayor y, efectivamente, el monje había vivido allí, pero hacía 200 años. El abad pensó que era un enviado de las brujas y lo condenó a morir quemado.


Cuando se sintió abrasado, recordó al hermoso pájaro y comprendió que los dos minutos que observó su plumaje y oyó su canto habían durado 200 años. Entonces, mientras ardía, se dijo, feliz:


“Éste es el precio que he pagado por conocer el paraíso”.


(Fragmento del texto leído por el autor ayer en la presentación del libro Un bolero para Arnaldo, en la FIL de Guadalajara)



Este artículo fue publicado en La Razón el 04 de Diciembre de 2015, agradecemos a Rubén Cortés su autorización para publicarlo en nuestra página

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