martes 19 marzo 2024

Contra la trivia: conocimiento y crítica de las artes

por Germán Martínez Martínez

Días antes de que yo comenzara a dar un curso sobre el cine de Andréi Tarkovski, un profesor me dijo que entre los inscritos habría gente que sabría más sobre el cineasta que yo. Era, sin duda, una posibilidad. Pero de inmediato me intrigó la lógica de la afirmación. ¿Qué significaba “saber más”? ¿Cuál era el significado de “saber” algo sobre la obra de un director o sobre cualquiera de las artes? Descarté la erudición biográfica sobre el realizador —y me percaté de que el popular maestro no aludía a interpretaciones sofisticadas o conocimiento exhaustivo de la bibliografía crítica o académica sobre las películas del cineasta—, no pude sino suponer que se refería a la avalancha de datos sobre la producción de las cintas y múltiples curiosidades alrededor de ellas y de Tarkovski como, por supuesto, la legendaria predicción de Pasternak —médium de por medio— sobre el número de filmes que Tarkovski rodaría a lo largo de su vida. La afirmación se volvió parte de una reflexión que llevaba mucho tiempo y continúa.

La pregunta sobre qué es y en qué consiste el conocimiento sobre las artes es, en buena medida, una interrogación sobre el carácter de la crítica. Ésta, por supuesto, requiere del punto de partida de la naturaleza de las artes —su sustancia distintiva— si es que existe (soy de quienes suponemos que la hay y que las artes no son mero reflejo de procesos sociales más importantes). Ambas son líneas de reflexión amplísimas, debates abiertos. Pero cabe compartir algunas ideas sobre el conocimiento de las artes y su crítica. Hay que partir del reconocimiento de que la crítica es diversa, ni sucede principalmente en redes sociales o medios de comunicación, ni tiene su espacio de cumplimiento privilegiado en los estudios universitarios.

Un juego de trivia ofrecido por la tiendas Coppel en México.

Se tiende a creer, no sin razón, que en la esfera pública de muchos países predominarían los vanos elogios: publicidad disfrazada de reseña en fuentes periodísticas (revistas, suplementos, periódicos, radio y televisión). Ahí, salvo excepciones que quizá sean más pendencieras que críticas, habría poca cabida para el análisis y menos todavía para la valoración adversa. Frente a esto, muchas personas quieren ver una democratización del comentario sobre las artes en las redes sociales, mientras que otras perciben la degradación del discurso sobre ellas en esa dinámica. La observación de lo que hacen diferentes personajes en redes como Instagram, Twitter y YouTube, muestra una variedad que va de comentarios inocuos y tópicos —quizá la mayoría—, hasta quienes, incluyendo profesores, encuentran en las redes un medio para explayarse en la exposición de saberes y opiniones. Así, hay quienes cultivan el campo de la frivolidad de manera entretenida, con frecuencia apoyados en su apariencia —percibida generalmente como agradable—, o alguna otra gracia; hay también quienes aprovechan el medio para publicar perspectivas marginales o esotéricas que buscan y comparten unos cuantos; y quienes hacen genuinos esfuerzos de pensar desde los más variados bagajes culturales.

La periodista Avelina Lesper en Zona Maco 2020. Fotografía de Pavel Égüez.

La ocurrencia de que saber mucho sobre cualquier arte tiene que ver con la profusión de datos y el relato de anécdotas —por curiosas que sean y aunque a veces sean esclarecedoras— encarna en despropósitos como el de quienes conocen a detalle el “universo” de películas como Guerra de las galaxias (1977) por el lugar especial de esas películas en la cultura popular y la mercadotecnia, pero trasladando erróneamente esa importancia a la historia del cine, entendido como obra estética.

En español se oye hablar de “trivia” —cosa de escasa importancia—, aunque en rigor la palabra sea sustantivo del inglés. En español habría que hablar de “trivialidad”, que es más enfática: “cosa que carece de importancia”. La afición por los datos intrascendentes —o curiosos— lleva a que existan múltiples juegos de mesa basados en baterías de preguntas sobre ese tipo de información. Seguramente son la delicia de algunas reuniones. Acercarse al arte por medio de frivolidades no es recurso exclusivo de las redes sociales o las fuentes periodísticas, aunque abunde en ellas. Amparándose en servir propósitos de introducir a ciertos públicos a las obras, las trivialidades se encuentran también, con frecuencia, en círculos intelectuales y la academia, donde, por ejemplo, hay personajes que prometen hablar de poética, sin jamás llegar a ello, limitándose sólo a circundar los temas. La chacota es un fin en sí misma, es por entero válida y la obsesión —como estrategia para impresionar— es decisión personal, sin embargo, no conviene entender ni una ni otra como conocimiento sobre las artes.

Los juegos de preguntas intrascendentes son motivos de reunión social.

Una idea del arte que subyace a la suposición de que las obras tendrían que descifrarse —y que justificaría la “trivia” sobre el arte— es completamente elemental. Parte de creencias que son teóricamente cuestionables desde hace décadas: el arte como acto comunicativo, la comunicación como proceso simple y transparente de transmisión de un mensaje. Que las obras conlleven significados y que exista lo que parece una reacción ineludible de buscarles sentido es innegable, creer que ésta es su naturaleza principal es una confusión. Aun si partimos de que puede haber, y ha habido, épocas en que la aproximación a las obras sea de esclarecimiento de significado —y hoy podríamos estar viviendo una de ellas— esto no implica que la perdurabilidad del arte radique en la gravedad del sentido de las obras que, además, sin ser arbitrario es polisémico. Los significados surgen de las formas. Las formas llevan a múltiples interpretaciones, en el sentido en que un violinista y un actor dan vida a una partitura y un libreto, no en el de descubrimiento de sentidos ocultos. Las interpretaciones varían a través del tiempo y en un mismo momento. El estudio de lo primero nos lleva a terrenos como la historia de las mentalidades, lo segundo, enfocándonos en la materialidad de las obras, probablemente nos encamina, en cambio, a zambullirnos en el reto de la reflexión sobre el arte.

Que hacer crítica de las artes requiere de conocimiento amplio y especializado parece innegable, que esto sea suficiente es cuestionable, pues esa información sólo cobra sentido en ejercicios de pensamiento. Dada la singularidad de las obras —incluso las que pertenecen cabalmente a algún movimiento o época— la crítica sobre las artes se antoja como desafío que casi inicia de nuevo en cada ocasión; algo muy lejano a la mecánica aplicación de marcos teóricos posmodernos o la reiteración de consignas anticapitalistas o feministas. Los malabares con datos y curiosidades —aunque algunos los ofrezcan como llaves al reino del arte—, sin el sentido que surge de la reflexión, son trivialidades óptimas para la convivencia social basada en estremecer y deslumbrarse. Esa forma de bordear sobre los materiales y esa manera de aproximarse al arte son, pues, prácticas propias de las relaciones sociales, ajenas al pensamiento y el placer estético: las obras de arte no son adivinanzas para ser resueltas.

La información irrelevante no está sólo en los juegos de mesa.

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