jueves 28 marzo 2024

Conectar con “la gente”

por Luis de la Barreda Solórzano

Lo he escuchado y leído varias veces: José Antonio Meade tiene una trayectoria impecable en el servicio público, y es el candidato que ha hecho las mejores propuestas y el más apto para gobernar este país con tan alta tasa de criminalidad, tantos rezagos, tanta rabia, tanta esperanza y tantas potencialidades

Pero, se afirma, su popularidad no ha crecido por dos razones: a) es el abanderado del PRI, partido que concita buena parte de la indignación ciudadana, signo y seña de los días que corren, y b) no conecta con “la gente”, es decir, no logra entusiasmarla, pues su discurso no es el de quien busca votos, sino el característico de un académico que ingenuamente cree que lo que convence son las razones.

¿Qué queremos de un candidato? ¿Que haya sido postulado por un partido sin mácula o que sea alguien con aptitud para enfrentar como gobernante los desafíos gigantescos del país? Porque todos sabemos que no existe en México cosa tal como un partido impoluto: los partidos políticos mexicanos, incluidos los de más reciente creación, están entre los principales responsables del desencanto ciudadano con la democracia.

Ninguno de los partidos está libre de sectarismo, incongruencias ideológicas —se les llama pragmatismo—, corruptelas en que se han visto involucrados sus militantes, miembros impresentables, desinterés por impulsar o respaldar los proyectos que requiere el país para avanzar, acusaciones flamígeras de corrupción contra servidores públicos de otros partidos y soslayo cuando los corruptos son del propio rebaño.

Si en todos los partidos se han dado esas miserias, ¿no es lo importante el candidato, independientemente de cuáles sean las siglas que lo abanderan? ¿No cuenta el hecho de que ese candidato no ha sido jamás militante ni del partido que lo postula ni de ningún otro?

Por otra parte, ¿se quiere del aspirante que al hacer sus planteamientos gesticule, manotee, pronuncie las frases actoralmente, con voz estentórea y trémula, que demuestre su compromiso con la ciudadanía haciendo gala de histrionismo y que simule excitarse en cuanto está ante el micrófono?

¿No es lo más deseable un presidente honesto, bien preparado, conocedor de los graves problemas del país, con experiencia en el servicio público —en el que ha demostrado eficacia y probidad, lo que no es poca cosa—, con visión de futuro, equilibrio emocional y serenidad? ¿No es, en lugar de una desventaja, un mérito adicional que su oratoria no sea la de un demagogo en la plaza pública? ¿Importa, más que sus cualidades, la capacidad de encender a los oyentes?

No sólo Meade: ninguno de los candidatos pone en órbita emocional a quienes les escuchan, ninguno es un Demóstenes o un Cicerón. Uno de ellos, eso sí, atiza el rencor social asegurando que todo está mal, que quienes no voten por él y los demás candidatos de su partido serán cómplices de la corrupción, que los empresarios son rateros responsables de la catástrofe nacional, que si él no es el triunfador su derrota se deberá a un compló más de la mafia en el poder, que su victoria garantiza el paraíso aquí y ahora. No es su capacidad oratoria: a Andrés Manuel López Obrador le cuesta una vuelta al mundo hilar una frase y es incapaz de exponer un solo argumento. Es su habilidad para azuzar a los descontentos.

Cuando se es presa del frenesí no se atienden razones. Los feligreses son como aquellos marineros que al escuchar el canto de las sirenas, las cuales prometían delicias trascendentales, abandonaban sus barcos y nadaban hacia ellas para no regresar jamás, o como los roedores y los niños de Hamelin que siguieron al flautista danzando sin poder contenerse hasta llegar al río, donde cayeron y se ahogaron. En ambos casos lo que motivó a los seguidores de la melodía fue un impulso —no la razón— que los llevó a un suicidio no deliberado.

La mayoría de los ciudadanos no está hipnotizada. Sabe que nos espera el abismo si quien dirija el rumbo del país está convencido de que los únicos incorruptos son sus votantes —palabras propias de un dictador— y carece de las virtudes y capacidades para ejercer la Presidencia como el país lo necesita. Sin embargo, esa mayoría, si sus votos son divididos, puede ser derrotada.


Este artículo fue publicado en El Excélsior el 10 de mayo de 2018, agradecemos a Luis de la Barreda Solórzano su autorización para publicarlo en nuestra página.

También te puede interesar