martes 16 abril 2024

Comida que canta

por Juan Villoro

¿En qué momento se decidió que comer fuera una experiencia musical? Entras a una cafetería y eliges una mesa ideal para la conversación, flanqueada por dos parejas silenciosas (un matrimonio histórico que ya no necesita dirigirse la palabra y unos novios que aprovechan la cita para consultar sus celulares). Pero en cuanto te sientas, un órgano melódico recuerda que Roberto Carlos es parte de tu vida.

Has oído tantas veces esa melodía que recitas mentalmente: “El gato que está en nuestro cielo/ no va a volver a casa si no estás/ lo sabes mi amor, que noche bella/ presiento que tú estás en esa estrella”. Te pones triste por el gato hasta que recuerdas que son las nueve de la mañana y has ido a un desayuno de trabajo. No son horas para pensar en el gato que se fue al cielo y sólo volverá cuando ella regrese a casa, algo difícil porque se encuentra en una estrella. La métrica provoca cosas raras. Poco más adelante, el protagonista confiesa como héroe griego (con verbo al final de la frase): “en mi alma una lágrima hay”. Demasiado para las nueve de la mañana.

Durante décadas, las familias mexicanas se atuvieron a una máxima: “El que come y canta loco se levanta”. La frase no sólo es extraña sino innecesaria. Ningún niño llega a la mesa de los corn pops para entonar con delirante énfasis: “Voz de la guitarra mía…”. Si hace eso, no necesita saber que se volverá loco porque ya lo está.

Aquella frase persiguió a varias generaciones, como si al ver unos cubiertos el mexicano se sintiera en Bellas Artes. Supongo que el temor venía de una profunda paradoja: no había que cantar en la mesa precisamente porque sería atractivo que alguien cantara. El silencio es para nosotros la forma más evidente del fracaso.

Hace unos años mis hijos y yo coincidimos en un restaurante con una familia sueca. Aposté a que no se dirigirían la palabra en toda la comida. A mis hijos les pareció imposible que esos turistas convivieran sin otro rumor que la masticación; sin embargo, durante un par de horas asistimos a una escena de Bergman: los suecos aportaban el silencio y nosotros la depresión de que eso sucediera. Aunque ellos estaban contentos sin hablarse, estuvimos a punto de ofrecerles una canción.

Total que las comidas calladas no nos gustan. ¿Justifica eso que el vacío se llene con tres televisiones sintonizadas en distintos canales mientras José José lamenta ser un volcán apagado? El ruido se ha convertido en un falso equivalente del bienestar.

¿Cómo llegamos a este punto? En sus orígenes, el mariachi sólo incluía instrumentos de cuerda. La gente sufría por el amor perdido y hablaba de otras cosas. Nadie escribirá una historia imposible de contar: la forma en que la conversación decayó hasta ser aniquilada por las trompetas. ¿Quién platica con El son de la negra?

El mariachi opera con tres estrategias militares. La primera consiste en defender el frente de batalla. Es la más noble de las variantes. Llegas a un sitio donde sabes que el sentimiento estallará con armonía y te dispones a oírlo. La segunda táctica es menos grata y puede ser descrita como el “sitio de Tepatitlán”: oyes a un mariachi del lado izquierdo y aparece otro del derecho; no necesitas volverte para saber que ahí viene otro mariachi. Has caído en un cerco que sólo se resiste aceptando que el amor es confuso. La tercera modalidad es la emboscada. Nada indica que habrá músicos de corbatín tricolor: no hay equipales ni ruedas de carreta a la vista. Pero antes de que muerdas un totopo, el aire cruje con otro estruendo: el mariachi que estaba oculto llega con eficacia de guerra de guerrillas.

No toda la música arruina la comida. En cantinas y restaurantes de prosapia aparecen tríos que ofrecen “una canción para la dama”. No se trata de una imposición, sino de una propuesta. El cliente elige el repertorio, que el trío siempre conoce. Esos músicos encarnan el archivo de una tradición. Ostentan un bigote delgadísimo, visten de uniforme y han rebasado la frontera de los setenta años. Celebran el amor perdido como quería Agustín Lara, con manos apergaminadas por las caricias.

Me temo que esos custodios del bolero serán sustituidos por cajas de ritmo y canciones enlatadas. Y tal vez pase algo peor. En una edad futura la comida será instrumental: la milanesa sonará al ser rebanada y masticaremos papas fritas con ritmo de maracas.


Este artículo fue publicado en Reforma el 8 de febrero de 2019, agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.

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