jueves 28 marzo 2024

Celebrar el infierno

por Luis de la Barreda Solórzano

Nuestros icónicos Frida Kahlo, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, entre otros muchos artistas, consideraron a los líderes soviéticos como héroes en los que se depositaba la esperanza de un mundo mejor. Siqueiros incluso se convirtió en asesino frustrado al intentar matar a Trotsky actuando como sicario de Stalin. Jean Paul Sartre reprochó amargamente a Albert Camus que denunciara lo que sucedía en la Unión Soviética, pues con su denuncia desalentaba al ilusionado movimiento obrero.

Sin embargo, fue atroz el sufrimiento humano que produjo esa revolución. Desde su inicio, la insurrección bolchevique dio muestras espeluznantes de barbarie y crueldad. El 17 de julio de 1918 fueron fusilados, sin previo juicio, el ya derrocado zar Nicolás II, su esposa, sus cinco hijos y varios leales que lo acompañaban en su arresto domiciliario. El asesinato de la familia real no fue sino el inicio del terror que se manifestó en millones —sí, millones— de detenciones, ejecuciones y reclusiones en campos de concentración, en los que los prisioneros tenían que hacer trabajo forzado.

No sólo se asesinó o se recluyó a presuntos enemigos de la revolución, sino también a quienes se consideraba que estuvieron ligados al zarismo. El Partido Comunista ordenó que debía denominárseles expersonas. Al 10% de la población la tarjeta de racionamiento “sólo les recordaría el aroma del pan”. Los kulaks (campesinos prósperos) fueron ejecutados sin que se les culpara de algún delito o de alguna acción contrarrevolucionaria. “Por primera vez, la culpabilidad de alguien frente al Estado se define no por lo que hace, sino por lo que es: la revolución bolchevique comienza a presentarse menos como camino a la utopía y más como una ‘solución final’”, observa Rodrigo Negrete (Nexos, octubre de 2017).

Se cancelaron todas las libertades públicas; se instauró el espionaje calle por calle, familia por familia; se proscribió cualquier manifestación de disidencia. La ideología política devino en credo religioso obligatorio. Los accidentes de trabajo —el cual tenía que realizarse a un ritmo frenético— se reputaban como sabotajes, producto de conspiraciones y revueltas y, por tanto, se consideraban actos de traición a los que correspondía la pena capital.

La cacería alcanzó a los propios camaradas. En los juicios de Moscú, llevados a cabo entre 1936 y 1938, fueron juzgados, declarados culpables y ejecutados todos los miembros del Comité Central Bolchevique de 1917. La misma suerte corrieron los miembros de la “cohorte de hierro”, la generación revolucionaria posterior al inicio de la revolución. Se decretaron expulsiones masivas del Partido Comunista, y ser expulsado del partido era caer en desgracia. Más de millón y medio de desgraciados fueron a dar a campos de concentración, y 700 mil fueron ejecutados.

Muchos intelectuales condenan los crímenes del nazismo con asiduidad y dureza, pero son harto indulgentes con los de la Revolución Rusa, no por la cantidad de muertos, rubro en el que ésta no tiene nada que envidiar a Hitler, sino por los diversos objetivos proclamados. Sin embargo, el historiador Richard Pipes, autor de uno de los análisis más rigurosos y exhaustivos de tal revolución, advierte que tanto Hitler como Stalin fueron responsables directos de la muerte de millones de personas, a las que asesinaron en nombre de sus ideologías: el nazismo apoyado en la sangre; el comunismo, en la fe.

Pipes considera que la Revolución Rusa fue un episodio de sometimiento y conquista del país desde dentro, sólo comparable a la conquista musulmana de los siglos VII y VIII. Y pone la cereza en el pastel: los soviets no tuvieron escrúpulos a la hora de establecer una alianza con los nazis en la Segunda Guerra Mundial, sin la cual Hitler no se hubiera atrevido a iniciar hostilidades.

La utopía revolucionaria degeneró en un infierno que se impuso a millones de europeos desde los Urales hasta Berlín.


Este artículo fue publicado en El Excélsior el 12 de octubre de 2017, agradecemos a Luis de la Barreda Solórzano su autorización para publicarlo en nuestra página.

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