jueves 28 marzo 2024

Capital y cultura

por Germán Martínez Martínez

Creo que muchos habitantes en las capitales de cada país tendemos a pensar, así sea omisamente, que la actividad cultural termina al borde de nuestras ciudades. Por supuesto, no es así. Sin embargo, sería ingenuo asumir que no habría concentración del arte en algunos lugares. Que los recursos sean limitados —y siempre lo son— es fundamental para que no cualquier lugar sea capital cultural. Con esto, no me refiero a la sempiterna queja que solicita apoyos gubernamentales: el tiempo mismo no alcanza para que, por ejemplo, un escritor firme sus obras en cada ciudad. Es indispensable idear proyectos más allá de infraestructuras centralizadas y de fondos estatales.

Con frecuencia, el adjetivo “independiente” es equívoco cuando se aplica a empresas culturales en contextos como el mexicano: han sido los impuestos los que han subvencionado tales actividades —y las prioridades de subsidio están determinadas por criterios gubernamentales, haciendo que los proyectos particulares sirvan a esquemas que los trascienden. Como cualquier otra inversión, las apegadas al arte conllevan enormes riesgos al buscar ser sustentables e incluso cuando no. Las librerías, en un país objetivamente carente de un gran número de lectores, es una aventura. A estos comercios sí les conviene el adjetivo “independiente” porque lo son en oposición a las cadenas libreras. Gracias al escritor Daniel Saldaña París me entero de que en el sureño estado de Chiapas, Samuel Albores y Agustina Villella son parte de empresas de esta clase y han escrito el “Decálogo para crear una librería independiente”.

El cuadernillo con el “Decálogo para crear una librería independiente”

Se trata de un brevísimo manual que los autores se han ocupado de imprimir y distribuir por sí mismos. El decálogo es resultado de sus reflexiones y de experiencias que han tenido, Villella en La Cosecha Librería y Albores en la librería LaLiLu. La Cosecha Librería está en San Cristóbal de las Casas, mientras que LaLiLu se encuentra en Comitán y es también cafetería y espacio para representaciones teatrales. Como suele ocurrir en tareas culturales que apuntan a perdurar, los autores oscilan entre el realismo y el idealismo. Por una parte, proponen que “el catálogo [de una librería] debería poder convertirse en tu biblioteca” en caso de quiebra; aludiendo a que una tienda de esta clase debe reflejar un criterio de selección que la distinga, dándole personalidad propia. Por otra parte, no se les escapa que las existencias contenidas en una librería se pueden entender como posibilidades de venta. Del decálogo acaso pueda inferirse la necesidad de equilibrio, para este tipo de empresa, entre el duro carácter económico y la inspiración cultural, que siempre es huidiza.

La librería LaLiLu de Comitán, Chiapas

Albores y Villella afirman que: “La librería es un negocio pero debe complementarse con otras actividades que llamen la atención”. Enumeran varias, entre ellas, las “presentaciones de libros” y los “homenajes”, suponiendo que cumplirían funciones de “formación lectora”. Es una buena intención, en dirección que resulta indispensable: para que la oferta librera circule, hace falta demanda lectora. Pero habría que tomar en cuenta —como ha señalado Gabriel Zaid— que hay una serie de prácticas que son una organización para no leer. Precisamente actividades como las presentaciones de libros, que aparentan lo contrario, suelen ser mecanismos de esta clase. El peligro se vuelve más evidente cuando los autores del decálogo confunden estrategias de venta con recomendaciones lectoras y, no sin lamento, aseguran que como libreros “tenemos que lidiar con el síndrome del impostor”. Hay que lograr, entonces, dar la vuelta a esas prácticas para que se acerquen al propósito de la promoción de la lectura o, cuando menos, de vender libros. Aunque también existe otra posibilidad: llanamente asumir el carácter social de las actividades y hacerlas útiles para financiar la meta de ofertar libros, aunque estos poco se vendan. Villella y Albores lo expresan: “Muchas veces las librerías se convierten en una suerte de centros culturales y espacios de encuentro”.

Agustina Villela y Samuel Albores, autores del “Decálogo para crear una librería independiente”

Al lado de un espíritu práctico, en el decálogo se asoma una ideología. Se incita a los libreros a entrar en contacto con editoriales —una “presentación breve y bien escrit[a] abre muchas puertas” —, se apunta que “es importante comprender cómo se articula el mercado” y se refiere por igual la utilidad de softwares como Excel, que lo funcional de la accesibilidad de los libros. Simultáneamente, Albores y Villella muestran sus posiciones políticas. Escriben buscando generar formas neutras de artículos, sustantivos, adjetivos y pronombres —y, a momentos, usan conjugaciones argentinas, por el origen de Villella. Sobre todo, insisten que las librerías serían “comunidad”. Quizá para ellos hay una tensión entre comercio y cultura. Los autores del decálogo, paradójicamente, parecen sugerir que la sobrevivencia de los libros físicos —y por tanto de las librerías— dependería de cierto fetichismo, pues deslizan que “nadie en su sano juicio le regalaría” un libro digital a un ser querido. Es necesario decirlo explícitamente: un negocio, una empresa cultural sustentable —incluso con ganancias sustanciales—, no es enemigo de la comunidad, el comercio es sociedad.

“La Cosecha Librería” en San Cristóbal de las Casas, Chiapas

Villella y Albores afirman que: “La bibliodiversidad se logra con el esfuerzo y la perseverancia grupal”. Seguramente para que una librería funcione hace falta un equipo o, cuando menos, una persona que logre tejer redes que vuelvan posible el negocio. Del lado de la clientela, puedo afirmar que atinan al traer a cuenta la idea de la diversidad: mientras más librerías de nicho existan, compradores ocasionales, lectores, bibliófilos y bibliómanos tendremos opciones para encontrarnos con productos que buscamos; así como aquellos de que no teníamos noticia y que, sin embargo, incitan adquisiciones. Considero que, para megaciudades o poblaciones remotas, Albores y Villella tocan asuntos que pueden contribuir a perfilar librerías de carácter individual —tan nítido— que sea suficiente para asumirse como tiendas, sin vergüenza, sin petición de disculpas.

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