miércoles 24 abril 2024

Ayotzinapa y la disputa por la legitimidad. Entrevista a Fernando Escalante y Julián Canseco

por Ariel Ruiz Mondragón

Los hechos ocurridos entre el 26 y el 27 septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero, han sido motivo de diversas investigaciones, tanto oficiales como periodísticas, además de muchas versiones y de cómo lo ocurrido se inserta en el proceso histórico del país.

Entre las interpretaciones más divulgadas está la que inserta aquel crimen en una serie de hechos que dan cuenta de la represión que el gobierno mexicano ha ejercido contra estudiantes y grupos opositores. Así, lo acaecido en Iguala ha terminado por convertirse en el acontecimiento Ayotzinapa, un lugar donde no ocurrió nada en aquella ocasión.

La forma en que se ha construido ese acontecimiento en la opinión pública mexicana es analizada por Fernando Escalante y Julián Canseco en su libro De Iguala a Ayotzinapa. La escena y el crimen (México, Grano de sal, El Colegio de México, 2019), para lo cual utilizan una categoría central: la cultura antagónica, que tiene muchas implicaciones para el país, como se podrá ver en la conversación con los autores.

Como explican en el libro, el interés de Escalante y Canseco “es explorar el orden cultural que hizo posible (y al final, casi obvio) que se viese en el suceso de Iguala una reiteración de la masacre en la Plaza de las Tres Culturas”.

Julián Canseco estudia Relaciones Internacionales en El Colegio de México, donde realiza su tesis acerca de Siberia como región e idea en Rusia.

Fernando Escalante es doctor en Sociología por El Colegio de México, institución en la que es profesor-investigador. También ha sido profesor en la UNAM, la Universidad Iberoamericana, en el Instituto Universitario Ortega y Gasset, en el Centro de Investigación y Docencia Económicas y en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales. Autor de al menos una decena de libros, ha colaborado en publicaciones como Vuelta, Nexos, Foro Internacional, Cuadernos Hispanoameriocanos, Estudios Sociológicos, La Razón, El Universal, Milenio, Voices of Mexico y Quórum, entre otras.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hoy un libro sobre lo ocurrido en Iguala y sobre la construcción del acontecimiento Ayozinapa?

Fernando Escalante (FE): Para nosotros el interés del libro no es lo ocurrido en septiembre de 2014 en sí, sino el caso de la masacre de Iguala transformada en el acontecimiento de Ayotzinapa como ejemplo de un mecanismo sumamente frecuente, que es el funcionamiento y la dinámica de la opinión pública mexicana y cómo se produce este tipo de asuntos.

Julián Canseco (JC): A mí me gusta mucho el ejemplo, de los primeros que observábamos y sumamente interesante, de que muy a menudo la gente se refiere a lo que pasó en Ayotzinapa cuando todos sabemos que ocurrió en Iguala.

Lo que es interesante es que se pueda decir, escribir y publicar que pasó en  Ayotzinapa y que todos entendamos de qué se está hablando, aunque también sepamos que no sucedió allí. Eso nos parecía sumamente interesante desde el principio.

FE: Es una manifestación palmaria de menosprecio por los hechos, porque lo que comentan es ¿y qué importancia tiene? Decimos Ayotzinapa y no Iguala, ¿y eso qué importa? Bueno, es que los hechos importan, ¿o no?

AR: Ustedes dicen que es la historia de la incorporación de un acontecimiento al orden cultural, que es un producto intelectual. ¿Cómo se elabora este trabajo intelectual, cómo se lleva a cabo? ¿Cómo se construye?

FE: La eficacia del mecanismo de construcción cultural de este acontecimiento como otro cualquiera es que obedece a resortes, automatismos que están en el sentido común de mucha o de toda la gente. Simplemente se activan de alguna manera y por algún motivo.

JC: Sí, eso significa que, por supuesto, hay gente que está elaborando de forma más activa el acontecimiento en los medios de comunicación, pero sólo pueden hacerlo a partir de una estructura cultural de sentido que ya compartimos, de tal forma que nos dice, por ejemplo, que lo que pasó en Iguala es análogo a lo que pasó en la Plaza de las Tres Culturas en 1968. Eso tiene sentido para nosotros, lo cual quiere decir que hay un contexto cultural donde esos dos asuntos (que son, por otro lado, extraordinariamente diferentes) se pueden parecer.

FE: Si nos dijeran que se parece una manifestación estudiantil con el secuestro de autobuses, responderíamos que no; pero si nos dicen que Iguala se parece a Tlatelolco decimos que sí. Quiere decir que estamos borrando todo lo que concretamente sucedió para asimilarlo a una idea acerca de lo que sucedió.

AR: En el libro está explicada la descontextualización, pero ¿cuáles son los puntos de confluencia entre los dos asuntos como lo plantean quienes han realizado esa elaboración?

JC: El único punto de comparación sólo puede establecerse una vez que se elevan los dos hechos, Iguala y Tlatelolco, a un nivel de abstracción tal que simplemente queda el Estado que asesina estudiantes. Sólo reducidos a ello puede decirse que tienen algo en común.

El problema es que, como eso es tan abstracto, para que tenga sentido hace falta deshacerse de todas las características concretas de lo que pasó, lo que incluye, por ejemplo, el lugar en el que ocurrió. Iguala tiene de inmediato una serie de asociaciones: nos recuerda a la policía municipal, la droga, etcétera. Ayotzinapa tiene esa sonoridad exótica, indígena, del México profundo; efectivamente, la gente cree que podría estar en cualquier parte. Y ese es sólo uno de los aspectos que hay que descontextualizar.

Por supuesto, está también la actuación del Estado para que entonces, en vez de ver a un cuerpo de seguridad municipal de Iguala y de Cocula, podamos observar allí no unos cuantos policías locales sino la institución unificada, vertical, autoritaria del Estado mexicano, que tiene en su cima al presidente de la República. Eso significa que cualquier hecho que pase, así sea en un municipio de Guerrero, de algún modo está vinculado con el presidente y, por otro lado, los estudiantes. Entonces hace falta usar una serie de eufemismos para que ir a Iguala a secuestrar autobuses se convierta en una manifestación, así como tuvimos las protestas de los estudiantes en 1968.

El resultado final es que al borrar todas las características concretas no podemos ver lo que pasó, y entonces será difícil entenderlo.

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AR: ¿Cómo obstaculiza la investigación real de los hechos esta construcción cultural?

FE: Hay muchos aspectos en los cuales estorba para entender; en primer lugar, para que la opinión pública entienda, porque esa construcción imaginaria borra los hechos concretos de lo que sucedió en Iguala.

Ese mecanismo también obstaculiza la investigación forense. Un asunto concreto: una vez que en la opinión pública la idea dominante es “son estudiantes masacrados por el Estado, como en Tlatelolco”, esos individuos se convierten en víctimas absolutas. Por lo tanto, arrojar siquiera la sospecha de que alguno de ellos pudiera tener participación en el crimen organizado se vuelve imposible, y entonces la Procuraduría General de la República (PGR) no puede investigar la Normal Isidro Burgos ni al director, ni tampoco el tráfico de drogas y alcohol en la escuela, ni por qué enviaron a esos muchachos. En cuanto se arrojara luz sobre ello, la acusación sería que están criminalizando a los estudiantes.

Entonces esa construcción imaginaria también influye sobre la investigación forense.

JC: Efectivamente estorba para entender y a la investigación misma. Parece muy probable que no hayamos comprendido por qué pasó lo ocurrido aquella noche, y si no lo hacemos en este caso de violencia extrema será mucho más difícil prevenir que ocurran casos similares.

AR: El libro gira en torno a la idea de la cultura antagónica, que afirma la ilegitimidad del gobierno y la legitimidad de cualquier forma de protesta. Ustedes anotan que viene del régimen revolucionario, de la historia oficial. ¿Cómo se construyó esta cultura antagónica en México?

FE: El fundamento de lo que llamamos “cultura antagónica” es la cultura política mexicana que se formó durante el régimen de la Revolución, la que identifica, analiza y entiende, por ejemplo, Rafael Segovia en La politización del niño mexicano a principios de los setenta.

La historia patria que nos contaron, con la que aprendimos a entender de qué se trataba este país, es siempre la lucha del pueblo contra unas autoridades opresoras. Los antiguos mexicanos lucharon contra las autoridades coloniales, Hidalgo y Morelos contra el virreinato, Juárez contra Maximiliano, y la Revolución contra Porfirio Díaz. De eso se trata.

Esa historia fue enormemente útil para darle legitimidad al régimen revolucionario porque decía: “Nosotros somos el pueblo en armas que estamos derrotando al Porfiriato; estamos haciendo reforma agraria, expropiación petrolera”, etcétera.

Eso tuvo credibilidad y formó el sentido común de la gente hasta 1968. Ya en los sesenta había perdido credibilidad la idea de que los señores que eran gobierno fueran el pueblo en armas.

Pero en 1968 se produjo simbólicamente el quiebre en el que los revolucionarios, el gobierno, se convirtió en el nuevo Porfiriato, y entonces, siguiendo la misma pauta cultural, el pueblo mexicano tiene que sublevarse en contra de él. Y la cantidad de libros y de artículos que identificaron al PRI con el Porfiriato se hizo infinita.

A partir de ese momento la misma cultura política que se había formado durante el régimen posrevolucionario produjo ese automatismo de desconfiar de la autoridad, que es fundamentalmente ilegítima, mientras que cualquier protesta en contra de ella es legítima.

Fue la misma cultura que sirvió para darle legitimidad al gobierno la que se convirtió en el mecanismo básico de desconfianza hacia la autoridad.

JC: Me gusta mucho el experimento introspectivo, antropológico que los mexicanos podemos hacer, que es cómo recordamos las expresiones, los pronunciamientos de nuestros políticos. En general, cuando dicen algo comentamos que pues quién sabe, que si lo dijo un político es que hay que sospechar. Ese es uno de los resultados de esa ilegitimidad fundamental que sentimos que tiene el gobierno y, por lo tanto, hay que dudar de todo lo que dice.

El problema es que hay mucha información que se produce desde el Estado; si nosotros dudamos constantemente, por ejemplo, de una investigación forense, pues el resultado es no saber qué pasó porque no le creemos a quien produce la información, y entonces hay que buscarla en otros lados. El asunto es que hay muchos donde indagar.

AR: ¿Qué tanto ha permeado esta cultura antagónica entre la intelectualidad? No ha sido exclusivamente de izquierda sino también de derecha.

FE: Es de sentido común la identificación del PRI de los últimos años con el Porfiriato; está en la derecha, en la izquierda, en el centro, arriba y abajo: es un poco de todo mundo. Este automatismo de desconfianza hacia la autoridad entre quienes contribuyen a generalizarla está, por ejemplo, en los escritos de prensa de Daniel Cosío Villegas a principios de los setenta. Él era liberal y básicamente revolucionario, y en principio simpatizante del gobierno, aunque  en sus artículos comenzó a contribuir al desarrollo de la cultura antagónica en el nuevo sentido que tiene.

Entonces yo creo que la cultura antagónica no es ni de izquierda ni de derecha.

JC: A fin de cuentas la cultura antagónica no es una idea política sustantiva, no es un programa; es escepticismo perenne que tenemos hacia el Estado y que, por lo tanto, puede ser aprovechado por quien sea.

Era un lenguaje típico de los movimientos que condujeron a lo que llamamos transición democrática. A partir de la cultura antagónica se hizo la crítica por parte de grupos considerados por otras personas, que también participan de ella, como parte del mismo movimiento.

Entonces derecha o izquierda no es la pregunta relevante; cualquiera se puede valer de estos mecanismos simplemente porque están tan generalizados y tan profundamente arraigados en nuestro sentido común que sería un mal político el que no los sabe aprovechar.

AR: No sólo se trata de articulistas sino que hay muchos periodistas que dan versiones de lo que pasó aquella noche en Iguala. ¿Cómo ha funcionado esta cultura entre estos?

FE: En el caso concreto de Iguala, si un periódico hubiera publicado sistemáticamente y dándole credibilidad a la investigación de la PGR o a la de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), inmediatamente toda la opinión mexicana habría dicho que era chayotero y palero del gobierno.

Para no serlo, la única manera es escribir siempre contra el gobierno. Quienes están en el gobierno lo saben: los periódicos tienen que estar en contra porque si no nadie les cree. Entonces lo que hacen es filtrar la información para que la fuente no sea el gobierno sino un periodista que lo denuncia.

Este mecanismo perverso es producto de la cultura antagónica, y así funciona la prensa mexicana desde décadas.

JC: Permíteme matizar algo que has dicho: es cierto que muchos en la prensa comparten esta otra visión sobre lo que pasó aquella noche en Iguala, pero más precisamente comparten muchas, diferentes versiones. Claro, lo que les da legitimidad es, precisamente, contradecir la versión oficial, la “verdad histórica”, con esa connotación muy claramente sarcástica. Esto se reprodujo así en los periódicos desde el inicio.

Por supuesto, hay una sola versión oficial, pero hay infinitas formas de contradecirla. Entonces hay múltiples versiones de lo que realmente pasó; sobre todo nos llama la atención no sólo que estas versiones se contradigan unas a otras, sino que eso no parezca un problema.

FE: En el momento en el que se descree de las versiones oficiales, públicas (que en este caso son las tres investigaciones generales), se crea un vacío. Entonces no sabemos nada, y en ese vacío cualquiera puede aventurar una explicación: fue la CIA, fue el Ejército o quien fuera. La última que tenemos de la CNDH es que no fueron cinco o seis autobuses, sino dos; no fueron 106 estudiantes sino 105, y se enfrentaron con la policía. Bueno, pues podría ser, pero, frente a una versión que comparten las tres investigaciones fundamentadas, los libros publicados ofrecen una docena de conjeturas distintas y resultan más verosímiles. Es la cultura antagónica.

Entonces uno escoge su respuesta: un libro en el que, por ejemplo, se dice que aquella noche en Iguala estaba la CIA, y con esta nota a pie de página: “Esto me lo dijo una fuente cercana a la seguridad del Estado, pero no puedo dar su nombre”. ¿Por qué eso es confiable? Porque afirma algo en contra de la versión oficial: eso es su fundamento y lo que la hace creíble.

Cualquier cosa será creíble, siempre y cuando desmienta la versión oficial. Es una cultura antagónica.

AR: Sí es creíble, pero pese a ello no se ha logrado construir una versión más o menos coherente y alternativa a la que originalmente dio la PGR. ¿Por qué ha ocurrido esto?

JC: Lo primero que habría que decir es que este caso de la masacre de Iguala es, probablemente, el más investigado del que se tenga memoria reciente en el país. Hay tres investigaciones diferentes, y la investigación de la PGR fue infinitamente más detallada, más densa que cualquiera de sus investigaciones en las decenas de masacres que ocurren sistemáticamente en el país. Además están las del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes y la de la CNDH, y en lo fundamental las tres coinciden. El problema es que como se descartó completamente la versión de la PGR, entonces todo lo que de ella compartan las otras dos hay que descartarlo también. El resultado es que la esencia, el corazón de esa investigación hay que desecharlo y, por lo tanto, no sabemos qué pasó.

Como la legitimidad de las versiones alternativas provienen de negar una versión, no de afirmar otra, las posibilidades de que una nueva versión se pueda imponer se vuelve mucho más difícil. Esto tiene la consecuencia final de dejarnos en el estado en que nos encontramos ahora: creer que no se sabe nada. No es infrecuente lidiar con personas que nos dicen que no se sabe nada.

Hay cosas que se saben y otras no; pero no es lo mismo no saber algunas que no saber nada. El resultado de tener la sensación de que no hay nada conocido es la necesidad de una nueva investigación que parta de cero, que revise todo de nuevo. Si esa forma de ver los hechos de Iguala persiste, se nos quedará la impresión de que es un misterio insondable para siempre.

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AR: Todo eso no es inocuo. ¿Cuáles son los efectos políticos que ha tenido esta cultura antagónica, por ejemplo sobre la democracia? En el libro hay una cita de José Woldenberg acerca de cuántos asuntos se han querido borrar del proceso democratizador por esa cultura antagónica.

FE: Hay un efecto básico: la convicción general de la opinión de quienes comparten este mecanismo de que no sólo la autoridad es ilegítima, sino de que, por eso, la autoridad miente y no es posible creer en nada de lo que diga.

Si esto es así, el espacio público se convierte en un pantano, porque la única posibilidad de tener una conversación medianamente razonable es ponernos de acuerdo en los hechos. Si los borramos y producimos un vacío en el que no se sabe nada pues es muy difícil (imposible, diría yo) tener una conversación sensata.

Entonces el primer efecto que tiene es envenenar la vida pública y convertirla en un pantano.

JC: La cita de Woldenberg es un ejemplo de cómo se ve la cultura antagónica desde el Estado; es decir, de alguien que está participando en una transición por haber dejado atrás el autoritarismo que representaba el PRI para pasar a un sistema pluripartidista, de elecciones competidas, de un IFE independiente, transformaciones que se consideraban históricas. Pero, ya que ocurrieron dentro del Estado, la cultura antagónica las consideró parte de lo mismo y, por lo tanto, la transición nunca ocurrió. Y, claro, para alguien que participó en ese proceso la cultura antagónica se manifiesta como una negación de hechos históricos de hechos que sí pasaron.

Pero en este momento el gobierno en turno se enfrenta a una paradoja muy parecida a la del de mediados del siglo pasado: se identifica a sí mismo como resultado de la lucha popular, de la cultura antagónica que llega al poder. Por eso en todas las conferencias matutinas el presidente, para empezar a construir su legitimidad, tiene que decir “no somos como eran los gobernantes de antes”.

El problema es que es cuestión de tiempo ver que la gente empiece a observar al gobierno en el gobierno, y no al pueblo en armas en el gobierno. Como dice el profesor Escalante, la ocasión pasada eso tomó 40 o 50 años. Vamos a ver cuál es el horizonte para este nuevo gobierno.

FE: No es infrecuente que cuando hemos tenido presentaciones del libro y conversaciones acerca de él, que aparezca un representante típico de la cultura antagónica que dice: “¿Y cómo podemos creer? Yo no le creo a la PGR ni a la CNDH porque son lo mismo, y si el GIEI está de acuerdo, tampoco. Pero tampoco le creo a AMLO”.

Es que ya dieron el paso y ya están del otro lado, instalados en un agnosticismo general que resulta muy simpático.

AR: Si en México hay un exponente de esta cultura antagónica es Andrés Manuel López Obrador. ¿Cómo funciona ella cuando se llega al gobierno?

FE: El candidato López Obrador supo aprovechar muy bien los mecanismos de la cultura antagónica: no habían pasado ni siquiera tres semanas de la desaparición de los muchachos en Iguala, y él salió a decir que el presidente Peña Nieto sabía perfectamente qué había pasado y que estaba tapando los hechos. Con eso capitalizó la cultura antagónica.

Por supuesto, cuando llega al gobierno sabe usarla y que se va a utilizar en su contra; entonces el mecanismo básico, la retórica del presidente para combatirla es decir “no somos iguales” y hacer como si el gobierno fuesen los otros: el antiguo régimen todavía está vivo, aún lucha contra la democracia, y representa a su gobierno como una lucha en contra de él.

Es decir, López Obrador no se ha colocado realmente en el gobierno sino todavía en pueblo que lucha, y en la medida en que puede situar a los que él llama sus adversarios como si fuesen el gobierno y contra los que hay que luchar, puede seguir aprovechando la cultura antagónica.

El problema es que a mediano plazo corroe el fundamento de su propia legitimidad.

JC: Añado que, a diferencia de la paradoja que enfrentaron los gobiernos de medio siglo y priistas, ahora la cultura antagónica está mucho más asentada, con una trayectoria mucho más larga y, por lo tanto, hay muchos intereses y personas que están configurados en su entorno. Por lo tanto está mejor asentada. Es un reto más grande hacerle frente ahora que antes.

Quizá en lo que explicaba el profesor Escalante esté alguna de las claves para entender por qué, por ejemplo, el presidente puede tener índices de aprobación tan elevados mientras que los miembros de su gabinete no. En el gobierno seguimos observando la cultura antagónica y no podemos perder la desconfianza y el escepticismo, pero el presidente se está comenzando a separar de ellos al decir que él no es el Estado, que no es el gobierno.

Eso efectivamente puede funcionar a nivel simbólico y retórico, pero habrá que ver qué efectos produce.

FE: Tienes toda la razón: es el presidente, sólo él, contra un automatismo que es muy eficaz para cualquier oposición política, para la que capitalizar la desconfianza en las autoridades es lo más cómodo. Entonces el manto cubre sólo al presidente; pero si el Gobierno de la Ciudad de México anuncia con sus números que disminuyó la violencia, ¿cómo le vamos a creer? La cultura antagónica ya funciona en contra de los gobiernos de Morena, del gabinete. Si sale el secretario de Salud a decir que no hay desabasto de medicinas, ¿cómo le vamos a creer? Contra todos los demás funciona la cultura antagónica, pero, por alguna razón, sólo al presidente le hemos permitido que siga siendo pueblo.

AR: ¿Cómo se ha modificado la cultura antagónica con la democracia?

JC: Algo que tratamos en el libro es que la masacre de Iguala, al construirse como el acontecimiento Ayotzinapa, se inserta también en una secuencia de matanzas históricas en el país que son consideradas reinstanciaciones de la masacre del 2 de octubre. Son nombres que todos conocemos, aunque la lista varía según a quien se le pregunte: en ella están el Jueves de Corpus, a veces Aguas Blancas, en ocasiones Acteal, en otras Iguala.

La lista va cambiando, pero todas se consideran trasuntos de la misma violencia, y todas han sido instrumentales para producir simbólicamente y para asegurar que la cultura antagónica siga vigente.

El caso de Iguala es simplemente el caso más reciente, pero una vez que se produjeron esas masacres no está del todo claro quiénes son los responsables, pero en las cuales se puede sospechar que había unos verdaderos responsables. Es, por supuesto, una idea que es absolutamente inmune a la evidencia porque conforme se arresta a las personas parece cada vez más trivial la masacre, que siempre es responsabilidad de unos cuantos y nunca llega al presidente de la República.

Pero esa lógica permite que se vaya restableciendo la cultura antagónica. Después de la elección de 2000, por ejemplo, es el caso de la masacre de Atenco, que produce de nuevo la idea de que este gobierno es exactamente como todos los anteriores en tanto es el Estado que masacra al pueblo.

Pero hay que tener cuidado, si consideramos el contexto de violencia que vive el país, de que no se produzca un fenómeno simbólico parecido: que nos topemos con una masacre cuya responsabilidad sea difícil de determinar y que, por lo tanto, pueda permitir que algunos la interpreten como resultado de esa violencia que siempre es la misma que el Estado ejerce sobre la sociedad.

FE: Entre los cambios de los últimos 20 años hay uno que a mí me parece especialmente relevante y que sólo se entiende si comprendemos que la cultura es un repertorio; es decir, que frente a un hecho cualquiera tenemos la posibilidad de interpretarlo y reaccionar de diferentes maneras.

Un componente fundamental en nuestro repertorio es la cultura antagónica, pero a partir del gobierno de Felipe Calderón y de lo que se llamó la guerra contra el narco, contra el crimen organizado, aparece otro componente, otra manera de interpretar las cosas completamente distinta: hay un conjunto de personajes malvados e irrecuperables, que son el crimen organizado, que se matan entre sí y que es mejor si están muertos. Y aparece en el repertorio cultural mexicano la retórica de mano dura, tolerancia cero, etcétera, que hace que una gran cantidad de muertes, concretamente 200 mil, pasen como si cualquier cosa, sin que produzcan ninguna indignación.

Es muy notable cómo, por ejemplo, en los alrededores del caso de Iguala, poco antes ocurrió la masacre de Tlatlaya, donde demostradamente el Ejército mató a 22 personas y, sin embargo, no despertó ninguna indignación. Y está el caso de Tanhuato, donde hay incluso tomas de video donde se ve que las fuerzas federales matan a más de 40 personas, y no se despertó ninguna indignación.

En el repertorio cultural mexicano desde hace 10 o 12 años se ha asentado otro mecanismo que es exactamente el contrario de la cultura antagónica. Esta dice que la policía no es confiable, y todos aprendimos siempre a desconfiar de ella; sin embargo, ahora hay otro mecanismo en el cual la policía nos dice “eran delincuentes y los maté porque me agredieron”, y le damos carta blanca para lo que sea.

Lo interesante es que funcionan en el repertorio cultural mexicano esos dos automatismos: el que aprueba, festeja la mano dura y le da completo crédito a, en particular, las fuerzas armadas y la fuerza pública federal, y el automatismo de la desconfianza.

Ese cambio me parece más importante a mí.

JC: Y que tiene consecuencias interesantísimas: para empezar, insertar una masacre en el contexto del crimen organizado, de la lucha contra las drogas, de inmediato la hace irrelevante emotivamente. Por eso podemos leer todos los días, desde hace años, que hay masacres en las que mueren decenas de personas y podemos pasar la página del periódico sin mayores dificultades.

Es muy notable cómo el caso de la masacre de Iguala es tan distinto, en este sentido, de todas las otras: de una década de ellas, la que más se recuerda, la más investigada, la que tiene una carga simbólica más fuerte es aquella. Nuestra especulación es que, a pesar de que esa violencia sistemática, constante, con una brutalidad sorprendente, a pesar de que no puede registrarse emotivamente (es decir, que no podemos tener empatía con las víctimas) sí está produciendo algún tipo de trauma emocional en los mexicanos que todos los días leemos que esta es la sociedad en la que vivimos. En el caso de la masacre de Iguala, poder construirlo como uno de represión política y sacarlo de aquel campo nos permite tener empatía con esas víctimas; en ese sentido, nuestra especulación permitió desahogar parte de ese shock acumulado que teníamos después de años de exposición a la violencia.

Por supuesto eso no significa, de ningún modo, que hayamos entendido lo que pasó.

FE: Curiosamente, el hecho de que se construya como víctimas absolutas a los estudiantes para que podamos sentir empatía con ellos y que podamos desahogar, de alguna manera, el cúmulo de horror que traíamos tiene el efecto de borrar todas las demás masacres.

Recuerdo que me entrevistó un periodista sobre el libro, y al final me preguntó: “¿Cree usted que se puede repetir algo como lo de Iguala?”. Pues se está repitiendo todos los días, allí están las masacres. ¿Cómo me pregunta eso? Es que ni siquiera las ha visto. Desde la masacre de Iguala para acá hay 100 mil muertos, y ni siquiera los ha visto. Pregunta si se podrá repetir; claro, se pregunta si se podrá repetir algo con la carga simbólica de lo ocurrido en Iguala. Pero entonces a los otros los borramos.

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AR: Dicen en el libro que la cultura antagónica ha querido borrar este medio siglo de la masacre del 68 a Iguala, pero que los que dramáticamente no han cambiado son el orden cultural y los instrumentos para observar la realidad. ¿Cómo se pueden transformar?

JC: En las pocas cosas que yo puedo contribuir en la perspectiva del libro es nada más mi edad. Para mí, muchos de los aspectos que a veces se llaman mitológicos del 68 son mucho más claros simplemente por la distancia temporal. Para mí ese movimiento es algo que se recuerda en blanco y negro, en fotografías y, por lo tanto, ya no tengo la conexión emocional; entonces es mucho más claro ver algunos aspectos.

Por lo tanto, cuando a mí me dicen o leo en la prensa y también insinuado de muchas otras formas que, fundamentalmente, esto es 1968, que vivimos en el mismo contexto y que las soluciones de entonces son también las de ahora, a mí me llama mucho la atención porque interpreto mi contexto histórico como profundamente distinto del de entonces y, por lo tanto, usar las soluciones de aquellos años (si es que lo eran) ahora tendrán menos resultados.

La cultura va cambiando por sí misma, pero yo pensaría que un primer paso, indispensable, para que podamos tener una conversación que podría llevar a cambiar nuestras perspectivas sería reconocer la forma en que vemos los asuntos, que la cultura antagónica está allí y que participamos en ella, que determina mucho de lo que observamos, como la importancia que le damos a ciertas cosas y que no le damos a otras. Hasta que no podamos reconocerlo abiertamente y hablar de ello será muy difícil reformar nuestra visión.

FE: La cultura es un repertorio que tiene infinitos ingredientes; muchos han ido cambiando, otros permanecen y hay automatismos anquilosados en las formas de interpretación de la política, en la manera de entender al país. Hay algunos que no sirven, pero siguen como rémoras, y hay otros nuevos (la idea de la mano dura, por ejemplo). Claramente los jóvenes tienen una manera de mirar que los viejos no tenemos. Esta confusión es normal: así funciona la cultura en cualquier parte del mundo. Lo que subrayamos es que en nuestra vida pública tiene mucha fuerza lo que llamamos cultura antagónica, que tiene unos efectos específicos sobre la manera de entender al país y en la manera de no entenderlo. Pero de cambiar, ha venido cambiando.

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