viernes 19 abril 2024

Las arrugas del párpado: la película de Beckett

por Germán Martínez Martínez

Leer la literatura o presenciar las obras teatrales de Samuel Beckett es, entre otras cosas, atestiguar una experiencia radical de la imaginación: no hay truculencias de fantasía convencional, sino secuencias repetitivas de despojamiento que comunican, casi siempre con humor, la crudeza, el desamparo y el sinsentido de la condición humana. Beckett, desde la poesía hasta sus piezas para televisión, pasando por la narrativa y su célebre dramaturgia, mostró cabal comprensión de cada medio formal. Entre sus experimentos tuvo una película, Film (1965), que significó la excepcional colaboración de dos figuras absolutas del arte: el mismo Beckett y el cineasta e intérprete Buster Keaton.

La dirección de la película, formalmente, estuvo a cargo de Alan Schneider, quien había dirigido las puestas en escena de las obras de Beckett en Estados Unidos. El escritor realizó el proyecto —distante de los guiones acostumbrados— en un ejercicio que, con su uso de diagramas, resultó más semejante a las detalladas notas para montajes de sus obras. Además, estuvo presente durante el rodaje en Nueva York tomando decisiones fundamentales de Film, incluida la simplificación de la primera escena, que contribuyó a que la duración se redujera de la media hora, que él había estimado, a sólo 22 minutos.

BFI and Milestone Films

La propuesta y el financiamiento habían surgido de Barney Rosset, el editor de Grove Press, la editorial estadounidense de la literatura de Beckett. El plan original de Rosset era comisionar también la realización de otros cortometrajes a dos figuras más de la dramaturgia mundial: Eugene Ionesco y Harold Pinter. La película compilatoria no llegó a existir pues Film fue la única sección que se realizó.

Como suele ocurrir con las creaciones de Beckett, el planteamiento argumental de Film es sencillo: un anciano va hacia y llega a su apartamento —donde ya sólo lo acompañan mascotas y poquísimos muebles—, donde se concentra en no ver su propio rostro, evitando un espejo y escapando a las miradas de sus animales, para terminar en el horror de verse a sí mismo, tras observar y destruir fotografías que quizá son su propia historia. Salvo por una interjección pidiendo silencio —de un personaje con quien el protagonista se cruza en la calle—, la película es artificiosamente carente de sonido, más que una vuelta al cine mudo: tiene la osadía de que no se oigan siquiera los movimientos del personaje. Al final, como al principio, un acercamiento extremo muestra el ojo del protagonista, las arrugas de su párpado añoso.

Imagino que si Film se mostrara a estudiantes de cine sin darles antecedentes y sin llegar a ver la cara de Keaton —visible apenas el último par de minutos—, los futuros directores, editores y cinefotógrafos podrían explayarse sobre lo que considerarían problemas: alejamientos del lenguaje cinematográfico común, esa lengua franca que nos deja comprender las películas convencionales. Los movimientos de la cámara —con sacudidas y otras brusquedades— podrían parecer fruto de la impericia, al igual que los enfáticos cortes del montaje. Incluso puede haber confusiones, pues hay imágenes que se alejan de la lógica de causa y consecuencia. Sin embargo, la cinta no partió de un presupuesto limitado ni el equipo de realización desmereció de Beckett y Keaton. La fotografía estuvo a cargo de Boris Kaufman, quien previamente había trabajado en largometrajes con los directores Jean Vigo y Elia Kazan. A su vez, el editor Sidney Meyers tenía décadas de experiencia cinematográfica general y de montaje. Alcanzar la aparente torpeza pudo implicar gran dificultad para personas con tanta experiencia y conciencia del lenguaje habitual del cine. No obstante, que algo esté hecho a propósito en una película no lo valida: el acierto de los recursos depende del funcionamiento global de la obra.

El resultado de Film es paradójico pues una coincidencia entre Keaton y Beckett era la comprensión de los lenguajes que practicaban. Posteriormente, Beckett llegó a explotar la limitación del formato televisivo. Décadas antes, Keaton había sido maestro del cine mudo imaginando, dirigiendo y actuando sus películas: donde Chaplin tenía oleadas de ingenio y momentos de aprovechamiento del medio cinematográfico, Keaton era un tsunami de luminosa creación estrictamente cinemática. Llama la atención que inicialmente Beckett deseara que Chaplin interpretara al hombre de Film. Anotaba en su guion que “el clima de la película” debía ser “cómico e irreal”, “deberá provocar risa todo el tiempo por su manera de moverse”. Probablemente Beckett imaginaba el ridículo paso del conocido personaje de Chaplin. La dureza e inexpresividad del rostro de Keaton, en cambio —a pesar de ser más cercanos al espíritu de Beckett—, imprimió otro tono al protagonista y la cinta.

En cierto sentido, el actor podría haber sido cualquiera. En la mayor parte del filme sólo aparece de espaldas. Como pasa en general con los personajes de Beckett —de nombres sencillos o monosilábicos—, el protagonista de Film podría ser cualquiera de nosotros. Un paliacate cubre su rostro, se esfuerza por cubrir un espejo y cualquier par de ojos —aún los que son producto de su imaginación. Hay aversión del personaje hacia la percepción de sí mismo, que simultáneamente puede ser lo opuesto o justo lo que vivimos con las redes sociales. Magnificar mecanismos de la película, como los cambios de perspectiva entre la cámara y el personaje —cuyo único ojo funcional hace que vea borroso—, sería dejarse llevar por el prodigio de la colaboración entre dos gigantes del arte del siglo XX. Ya ese encuentro fue un acontecimiento, aunque los relatos sobre el rodaje revelen una escueta interacción. Quizá, más que una inmersión en el cine, Film nos deja ver al brioso Keaton del cine silente vuelto un anciano y, también a través de ello, nos permite asomarnos a la visión de Beckett: el interés no en la existencia del párpado sino en las sinuosidades acumuladas.

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